– Hormonas. Por favor, Trent.

Entonces, él le tomó la mano y las yemas de los dedos una a una.

– Te deseo, Rebecca.

Ella tragó saliva.

– He dormido sola toda la semana, Trent. ¿Por qué?

Él sacudió la cabeza.

– Me he dado una docena de razones, pero ninguna tiene sentido ahora que estás entre mis brazos.

– Entonces, quizá los dos hayamos estado equivocados.

Ella quería decir que pensaba que se había equivocado en cuanto a que lo quería. Trent cerró los ojos con fuerza.

– Ya pensaremos después quién cometió el error. Ahora…

– Hagamos hormonas.

No tenía importancia cómo quisiera expresarlo en aquel momento. Una vez más, él tuvo en la cabeza la otra palabra, y no podía borrársela de la mente. Rebecca había dicho amor. Amor.

Trent tuvo la palabra en la cabeza durante todo el tiempo, en la boca, en la punta de la lengua, mientras la acariciaba, la besaba y exploraba su cuerpo. La tuvo en la cabeza mientras penetraba en su cuerpo y ambos se movían al mismo ritmo hacia el clímax, mientras observaba su piel sonrosada, sus labios hinchados por los besos, sus ojos oscuros que brillaban mientras Trent sentía todo el deseo concentrarse entre sus piernas. Rebecca… y el amor.

Cuando por fin su cuerpo llegó a la cima y llevó a Rebecca con él, ambos gritaron.

«Te quiero».

Aquel sonido los envolvió. Y él podía jurar que uno de los dos lo había dicho en voz alta.

Y por muy bello que fuera aquel momento, y por muy hermoso que fuera aquel sentimiento, Trent esperaba con todas sus fuerzas no haber sido él.


– Tengo algo para ti.

Rebecca se volvió al oír la voz de Trent y abrió unos ojos como platos. Trent Crosby de esmoquin. La única forma de describirlo era… no había forma de describirlo.

Mientras él se acercaba, ella se tiró de la combinación sin tirantes que llevaba puesta. Sobre aquella prenda iría el vestido que había comprado para el Baile del Solsticio de Verano del club. La combinación no dejaba ver nada, al menos no más que el vestido. Sin embargo, cuando Trent se acercó a ella con aquella mirada en los ojos, Rebecca se sintió desnuda. Notó un cosquilleo nervioso en el estómago cuando él le tomó uno de los rizos con los dedos y se lo acarició.

– Eres tan guapa… -susurró Trent.

Ella intentó controlar un escalofrío que quería recorrerle la espalda. Trent era su marido, su amante, el padre de su hijo. No había ningún motivo para que la pusiera tan nerviosa.

Salvo que ella había pronunciado la palabra «amor» cuando se estaba quejando de los cambios que él había hecho en su cabaña. Se le había escapado de la boca, entre las lágrimas, cuando Trent le había dicho que había querido ayudarla leyéndose su libro sobre el embarazo. Él leía sus libros sobre el embarazo.

Notó que se le humedecían los ojos de nuevo al recordarlo.

– Cariño, ¿qué te pasa? -le preguntó él, y le acarició la mejilla con un dedo.

– Nada, es la máscara de pestañas -dijo Rebecca, y parpadeó varias veces para atajar las lágrimas. Y, para distraerlo, le acarició la pechera de la camisa, que era blanca como la nieve-. Has dicho que tenías algo para mí.

Él le atrapó la mano y la arrastró hacia el bolsillo de su chaqueta. Rebecca notó la forma de una caja. De una caja de terciopelo. Y sintió otra oleada de emoción.

– ¿Es para mí?

Nadie le había hecho nunca un regalo en una caja de terciopelo.

Los hombres como Trent regalaban joyas.

– ¿No vas a sacarla? -le preguntó él con una sonrisa en la mirada.

– Claro, sí -dijo ella.

Después se quedó inmóvil, observando fijamente la caja de color azul claro que tenía en la mano.

– Ábrela, cariño. Te ayudaré a ponértelo. Después tengo que marcharme -le dijo Trent, y le alzó la cabeza con un dedo-. No te quedes demasiado atrás.

Iban a ir en coches separados porque él tenía que hacer algunas cosas en el club, relacionadas con su presidencia del comité de nuevos socios. Ella había preferido arreglarse con más calma e ir un poco más tarde. Rebecca respiró profundamente y abrió la caja. Miró el collar que había dentro y después miró a Trent, maravillada.

