– Desde luego que sí -respondió una de las enfermeras de la UCI-.

Le prometo que cuidaremos de ella, señora Clarke.

Page esbozó una sombría sonrisa y, volviéndose hacia Allyson, se inclinó sobre ella y la besó con ternura.

– Siempre te querré, mi niña bonita, siempre te querré.

– Era una cancioncilla que solía cantarle de niña y que quizá ahora perviviese en algún rincón de su memoria.

Las lágrimas cegaban sus ojos cuando dejó la sala, tras haber librado una dura batalla consigo misma para apartarse del lecho de Allyson.

Era indeeiblemente doloroso saber que tal vez no volvería a verla con vida, y sin embargo, como ella misma se recordó varias veces, no había alternativa.

Tenían que operar a Allyson o su última esperanza se esfumaría.

Trygve la esperaba en el pasillo, y al verla le dio un vuelco el corazón.

Llevaba escrito en el rostro todo lo que acababa de pasar.

Era un espectro viviente.

Thorensen había vislumbrado a la muchacha en el instante en que entró Page, y también él se descompuso.

Chloe no había resultado una visión grata, pero aquello era mucho peor.

Además, tras oír el dictamen médico pensaba que había bastantes probabilidades de un desenlace fatal, aunque se abstuvo de comentarlo en voz alta.

– Lo siento, Page -musitó, y abrió sus brazos para que ella desahogara su pena.

Ella lloró y lloró.

No podía hacer otra cosa.

Aquélla fue para ambos la noche más aciaga de sus vidas, una noche poblada de pesadillas sin fin.

Trygve todavía tenía a Chloe en el quirófano.

Una enfermera le había dicho poco antes que la intervención progresaba sin novedad, pero que duraría unas horas más.

La recepcionista entregó a Page los formularios que debía firmar y, una vez los hubo cumplimentado, Thorensen propuso que bajasen a tomar un café.

– No podría beberlo.

– Pues pide un vaso de agua.

Necesitas un cambio de escena, Page.

Tienes por delante un día muy largo.

– Eran ya las cuatro de la mañana y el neurocirujano les había anunciado que la operación de Allie podía prolongarse entre doce y catorce horas-.

Deberías ir a casa y descansar un rato -sugirió Thorensen, francamente preocupado por ella.

Habían intimado más en las tres últimas horas que en los ocho años anteriores, y Page agradecía aquella solicitud.

Sin el apoyo de Trygve se habría vuelto loca.

– No me moveré del hospital -dijo con determinación-, pero acepto ese café.

Thorensen lo comprendió.

él tampoco habría dejado a Chloe.

Pero, en su caso, Nick estaba en casa para hacerse cargo de Bjorn.

Antes de irse les había contado a los dos todo lo que sabía, y además les telefoneaba periódicamente.

Page, en cambio, debía ocuparse de Andy, el cual podía angustiarse mucho sin su madre y su hermana.

¿Con quién has dejado a tu hijo? -preguntó Trygve en la cafetería, entre sorbo y sorbo de un café vomitivo.

– Con Jane Gilson, nuestra vecina.

Andy le tiene mucho afecto, no se inquietará cuando despierte.

Además, es inevitable.

Tengo que estar aquí, en el hospital.

Dentro de unas horas habré de espabilarme para comunicar con Brad.

Es la primera vez en dieciséis años que sale de viaje sin dejarme un número de teléfono.

– Siempre ocurre lo mismo -se lamentó Trygve-.

En cierta ocasión Dana fue a esquiar a casa de unos amigos y también olvidó apuntarme su número.

Naturalmente, en aquellos tres días Bjorn se perdió, Nick se fracturó un brazo y Chloe cayó en cama con neumonía.

Lo pasé de lo más divertido.

Page sonrió al imaginar el cuadro.

Thorensen era un hombre estupendo, y con ella se había sincerado.

Pero todavía tenía dificultad para asimilar lo sucedido.

– No sé cómo voy a decírselo a Brad.

Allie y él están muy compenetrados.

Será muy duro para él.

– Es un infierno para todos.

No puedo quitarme de la cabeza al pobre conductor.

¡Figúrate cómo se sentirán sus padres! Tuvieron oportunidad de verlo una hora más tarde, cuando los Chapman llegaron al Hospital de Marín.

Eran una atractiva pareja de cincuentones.

