– Eso es distinto -afirmó Page, aunque no estaba muy segura.

En realidad no había ninguna diferencia-.

¿La echa mucho de menos? Sentía compasión por Bjorn.

El abandono debía de ser particularmente penoso para un chico como él, con sus limitaciones de entendimiento.

– ¡No! -exclamó Andy-.

Me ha contado que era antipática con él.

Su padre le trata mucho mejor.

A mí me cae de maravilla, es un tío genial.

– Page hizo un gesto de asentimiento, y el pequeño, alzando la cabeza, la miró con ojos llorosos-.

¿Va a dejarnos papá para irse a Inglaterra? -Claro que no -negó, aliviada de que no le hubiese preguntado sobre su relación con Trygve-.

¿Por qué habría de hacerlo? -No lo sé.

Como la madre de Bjorn se ha instalado allí…

Pero ccrees que se irá de casa? Aunque era enemiga de las ocultaciones, Page pensó que no podía ser más explícita.

Habría sido demasiado brutal para Andy y para todos los demás.

– No, creo que no.

– Era la primera vez que le mentía, pero no tenía otra opción.

Cuando hubo acostado al niño, su madre le pidió que, si no era mucha molestia, le preparara una taza de té a la menta, y que después le llevase a su hermana una infusión de manzanilla y una botella de agua Evian.

– Será un placer -respondió Page con una sonrisa cínica.

Eran tan estereotipadas…

Maribelle encarnaba a la madrastra malvada y Alexis era una de sus inútiles hijas.

Page, como siempre, se adjudicaba el papel de Cenicienta.

CAPITULO XII

El resto de la semana fue una repetición de lo mismo.

Page continuó pasando los días en el hospital mientras Andy estaba en la escuela, y sus parientes neoyorquinas hicieron la ronda de las boutiques y de los grandes almacenes de San Francisco.

Recorrieron Hermes, Chanel, Tiffany, Cartier, Saks, y arrasaron en I.

Magnim.

Se arreglaron el cabello en Mr.

Lee y almorzaron en Trader Vic, Postrio y el restaurante terraza de Neiman Marcus.

Algún que otro día, iniciaron la jornada con una visita de cinco minutos a Allie.

Tras el impacto de la primera mañana, Alexis dijo que se sentía de nuevo acatarrada y no quería ocasionarle complicaciones a Allyson, de manera que aguardaba en la recepción del hospital.

Pero su madre subía valientemente a la planta y, durante aquellos cinco minutos escasos, incluso cotorreaba con Page en la cabecera de la enferma.

Hablaba de sus planes inmediatos y trataba de persuadir a su hija de que las acompañase.

Y el fin de semana insistió en invitar a cenar a Page y Brad.

Page intentó decírselo a Brad en una de las raras conversaciones que mantuvieron.

Era ya viernes por la tarde y empezaba a preguntarse cuándo se marcharían Alexis y su madre, que tanto habían enrarecido la atmósfera desde su llegada.

Brad había aprovechado su presencia para desaparecer diariamente.

No había cenado en casa ni una sola noche, y solía llegar de madrugada para volver a irse muy de mañana, antes de que ellas se levantasen.

Hubo una noche en la que ni se presentó ni telefoneó.

– Quiere llevarnos a cenar a algún sitio -explicó Page, esforzándose en no perder los nervios y hacerle una escena a Clarke por la noche que había pasado fuera sin avisar-.

Para ser sincera, no sé si podré soportarlo.

– Esta vez ha venido más tratable -dijo él.

– ¿En serio? ¿Y tú cuándo lo has constatado -le espetó Page-, en los cuatro segundos que tardaste en acarrear sus maletas, o en los pocos minutos que les has dedicado desde entonces? ¿Cómo demonios sabes el humor que gastan? No te hemos visto el pelo desde el domingo.

– ¡Por Dios, Page, no te dispares! ¿Qué esperabas que hiciese, convertirme en la niñera de tu madre? Han venido para ver a Allie.

Las visitas a su hija era algo que Brad también espaciaba cada vez más, con la excusa de que estaba muy ocupado.

– No es a Allie a quien quieren ver -replicó Page con sarcasmo-, sino a Chanel, Hermes y Cartier.

