– Siempre me cayó muy bien tu primera mujer, Mara -le dijo Sheila, interrumpiendo sus pensamientos-. ¿Qué ocurrió?
– Mara me dejó, mamá, ¿no te acuerdas?
– Ah, sí -respondió ella, asintiendo-. Porque no tenías tiempo para ella. Estabas demasiado absorto en tu trabajo, exactamente igual que el desgraciado de tu padre. Por cierto, ¿qué tal están tu padre y esa cualquiera con la que se casó?
– Papá está bien, mamá, y Ton¡ también. Les diré que te has interesado por ellos.
– No se te ocurra hacer tal cosa, Trent Crosby. A mí no me importa lo que le pase a tu padre, después de la manera en la que me trató.
– Vaya, siempre es un placer estar contigo, mamá. Es como si el tiempo no hubiera pasado.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados. Sheila era completamente egoísta, pero no estúpida.
– No me hables en ese tono, Trent. Danny ya es lo suficientemente desdeñoso.
Trent se quedó helado y, lentamente, dejó el cuchillo sobre el plato.
– ¿Has estado hablando con Danny? -le preguntó. Su hermano pequeño no necesitaba más dolor del que ya soportaba-. Preferiría que no lo hicieras, mamá.
– Preferirías que no conociera a tu mujer y preferirías que no hablara con tu hermano. ¡Mi propio hijo! Uno no siempre consigue lo que quiere, Trent.
– Ya lo sé -murmuró él.
Se llevó el vaso de agua a los labios e intentó tragarse el dolor que estaba comenzando a atenazarle los músculos de la nuca. Si pudiera conseguir lo que deseaba, su madre estaría de vuelta en Palm Springs, donde vivía la mayor parte del año, y él estaría en casa con Rebecca, en la cama. Pero desde que se había desmayado, la semana anterior, él había mantenido las distancias. Se había quedado hasta tarde en el trabajo para llegar a casa después de que ella estuviera dormida. En el dormitorio de Trent. Él le había dicho que dormiría en el dormitorio de invitados para no molestarla.
Pero en realidad, había estado durmiendo en el cuarto de invitados porque ella lo inquietaba.
– ¿Trent?
Trent alzó la vista.
– Lo siento, mamá. ¿Qué decías?
– Te he preguntado si vas a ir al Baile del Solsticio de Verano del club, el sábado por la noche.
– ¿Eh? Sí, claro. He reservado una mesa.
– ¿Y tu padre irá también?
– Sí, vamos a sentarnos juntos.
– ¿Con la cualquiera?
– Con Toni, sí.
Su madre asintió.
– Entonces, tendré que comprarme un vestido nuevo.
Trent bajó el tenedor.
– ¿Vas a ir?
– Claro. Te lo he dicho hace media hora. ¿No me estabas escuchando?
Parecía que no. Su madre debía de haberlo mencionado cuando él estaba pensando en Rebecca.
– No quiero escenitas, mamá -dijo Trent. El dolor de cuello estaba adueñándose también de su cráneo.
– No sé de qué estás hablando.
Trent sabía que no podía permitirse el lujo de pasar aquello por alto. No, porque su padre y Toni, su esposa, estarían en el baile. Y Katie y Peter. Y ninguno de ellos tenía por qué soportar los comentarios y los trucos que se le pudieran ocurrir a Sheila. Las dudas de Rebecca sobre su matrimonio se redoblarían si conocía a su madre. Ella le diría que todo había sido un error y él no podría rebatírselo.
– Mamá, ¿recuerdas aquella charla que tuvimos sobre Children's Connection? ¿Recuerdas que te dije que revocaría tu pertenencia al club si hacías correr rumores sobre la fundación? Pues también lo haré si montas una escena en el baile.
Sheila intentó hacerle un mohín con los labios hinchados por el colágeno.
– No sé por qué dices eso.
– Lo digo en serio, mamá. No te acerques a papá.
– Oh, está bien. Pero quizá quiera decirle hola. Por los viejos tiempos.
– Claro. Por los viejos tiempos. Como si no hubieran sido un infierno.
– Fue lo que ocurrió con ese Robbie Logan -se quejó ella-. Destrozó lo que había entre tu padre y yo.
Trent suspiró.
– Lo que tú digas, mamá.
– Crees que lo sabes todo del pasado, Trent. Pero yo quise a tu padre. Lo quise mucho. Incluso ahora, algunas veces me pregunto si…
Trent se quedó boquiabierto. Nunca habría creído que Sheila pudiera admitir que había estado enamorada de su marido. Y por la expresión de su rostro… Trent se preguntó si toda su amargura y sus quejas eran en realidad una máscara para un dolor que él nunca había imaginado.
