«Porque no significó nada para él, tonta», se dijo Rebecca.

Sí, debía de ser eso. La noche anterior no había sido nada para él.

Y la prueba era cómo manejaba el interrogatorio de los demás mientras abrían los regalos. Mientras iban apareciendo toallas bordadas, una cesta de picnic muy romántica para dos o candelabros de cristal, él respondía con habilidad a las preguntas que le hacían. Todo el mundo le preguntaba por los detalles de cómo se habían conocido, de cómo había sido el noviazgo y de cómo le había pedido que se casara con él. Ella sabía que debería estar dando aquellas explicaciones, porque al fin y al cabo, eran sus amigos. Sin embargo, no parecía que Trent la necesitara.

Él respondía encantadoramente, esquivaba lo incómodo y negociaba con los que lo interrogaban, y después daba los más pequeños detalles como si fueran concesiones en un contrato de miles de millones de dólares.

Ella se maravillaba ante su control. Mientras Rebecca tenía los nervios a flor de piel, él no desveló ni con una sola palabra ni con un solo gesto que se hubieran casado por una razón tan poco tradicional y poco romántica como una completa falta de fe en el amor. Cuando él dijo que la había mirado una sola vez, y al ver su preciosa cara se había enamorado a primera vista, Rebecca pensó que todo el mundo iba a darse cuenta del engaño, pero por el contrario, todos se tragaron sus tonterías.

Después de una hora, Rebecca estaba tan cansada que le pidió a Trent que volvieran a casa. Con una extraña expresión en el rostro, él asintió. Despidiéndose de todo el mundo, entre risas y nuevas felicitaciones por su matrimonio, dejaron la sala de reuniones.

Trent la sacó del hospital de la mano y sin decir una palabra, la condujo hacia su coche. Ella sabía que el suyo también estaba allí, y mencionó la necesidad de ir a buscarlo en otro momento. Sin embargo, él siguió en silencio y, a medio camino hacia casa, Rebecca le dijo suavemente:

– ¿Te ocurre algo? En la fiesta estabas muy animado.

– Sí me ocurre algo. 0, más bien, me ha ocurrido esta mañana, cuando me desperté y descubrí que te habías ido sin despertarme ni avisarme -dijo, y le lanzó una mirada significativa-. Estoy acostumbrado a que mis compañeras tengan un poco más de consideración.

– Bueno, yo…

– Da la casualidad de que pienso que una buena noche como la que compartimos se merece al menos un «buenos días».

– Ya entiendo…

– ¿De veras? -le preguntó él, mientras aparcaba el coche en la calle de entrada a la casa y detenía el motor-. Entonces, quizá puedas contarme por qué te marchaste de esa manera.


Trent arqueó una ceja.

Rebecca se encogió contra la puerta del coche.

Si no estuviera tan irritado con ella, quizá se sentiría culpable por la expresión aprensiva del rostro de Rebecca. Pero, demonios, la noche anterior habían concebido un niño, y esa mañana ella se había escabullido, tratándolo como si no fuera más que una aventura de una noche.

– Te he dejado varios mensajes -le dijo. Ella abrió mucho los ojos.

– ¿De verdad? Hoy he estado tan ocupada que ni siquiera he mirado el teléfono.

Trent respiró profundamente.

– ¿En qué estabas pensando, Rebecca?

Rebecca se encogió.

– Tenía la esperanza de que no quisieras tener una charla madura sobre el nuevo rumbo que habían tomado las cosas.

Él dejó caer la cabeza contra el respaldo.

– Parece que no tienes muy buena opinión de mí, ¿no?

– ¡No! No es eso, de veras -dijo ella, y le tocó el brazo-. Soy yo. No… no sabía qué decir sobre lo que pasó anoche. Ni qué pensar. No soy muy buena en estas cosas, Trent.

– ¿Estas cosas?

Ella se encogió de hombros.

– Has dicho que te esperabas más consideración de tus compañeras. Yo no tengo mucha experiencia en este tipo de cosas. No he estado con nadie desde que me divorcié.

– Creía que llevabas mucho tiempo divorciada.

– El mes que viene hará tres años.

Trent se atragantó y tosió.

– Rebecca, no podemos seguir como antes.

– Trent, no sé…

– Yo sí. Sé que no puedo vivir en esta casa y no tenerte entre mis brazos, en mi cama. Hace que lo que tenemos sea mejor, ¿no te parece?

– ¿Lo que tenemos?

– Una sociedad. Un matrimonio. Un bebé. Yo diría que funcionamos muy bien como equipo.