Ella tenía canas de peluquería, y el señor Chapman parecía un banquero.

Page les vio abalanzarse sobre el mostrador de recepción, exhaustos y demudados.

Eran las seis en punto de la mañana y habían pasado la noche en la carretera procedentes de Carmel, donde les avisaron de la hecatombe.

Todavía no la habían asumido del todo.

Phillip era su único hijo, y además tardío, nacido tras varios intentos infructuosos.

Fue el sol de su existencia, razón por la que no habían querido que estudiara en una universidad del Este.

No soportaban la idea de separarse de él, y ahora, irónicamente, no podía estar más lejos.

Se había ido de sus vidas para siempre.

La señora Chapman escuchó el informe del médico con la cabeza baja y sordo llanto, pero su marido, que la tenía asida por el hombro, lloró inconteniblemente cuando les dijeron que Phillip había muerto instantáneamente a causa de un impacto que le había desnucado, fracturando las vértebras cervicales que unen la columna al cráneo.

Luego les informaron que se habían detectado pequeños índices de alcohol en su sangre, insuficientes para considerarlo legalmente ebrio, pero que podían haber afectado la lucidez de un chico tan joven.

Aunque no le achacaron de forma expresa la responsabilidad del accidente, pues subsistían los interrogantes sobre el quién y el porqué, la insinuación quedó en el aire, y los Chapman se horrorizaron.

El analista les dijo que la conductora del otro coche era la esposa del senador Hutchinson y que estaba desesperada por lo acaecido.

Pero eso no les sirvió de ayuda: Phillip había muerto, y saber con quién había chocado no se lo devolvería.

De pronto, el pesar de la señora Chapman se transformó en cólera ante aquellas veladas acusaciones de que Phillip había bebido.

Preguntó si se había examinado también a la conductora del otro coche, y le respondieron que no.

Los policías encargados del caso tenían la absoluta certeza de que estaba sobria.

No hubo la menor sospecha al respecto.

Tom Chapman, por su parte, se fue encendiendo a medida que escuchaba.

La actitud general le parecía exasperante.

Era un prestigioso abogado y la idea de que su hijo hubiese sido analizado y sutilmente difamado -mientras la mujer del senador gozaba de completa inmunidadle parecía una injusticia del peor calibre.

No pensaba tolerarlo.

¿Qué pretende decirme, que porque mi hijo tenía diecisiete años y bebió media copa de vino, o su equivalente, es el presunto responsable del accidente? Y sin embargo, una mujer adulta que podría haber abusado del alcohol mucho más que él, con la consiguiente embriaguez y pérdida de facultades, está por encima de la ley sólo porque se ha casado con un político.

¿Es eso? El señor Chapman se estremecía de dolor y de rabia al increpar al joven doctor que acababa de decirle que Laura Hutchinson no había pasado la prueba de la alcoholemia sencillamente porque la policía daba por cierta su sobriedad.

– ¡No se atreva a insinuar que mi hijo estaba borracho! -rugió, y su mujer rompió a llorar.

Su ira era una pantalla contra la pena inconsolable que sentían-.

Es una burda calumnia.

Usted mismo ha dicho que el análisis demuestra que se hallaba muy lejos de los baremos legales de embriaguez, que lo que bebió fue inapreciable.

Conocía a mi hijo.

Apenas probaba el alcohol, o lo hacía de forma esporádica y con moderación y, ciertamente, nunca cuando conducía.

Ahora ya no volvería a hacer ni una cosa ni otra.

De súbito, la indignación de Tom Chapman se disipó al tomar conciencia de lo ocurrido.

Deseaba culpar a alguien, herir a los demás tanto como lo estaba él.

Deseaba que la responsabilidad recayera en la otra conductora, no en su hijo.

Pero, aún más, deseaba que el accidente no hubiera ocurrido.

¿Por qué habían ido a Carmel? ¿Por qué le dejaron solo y se fiaron de él? No era más que un muchacho, casi un niño, y ahora todo había terminado.

Las lágrimas fluyeron copiosamente, y Chapman se volvió hacia su esposa con la desesperación dibujada en la cara.

Por un instante aquel tempestuoso estallido le había ayudado a mitigar el dolor, pero ahora volvió a desatarse en toda su magnitud.