– No parece algo que tú elegirías -le dijo. No sabía qué era lo que se esperaba, pero aquello no era ni grande ni llamativo.

Él se encogió de hombros.

– Pero sí parece algo que tú te pondrías.

Rebecca se lo acercó a la cara para mirarlo con más atención. Era una delicada cadena de platino, y de ella colgaba…

– Un ángel -dijo asombrada, levantándolo con el dedo.

Un ángel diminuto, con la cabeza redonda y el cuerpo triangular, y las preciosas alas hechas con finas tiras de platino y piedras transparentes.

– Son diamantes -le dijo Trent-. Pero mira el halo. Ésa es mi parte favorita. ¿Ves la letra que forma el halo?

Rebecca asintió.

– Es una «e» -respondió.

Él sonrió.

– «E» de Eisenhower.

– Oh -dijo ella, y los ojos se le llenaron de lágrimas otra vez.

Trent se rió.

– Vas a conseguir que piense que no te gusta mi regalo.

– Me encanta tu regalo. Pónmelo, por favor -susurró ella.

Trent obedeció y ella se dio la vuelta para mirarse al espejo. Sus ojos se encontraron en el reflejo.

– Es precioso, Trent. Gracias, de verdad -le dijo con sinceridad.

Él sonrió.

– De nada, de verdad -respondió, y miró la hora en su reloj de muñeca-. Será mejor que me vaya. Estoy impaciente por verte a ti, y ver tu vestido nuevo, en el club.

– Y al ángel Eisenhower -añadió Rebecca, acariciando el colgante. Se puso de puntillas y lo besó ligeramente en los labios.

Trent le cubrió el vientre con la palma de la mano. Él nunca la había acariciado de aquella manera, como si estuviera acariciando a su hijo. Ella tragó saliva.

– Y al ángel Eisenhower -confirmó Trent mirándola intensamente.

Después, se fue.

Mientras ella sacaba el vestido del armario, sintió un ligero dolor en la parte baja de la espalda.

– Estúpidas sandalias de tacón -murmuró, mirándose el calzado.

Eran unas sandalias difíciles de usar para una persona que estaba acostumbrada a llevar calzado plano y cómodo de enfermera. Pero Rebecca suponía que unos zuecos planos de enfermera quedarían ridículos con el vestido de color turquesa de seda que se había comprado.

Trent estaba acostumbrado a mujeres que podían llevar zapatos sofisticados con vestidos sofisticados a los bailes elegantes de su club.

Mientras se ponía el vestido, volvió a sentir aquel dolor en la espalda, pero no le prestó atención y se miró al espejo. Esperaba que Trent la encontrara sofisticada y pensara que había elegido bien su atuendo para asistir a aquel baile.

Al otro lado de la habitación, el teléfono sonó. Rebecca se miró de nuevo al espejo para hacerse una inspección final antes de responder la llamada.

– Porque no quiero fallarle a Trent -le dijo a su reflejo.

Capítulo 12

Pero fallarle a Trent era algo que le pesaba a Rebecca en la conciencia cuando se apresuraba a entrar al Tanglewood Country Club. Caminaba hacia el sonido de la orquesta, que estaba tocando algo lento y soñador en el salón de la fiesta, que estaba frente a la entrada del restaurante. La llamada que había recibido justo después de ponerse el vestido nuevo era del hospital. Habían tenido que ingresar a Merry de nuevo, y la niña preguntaba por la enfermera Rebecca.

Aunque Trent, al que había avisado por teléfono, la había animado a que visitara a Merry de camino al club, Rebecca había tenido que esperar a que instalaran a la niña en su habitación, y eso la había retrasado demasiado. Mientras pasaban los minutos, Rebecca notaba que la tensión le atenazaba los músculos de la nuca. El baile de aquella noche iba a ser la primera aparición de Trent con su esposa en un evento social del club, y ella sabía que era algo importante para él.

Cuando entró por la puerta de la sala, se detuvo a observar la preciosa decoración. Había velas y flores por todas partes y el conjunto creaba un ambiente mágico. Recordando una vez más que llegaba muy tarde, siguió avanzando por la estancia y, al hacerlo, una ráfaga de aire caliente y húmedo le golpeó la cara. Sintió otra punzada de dolor, más fuerte que ninguna de las anteriores, centrada en la parte baja de la espalda, y se acaloró. Casi mareada por aquella combinación, se detuvo de nuevo, buscando a Trent por la sala, entre la multitud.