En ese aspecto, su estancia ha sido muy fructífera.

– Quizá deberías haber ido con ellas -replicó él-, y ahora estarías de mejor talante.

Dios sabe que no te sentaría mal parecerte un poco a tu hermana.

Se arrepintió en el momento mismo en que pronunció aquellas palabras, pero ya no podía desdecirse.

Page rió con amargura.

– En el cuerpo de mi hermana no queda ni una sola fracción o parte original.

Si a todo lo que tú aspiras en la vida es a un maniquí de plástico hueco, te la regalo -le espetó Page, pues le había herido el comentario de Brad.

Llevaba tres semanas de guardia constante en el hospital y era consciente de su desaliño, mas no tenía tiempo, energías ni ganas de enmendarlo.

Consideraba su propio aspecto muy secundario.

Lo único que quería era que Allie saliera del coma.

Al fin, Brad convino en que irían a cenar juntos el sábado.

Fueron al centro de San Francisco, al Mason de Fairmont.

Page se había recogido el abundante cabello rubio hacia atrás, en una coleta, vestía un traje negro liso e iba sin maquillar.

Su cara era un vivo reflejo de la infelicidad y desolación que sentía.

Alexis, por el contrario, llevaba un modelo Givenchy de seda blanca que resaltaba su estilizada figura, con un profundo escote que exhibía generosamente los injertos de silicona.

– Estás arrebatadora -piropeó Brad a su cuñada, quien le respondió con una fría sonrisa.

A Alexis solamente le preocupaba su apariencia, cómo le caía la ropa y poca cosa más.

Su propio marido lo sabía.

En ella no latía una mujer, era tan sólo una silueta y un rostro perfecto, primorosamente decorado.

En la mesa, la madre insinuó la posibilidad de quedarse una semana más.

Page se puso histérica al oírla.

Había sido su criada durante siete días, preparándoles manzanillas, té, litros de Evian, fomentos calientes, fomentos fríos, desayunos, comidas, cenas, sábanas limpias y almohadas, e incluso había tenido que salir a una hora intempestiva para comprarle una manta eléctrica a su madre.

En contrapartida, ellas no contestaban al teléfono, no se servían ni siquiera un vaso de agua, no habían sido capaces de encender los televisores de sus cuartos, y ninguna de las dos sabía relacionarse con Andy.

Eran tan superfluas como siempre.

En una semana habían visto a Allie un total de tres veces que, cronometradas, no habrían sumado ni siquiera quince minutos.

Las predicciones que Page le hizo a Trygve se estaban cumpliendo al pie de la letra.

– Quiero que volváis a casa el lunes mismo -proclamó con voz firme.

Su madre se horrorizó.

¿Cómo vamos a dejarte sola con Allyson? -dijo.

Page guardó silencio.

Brad estuvo muy gentil con las dos y en especial con Alexis, que apenas abrió la boca.

Tan pronto como regresaron a casa y despidieron a la canguro, Clarke anunció a su mujer que él también se iba.

– ¿A las once de la noche? Page se llevó un sobresalto, pero no tenía motivo.

Brad no había pisado el hogar en varios días, según lo que parecía ser su nuevo estilo de vida.

En el plazo de tres semanas se había desmadejado todo el entretejido de su matrimonio.

Así pues, se contentó con mirarle y asentir.

– Lo lamento, Page -quiso justificarse Clarke-.

Vivo acorralado entre la espada y la pared.

– Sí -replicó ella, desabrochándose la cremallera del vestido-.

Así mismo está Allie.

– Lo de Allie no tiene nada que ver.

Sin embargo, ambos sabían que era el eje de todo.

El accidente les había hecho pedazos, y cada día resultaba más obvio que no se recompondrían.

Page se recluyó en el cuarto de baño.

Cuando salió, Brad ya se había marchado.

Se acostó y permaneció despierta largo tiempo.

Ültimamente padecía de insomnio.

Tuvo el impulso de llamar a Trygve, pero no le pareció oportuno.

No quería saltar de un hombre a otro.

Por la mañana, durante el desayuno, su madre le remachó cuán afortunada era de tener a Brad.