Mientras se dirigía con su mujer hacia la sala de urgencias, ambos lloraron amargamente y la coartada de las recriminaciones fue olvidada.

Un fotógrafo les tomó una instantánea mientras esperaban en la entrada de la sala.

El destello del flash les desconcertó.

Era tanto lo que habían pasado, que aquello parecía tan sólo otro momento incomprensible.

Pero cuando advirtieron que la prensa les había fotografiado, la intrusión les enfadó; en medio de su aflicción se les sometía también a la indignidad.

Tom Chapman se congestionó y pareció que iba a agredir físicamente al tipo de la cámara, pero no lo hizo.

Estaba muy convulsionado, pero era una persona razonable.

Aquel incidente hizo comprender a los Chapman que, debido a la identidad de la otra conductora, su agonía se transformaría en un gran acontecimiento.

Era un notición, algo candente con lo que azuzar a la opinión pública.

¿Fue culpable la esposa del senador, o meramente una víctima inocente que salió bien parada? ¿El chico Chapman fue el único res ponsable de la tragedia? ¿Conducía ebrio? cEra un irresponsable, o sólo un joven inexperto? ¿Acaso Laura Hutchinson andaba metida en algo turbio? ¿Iba drogado alguno de los involucrados? El hecho de que hubiera fallecido un chico de diecisiete años, destrozando la vida de sus padres, que otra quedara lisiada y una tercera medio muerta no eran sino pienso fresco para la prensa, y más aún para la nnamarilla".

Los Chapman eran la estampa de la desolación cuando abandonaron el hospital, aunque lo más terrible fue ver a su hijo Phillip.

Mary Chapman jamás olvidaría el horror del momento en que les mostraron su cuerpo lívido, tumefacto, tan mortalmente rígido.

Ellos se desgarraron al contemplarle.

Tom sollozó abiertamente y Mary se inclinó sobre el cadáver, tocó su cara con infinita dulzura y le besó.

Pensó en la primera vez que le había visto, diecisiete años atrás, al acunarle en sus brazos y experimentar la inmensa felicidad de ser madre.

Siempre lo recordaría, eso era algo que el tiempo no podría quitarle, pero la muerte le había arrebatado a Phillip.

No volvería a reír, a correr por el césped, a cerrar de un portazo al salir de casa ni a contarle chistes.

No volvería a sorprenderla con alguna de sus ingenuas travesuras o sus bromas entrañables.

No volvería a regalarle flores.

No crecería ante sus ojos hasta hacerse un hombre cabal.

Su imagen quedaría eternamente congelada en aquel cuerpo de descorazonadora rigidez, privado de alma.

A pesar del amor que le prodigaban, y que él había correspondido, en un instante fugaz e, inesperado, Phillip se había marchado de sus vidas.

Todo aquello hizo que el siguiente acoso de los periodistas, fuera ya del centro, les repugnara todavía más.

Consciente de lo que iba a ocurrir, Tom Chapman se juró a sí mismo que Phillip no cargaría con las culpas de la tragedia.

Si era necesario, reivindicaría el nombre de su hijo.

No permitiría que la memoria de Phillip fuese mancillada en titulares tendenciosos, ni utilizada para proteger a la mujer del senador, o bien para salvaguardar el puesto de Hutchinson en las próximas elecciones.

Chapman tenía la total seguridad de que su hijo había actuado intachablemente, y no iba a consentir que nadie sugiriese lo contrario.

Así se lo dijo a su esposa en el coche, camino de casa, pero ella no le oyó.

Estaba demasiado absorta recordando el rostro de su hijo cuando le dio el último beso.

La noche fue interminable para todos.

Mientras esperaban que saliesen del quirófano sus respectivas hijas, Page y Trygve tuvieron la sensación de haber pasado la vida entera en aquel hospital.

– No puedo dejar de pensar en las alternativas -comentó Page en voz baja al despuntar sobre Marín los primeros rayos de sol, un signo que ella intentó interpretar como de buen augurio.

Amanecía otro espléndido día primaveral.

Sin embargo, la tibieza del clima no la estimuló.

En su corazón se había instalado el invierno, con la nieve, el hielo y todo cuanto tiene de inhóspito-.

Resuenan en mi cabeza las palabras del doctor Hammerman, la perspectiva de que el cerebro no se restablezca, que Allie quede seriamente aquejada de deficiencias físicas o mentales.