Su madre no era una persona buena, cierto, ni altruista. Pero era humana.
Y… ¿había sido capaz de sentir amor? Sí. Y quizá, bajo toda aquella armadura, siguiera sintiéndolo.
Si Trent podía creer aquello, podía creer que el amor existía, después de todo. ¿Sería posible?
No, demonios, no. Porque el amor pondría en peligro todo lo que estaba construyendo con Rebecca.
Algo despertó a Rebecca de su profundo sueño. Abrió los ojos e intentó escuchar los ruidos de Trent en la habitación que ella había ocupado antes. Pero los ruidos no eran ruidos del piso superior. Y tampoco parecían los de Trent.
Las demás noches, él había subido directamente las escaleras y se había asomado a la habitación principal, donde ella dejaba la puerta entreabierta. Rebecca sabía que él estaba allí, observándola, y tenía que apretar los ojos de incertidumbre.
Y al mismo tiempo, lo deseaba, lo quería, sentía el impulso de ponerse a danzar en círculos delirantes porque el amor le había caído en el regazo.
Después de pasar unos minutos mirándola dormida, él se marchaba a la otra habitación. Y ella, en muchas ocasiones, comenzaba a llorar en silencio.
Sin embargo, aquella noche los ruidos no eran del piso superior. Un poco asustada, con el teléfono inalámbrico apretado contra el corazón, bajó las escaleras sigilosamente, pensando en si debería avisar a la policía. Antes de hacerlo, vio luz en la sala de estar y, al asomar la cabeza, vio algo que hizo que diera un paso hacia atrás.
Su cabaña de juegos. La cabaña de juguete que le estaba haciendo a Merry había cambiado. Entró a la sala de estar y se dio cuenta de que no era obra de ningún duende, sino que el arquitecto de aquel cambio era Trent. Estaba de pie, de espaldas a ella, sin chaqueta, sin zapatos, remangado.
¡Trent, trabajando en su cabaña!
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó.
Trent se dio la vuelta. Uno de los lados de la camisa se le había salido de los pantalones.
– Yo… eh…
Rebecca se puso en jarras y miró con la cabeza ladeada lo que él había hecho. Su cabañita pintoresca y agradable había cambiado por completo. Tenía dos plantas. Una torrecilla. Rebecca señaló con el dedo hacia la construcción.
– ¿Eso es un puente levadizo?
Él sonrió ligeramente.
– Sí. ¿Qué te parece?
– ¿Que qué me parece? -le preguntó ella, y lo miró fijamente.
Se sentía desaliñada y arrugada con su viejo camisón de franela, mientras él estaba sólo un poco despeinado y con la ropa de diseño descolocada, y completamente concentrado en las renovaciones del proyecto de Rebecca.
Era demasiado. Él era demasiado. Había transformado su humilde cabaña de juegos en algo fantástico.
– ¿Por qué lo has hecho? -le dijo, lanzándole una mirada fulminante-. ¿Cómo has podido hacer esto…? -«¿cómo has podido hacerme esto?».
Trent miró la cabaña, desconcertado.
– ¿No te gusta?
– No, no me gusta. Y no me gusta…
«No me gusta lo que me has hecho. No me gusta que hayas transformado las modestas expectativas que tenía en nuestra relación y me hayas obligado a desear que tú me quieras tanto como yo te quiero a ti».
Mirando su maravillosa y confusa cara, Rebecca estalló en sollozos.
Capítulo 11
Trent se apresuró a consolar a Rebecca.
– Cariño, ¿qué te pasa?
Intentó abrazarla, pero ella sacudió la cabeza y se alejó de él. Las lágrimas se le derramaban de los enormes ojos castaños y él se sentía cada vez más confuso y culpable.
– ¿Es por la cabaña? Si no te gusta, la pondré como estaba de nuevo.
Ella sacudió la cabeza.
– Entonces, la plegaré.
– No, no -dijo ella, con la cara entre las manos-. No importa.
– Rebecca…
– Ve a la cama -respondió ella con la voz ahogada-. 0 ve a trabajar, o márchate a otra cena de negocios. ¡Pero vete y déjame en paz!
– Rebecca, dime lo que ocurre. ¿Qué te pasa? Si no es por la cabaña…
– ¡Sí es la cabaña! -exclamó ella, secándose las lágrimas con la manga del camisón-. Era sencilla, modesta, y ahora es otra cosa completamente distinta por tu culpa.
– Entonces, la dejaré como era.
– No puedes. Ya no puedes transformarla en lo que era antes.
Él asintió.