De nuevo, los músculos de la espalda se le contrajeron dolorosamente cuando lo vio. Tenía a una mujer alta entre los brazos, una maravillosa rubia con un vestido de lentejuelas y un collar de diamantes muy diferente del sencillo colgante que llevaba Rebecca.

Aun así, Trent era su marido. El padre de su hijo. Ella apretó la mano contra el ombligo y tomó aire. Después, siguió sorteando las mesas hacia él. Sin embargo, el calambre se repitió y se transformó en un dolor intenso que no cesaba. Tenía que quitarse aquellos zapatos. Tenía que refrescarse con un vaso de agua.

Siguió moviéndose, intentando no pensar en que el sonido de la sala le resonaba salvajemente en la cabeza.

De nuevo sintió otro espasmo, pero en aquella ocasión, el dolor le atenazó el vientre y la pelvis. Rebecca se agarró al borde de una mesa mientras el dolor la retorcía y notaba una sensación líquida entre las piernas. Con un sudor frío recorriéndole la espalda, gritó:

– ¡Trent, Trent! -mientras buscaba con la mirada a su marido-. ¡Trent!

Entonces, lo vio de nuevo. Aún estaba en la pista de baile, pero se había separado de aquella belleza rubia que era mucho más que Rebecca… salvo la madre de su hijo.

Cuando otro espasmo la obligó a inclinarse hacia el suelo, sintió un terrible pánico.

Quizá no iba a ser la madre del niño de Trent, después de todo.


Trent era muy bueno en momentos de crisis. Todo el mundo lo había dicho siempre, y todo el mundo lo comentó en el club aquella noche. Alabaron su calma mientras se acercaba a toda prisa a la pálida y temblorosa Rebecca, la sacaba de la sala, le entregaba las llaves a un mozo y esperaba a que le llevaran el coche a la puerta.

– Vas a ponerte bien, cariño -le dijo a Rebecca mientras la ayudaba a sentarse en el coche y la envolvía en su chaqueta-. ¿Estás segura de que no necesitamos una ambulancia?

– No, no necesitamos una ambulancia -afirmó ella.

Por encima de su chaqueta negra, la cara de Rebecca era una mancha pálida. Aquella visión le encogió el estómago. Cuando la había dejado aquella noche en casa, ella tenía los ojos brillantes como estrellas y, sin embargo, en aquel momento parecía que todas las estrellas se habían caído del cielo.

– El hospital…

– No. Tampoco necesitamos ir al hospital. La hemorragia ya ha cesado. El médico me ha dicho que me fuera a casa y que pusiera los pies en alto. Quizá esto no sea nada. Lo único que podemos hacer en este momento es esperar.

Trent se deslizó en su propio asiento y arrancó el coche. El problema de todo aquello era que, aunque él era bueno en las crisis, no era tan bueno esperando.

Mientras conducía, miró a Rebecca y vio que había cerrado los ojos.

«Bien. Descansa, mi amor». La chaqueta se le había resbalado un poco a Rebecca, y él vio que ella se había colocado una mano sobre el pecho y que agarraba en el puño el ángel que él le había regalado.


Durante las siguientes horas, Trent aprendió mucho sobre su mujer.

Que tenía tanta calma en las crisis como él.

Que su indefectible corrección le ponía nervioso.

Que su independencia le ponía nervioso.

Que su silencio le ponía nervioso, sobre todo cuando le dijo que se iba a dormir y él supo que era una mentira, que estaba tumbada junto a él en el colchón, despierta y callada.

Tan callada…

A las tres de la mañana, Trent se rindió, soltó una maldición entre dientes y encendió la lámpara de la mesilla de noche.

– Diría que siento haberte despertado -le dijo a Rebecca-, pero sé que no estabas dormida.

Ella se apartó el pelo de la cara y lo miró, en silencio, con calma.

A él también le puso nervioso aquello. Quería que hablara, que llorara, que se lamentara, que mostrara algún tipo de emoción, que compartiera aquella emoción con él.

– Todo va a salir bien -dijo Trent, cuando no pudo soportar más el silencio.

Ella sacudió la cabeza.

– ¿A qué te refieres? -le preguntó. Su voz tenía un ligero tono de angustia, así que carraspeó-. Apaga la luz, Trent -dijo Rebecca, y le volvió la cara-. Por favor, apaga la luz y déjame dormir.

¿Qué podía hacer él, salvo obedecer?

En algún momento antes del amanecer se quedó dormido. Cuando se despertó, eran más de las siete y estaba solo en la cama. La puerta del baño contiguo se abrió y la mirada de Trent saltó hasta Rebecca.