Ella asintió.

– Hoy has estado muy bien con mis amigos.

– Me caen bien tus amigos. A algunos ya los conocía, a propósito. Y tú estuviste muy bien con mi familia anoche.

– Te refieres a tu hermana Katie y a su marido. Aún no he conocido a los demás.

Él descartó sus preocupaciones con un gesto de la mano.

– Todos opinarán lo mismo. Lo cierto, Rebecca, es que nos llevamos bien. Tanto fuera de la cama como dentro de ella.

– Preferiría que dejaras de mencionar esa palabra -susurró ella.

– ¿La cama? -le preguntó Trent, riéndose-. Desde que me desperté esta mañana no he podido quitarme de la cabeza cómo estuvimos juntos ayer.

Y había llegado a la conclusión de que ninguno de los dos estaría contento de echarse atrás, pensara lo que pensara Rebecca. Estaban mejor una vez que habían incluido en sus vidas el sexo, y se lo demostraría.

– Vamos dentro de casa -dijo Trent, cambiando de táctica.

«Dale tiempo para que se acostumbre a la idea», pensó. Presionarla no era necesario. Además, si no podía convencerla de que lo que él pensaba era lo mejor, entonces, no se merecía tenerla en su cama. Y ella no debía estar allí.

Sin embargo, Rebecca tenía que estar en su cama, pensó mientras entraba con ella en la cocina. En toda su vida.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó con una sonrisa-. ¿Te apetece cenar sopa y carne a la plancha? Creo que esta noche me toca cocinar a mí.

– Eso suena delicioso -respondió Rebecca-. Voy a subir a mi habitación a cambiarme el uniforme.

Trent se dispuso a preparar la cena, pero a los pocos segundos oyó la voz de Rebecca llamándolo desde el piso de arriba.

– ¿Trent? ¿Trent?

Él sacó la cabeza por la puerta de la cocina.

– ¿Qué?

– Mi ropa no está donde debería estar.

Oh, claro. Casi se le había olvidado la maniobra que había realizado aquella mañana, cuando estaba tan enfadado porque Rebecca se hubiera ido sin decirle una palabra. Con la voz calmada y en un tono agradable, Trent respondió.

– Claro que sí. Están en tu habitación.

«Tu nueva habitación».

Ella se quedó silenciosa durante un instante. Después insistió:

– Trent Crosby, ¿qué has hecho?

Él sonrió. Era un arrogante y un autoritario, sí, pero siempre había pensado que aquéllas eran buenas virtudes. Oyó a Rebecca alejarse de la escalera. Sin dejar de sonreír, Trent escuchó los pasos por encima de su cabeza y siguió su avance desde el pasillo de la escalera hasta el dormitorio principal. Su dormitorio.

El dormitorio de los dos, una vez que él había trasladado toda la ropa de Rebecca del armario de la habitación de invitados que ella había estado ocupando a su propio armario.

¿Cuánto tiempo iba a pasar antes de que ella bajara a cantarle las cuarenta? ¿0 quizá se sentiría contenta de que él le hubiera ahorrado el hecho de tener que tomar esa decisión?

– Sabes que tengo razón, nena -murmuró él, con el oído alerta para escuchar lo que ella iba a hacer al momento siguiente-. Estamos casados, echamos chispas, ¿hay algo que sea más natural?

Al final de aquella velada, ella se habría dado cuenta de que tenía que dormir en su cama.

Desde el piso de arriba oyó un ruido sordo. El sonido de algo que había caído al suelo. Más grande que un zapato y que una lámpara. No era un sonido de furia.

Pero era un sonido extraño.

– ¿Rebecca? -mientras pronunciaba su hombre, Trent ya estaba corriendo hacia las escaleras con una opresión en el pecho, aunque no supiera exactamente por qué estaba en estado de alerta.

– ¿Rebecca? -gritó, subiendo los escalones de tres en tres-. ¡Rebecca!

Pero ella no pudo responderle, porque estaba tendida en el suelo, inerme, en mitad del dormitorio.


– Tenemos que llamar a un médico. A un especialista. A un profesional sanitario -dijo Trent, mientras le agarraba las manos a Rebecca por encima de la colcha-.Tenemos que llevarte a un médico.

– Vamos, Trent, yo soy una profesional sanitaria, ¿no te acuerdas? No es nada. Me he desmayado porque no he comido hoy.

Él le lanzó una mirada fulminante.

– ¿Y por qué?

Ella se encogió de hombros.

– No he parado en todo el día.

– No habrá más días así, ¿entendido? Me has provocado dos docenas de canas más.