– ¿Ésta es una de esas veces en las que usar la lógica no es buena idea?
Aquello hizo que a Rebecca se le escapara una carcajada.
– Oh, te odio cuando haces eso.
– ¿Haces qué?
– Hacerme reír. Sobre todo porque quiero estar enfadada contigo, de verdad. Y no me preguntes por qué.
– ¿Por qué?
– Porque las cosas no tenían por qué ser así. Tú no eres como debías ser -le dijo Rebecca mientras se dejaba caer en el sofá.
Trent la siguió y se sentó a su lado.
– ¿Por qué lo has hecho? -le preguntó ella, señalando a la cabaña con la cabeza.
– Cuando llegué a casa no tenía sueño, no podía dormir -le explicó Trent.
Sin embargo, no le dijo que era a causa de la inseguridad y la incertidumbre que le había causado la cena con su madre.
Rebecca se cruzó de brazos.
– Las cosas siempre tienen que ser más grandes y mejores para ti. ¿verdad?
– Pero… no ha sido por eso. Tuve una idea…
– ¿Es que no ves que no estamos bien juntos? Esto mismo lo demuestra. ¡Tú eres un castillo, yo soy una cabaña!
Aquella incongruencia parecía la excusa perfecta para que ella pudiera decir de nuevo que su matrimonio era un error. Aquello hizo que a Trent se le encogiera dolorosamente el estómago. Sin embargo, respiró profundamente y reprimió una repentina explosión de irritación. Creía que sabía lo que estaba sucediendo allí y ella necesitaba su paciencia.
– Rebecca…
– ¡Castillos! -exclamó ella, que estaba comenzando a alterarse de nuevo-. ¡Cabañas!
– Pero las dos cosas son de cartón -respondió Trent, intentando calmarla.
– ¿Cómo?
– Que no importa que seamos castillos o cabañas. Los dos son de cartón.
– No entiendo nada de lo que dices -dijo ella, y de nuevo comenzó a llorar-. Dios mío, no entiendo lo que me está ocurriendo -susurró.
Aquello desarmó a Trent.
– Cariño -le dijo y, aunque ella intentó apartarlo, él consiguió abrazarla Son las hormonas, cariño. ¿No crees?
– ¿Hormonas? -preguntó ella entre lágrimas.
– He echado un vistazo a ese libro sobre el embarazo que te has dejado por ahí. Dice que es muy probable que las cosas más improbables te hagan emocionarte mucho en los momentos más improbables.
– ¿Emocionarme en momentos improbables? ¿Y tú piensas que es eso?
– Claro -dijo él. Dios, ojalá sus problemas pudieran solucionarse con tanta facilidad.
– Me siento muy aliviada -dijo ella. Se arrodilló en el sofá y le tomó la cara entre las manos-. ¡Hormonas! Durante un momento terrible pensé que era el amor -afirmó, y después lo besó.
Fue un beso ruidoso y amistoso, pero suficiente para distraerlo. Lo suficiente para quitarle de la cabeza la palabra que ella había pronunciado. Sólo volvió a su mente cuando Rebecca se sentó de nuevo en el sofá y se alejó de él. ¿Amor? Trent la tomó del brazo.
– ¿Qué has dicho?
– Amor -repitió ella, ruborizada, pero mirándolo a los ojos-. Es una tontería, ¿eh? Ni siquiera debería haberlo mencionado.
– ¿Amor?
– Lo sé, lo sé. No podría ser, por supuesto, porque seamos de cartón o no, tú eres un castillo y yo soy una cabaña, y son dos polos opuestos que no se atraen.
– Cariño, esa frase hecha es incorrecta y, además, nosotros no sólo nos atraemos, sino que además estamos casados.
Pero… ¿amor? Demonios, amor. ¿Por qué seguía saliendo a relucir aquella palabra?
Sin embargo, sin pensar en lo que estaba haciendo, arrastró a Rebecca hasta su regazo. Sin pararse a pensar por qué aquella palabra no dejaba de resonar en su vida y en su mente, inclinó la cabeza y la besó.
Amor.
Rebecca era suave y cálida, y aquel beso no fue de amistad. Él se apropió de sus labios con ternura, al menos, con toda la ternura de la que fue capaz, porque aquella palabra, la palabra amor, sonaba demasiado bella y delicada cuando ella la pronunciaba.
Cuando él alzó la cabeza para tomar aire, la miró a los ojos y le apartó delicadamente el pelo de la frente.
– Y nosotros no somos ni castillos ni cabañas. Somos un hombre y una mujer. Así que vamos, Rebecca, hagamos…
Ella le apretó los dedos contra la boca para impedir que pronunciara la palabra.
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