Rebecca le acarició el pelo y sonrió ligeramente.

– Eres bobo. ¿Dónde están esas supuestas canas?

Él le agarró la mano y se la puso sobre la mejilla.

– Tienes que descansar.

– Tengo que comer.

Al oírlo, Trent se puso en pie.

– Filetes, patatas asadas y judías blancas. Voy a llamar a DeLuce's para que lo traigan.

– ¿Judías blancas? ¿Tú eres el que no come nada verde y quieres que yo coma judías blancas? Me pareció oír que mencionabas una sopa. Eso suena perfecto.

– Suena. No me menciones la palabra «sonido», por favor.

El sonido de su caída en el piso de arriba lo tendría en la mente hasta el foral de sus días, Trent lo sabía. Se inclinó y le subió el embozo de la colcha.

– Voy a hacerte la cena. ¿Estás bien caliente?

– Sí, mamá.

Él frunció el ceño. La sonrisa de Rebecca no conseguía tranquilizarlo por completo.

– Tú eres la mamá, demonios. Deberías cuidarte más.

– Lo voy a hacer -le prometió-. Pero esta noche eres tú el que lo estás haciendo muy bien. Gracias.

– No te muevas -dijo Trent-. Estaré en la cocina. Llámame si me necesitas.

Bajó las escaleras rápidamente y comenzó a preparar la cena.

Capítulo 10

Después de una sopa de menestra caliente y de un poco de carne a la plancha, Rebecca se sintió mejor. Trent se acercó a la tienda del barrio durante unos minutos y, cuando volvió junto a ella, sacó de una bolsa un par de revistas que le puso en el regazo y después sacó también un par de tarrinas de helado.

Puso las tarrinas sobre la mesilla y se sentó en la cama, junto a ella. Después le colocó las almohadas para que estuviera más cómoda.

Rebecca inhaló su olor a jabón, mezclado con la brisa nocturna de junio, y oyó cómo él sacaba una última cosa de la bolsa.

– He pensado que podríamos divertirnos con esto esta noche -le dijo, y le mostró un libro-: El gran libro de los nombres de bebé.

Al verlo, a Rebecca se le removió algo por dentro. ¿Por qué? Porque el hombre atractivo que la había llevado a casa aquella noche estaba pensando en cómo podía convencerla de que su relación se convirtiera en algo sexual. Aquél había sido su primer objetivo: pasar aquella noche y las demás con ella. Sin embargo, el tierno protector que se había sentado a su lado en la cama estaba dispuesto a pasar la noche con ella, sí, pero eligiendo el nombre de su bebé.

Quizá todo fuera una tontería, pero fue aquél el momento en que Rebecca se dio cuenta de que se había enamorado de Trent.


– Quisiera saber cuándo voy a conocer a esa mujer tuya -le dijo a Trent su madre-. ¿Por qué no la has traído a cenar hoy?

– Porque ha tenido un día muy largo en el trabajo y pensé que preferiría quedarse en casa y descansar.

No era cierto. Trent ni siquiera le había preguntado a Rebecca si quería asistir a aquella cena. Le había dicho que era una reunión de negocios y que llegaría tarde a casa. Todas sus cenas con su madre acababan tarde, porque Trent tardaba varias horas en sacarse todas sus quejas de la mente.

– Quizá debiera llamarla y pedirle que venga a comer conmigo al club.

– Preferiría que no lo hicieras, mamá -le dijo Trent, en un tono contenido.

– ¿Te avergüenzas de mí? -le preguntó Sheila.

– Claro que no -respondió Trent, y alzó la vista del plato para mirarla.

Observó su belleza. Era una belleza que un cirujano plástico había conservado a cambio de una fortuna. Las inyecciones habían borrado las arrugas de descontento de su rostro. Las cremas le habían suavizado la piel y le habían aclarado las manchas de la edad. Tenía el cuello liso como la hoja de un bisturí. Vergüenza no era la emoción que le provocaba su madre.

– Entonces, ¿te avergüenzas de Rachel?

– Rebecca, mamá. Se llama Rebecca, y tampoco me avergüenzo de ella.

– Pero es una enfermera, Trent. ¿No podrías haber encontrado a alguien con más… estilo?

Trent endureció su armadura mental para que aquel comentario venenoso no la traspasara. Katie le había preguntado en varias ocasiones por qué continuaba manteniendo aquellas reuniones con su madre. Pero su hermana no lo entendía. Sheila era su madre. Al ser el primogénito, no podía librarse del sentido de la responsabilidad que tenía hacia ella.