Page se bebió el café sin pronunciar palabra.

La otra insistió en que Brad se había revelado como un hombre de bien y un excelente marido.

Page fue a visitar a Allyson y dejó a Andy con sus invitadas, pese a las protestas de ambas porque no sabrían qué hacer si surgía algún contratiempo.

– ¿Y si necesita ir al baño? -preguntó su madre llena de pánico.

Era inconcebible que se sintiera tan indefensa después de tener dos hijas y haber estado casada con un médico.

– Está crecidito, mamá.

Se las arreglará solo.

Si te empeñas, incluso preparará la comida de los tres.

A Page le divertía pensar que su hijo de siete años tenía mejores aptitudes que ellas, y efectivamente así era.

Aquella tarde tuvo ocasión de hablar con Trygve y le dijo lo harta que estaba, harta y abatida.

Le resultaba muy penoso tener en casa a su madre y su hermana.

Ella misma percibía cómo, poco a poco, le iban desmoralizando.

– ¿Qué es lo que tanto te altera? -preguntó Thorensen.

Siempre que las mencionaba, Page podía pasar de la más fina ironía a una honda depresión.

– Todo.

Lo que son y lo que nunca serán, lo que hacen y lo que omiten.

Están podridas tanto una como la otra, y me disgusta su mera presencia.

Detesto incluso que se acerquen a mis hijos.

– No pueden ser tan viles.

A Trygve le sorprendía la fuerza que Page imprimía a sus críticas.

Era evidente que en su familia había alguna lacra que la perturbaba profundamente.

– Ellas fueron la causa primera de que me viniese a vivir a California.

Coyunturalmente lo hice por Brad, pero habría dejado Nueva York de todos modos.

Quería alejarme de mi familia.

Y me salió bien.

– Era indiscutible que, hasta cierto punto, se había casado con Clarke por este motivo, y al principio había sido una solución óptima-.

Ahora también él me da quebraderos de cabeza, y empiezo a cansarme.

Su comportamiento me agobia y está trastornando a Andy.

Es una crueldad.

– Lo sé -asintió Thorensen-, Andy se confió con Bjorn la última vez que se vieron.

Dijo que desde el accidente os pasáis la vida riñendo, y teme que su hermana esté más grave de lo que le habéis contado.

– Mi madre no deja de repetirle que Allie se recuperará.

Me saca de quicio.

Page posó los ojos en su amigo, y él pudo advertir lo destrozada que estaba.

Era mucho más que agotamiento.

Tres semanas vividas en aquella agonía eran demasiado extenúantes para no dejar una profunda huella en cualquier persona, y en Page su marca se hacía patente.

– Quizá ha llegado el momento de que se vayan.

Si aquél era el efecto que sus parientes producían en Page, la medida se había colmado.

Pero Trygve no podía ayudarla a librarse de ellas.

Era un compañero invisible, cuya existencia ni siquiera conocían.

– Así se lo dije anoche, pero mi madre afirmó que no puede dejarme sola con Allie.

Page rió al recordar aquel desatino.

Thorensen la arropó en sus brazos y la besó.

– Siento mucho lo que estás pasando.

La angustia por Allie es más que suficiente sin tener que añadir nuevos engorros.

– A veces creo que el destino me está poniendo a prueba, o algo parecido.

Y voy a suspender el examen -dijo Page con lágrimas en los ojos.

Trygve la atrajo hacia sí y volvió a besarla en aquella desierta sala de espera de la UCI.

– Yo pienso que no sólo aprobarás, sino que sacarás matrícula de honor.

– Eso demuestra lo ignorante que eres -bromeó ella.

Se enjugó el llanto, apoyó la cabeza en el pecho de Trygve y cerró los ojos, apesadumbrada porque la situación no tenía visos de mejorar-.

Estoy cansada de todo…

¿Es que nunca va a acabar, Trygve? -De momento no existía ninguna salida sencilla para sus problemas, y ambos eran conscientes.

– Dentro de un año recordarás todo esto y te preguntarás cómo pudiste sobrellevarlo.

¿Crees que viviré tanto tiempo? dijo Page, solazada por tener un hombro donde cobijarse.

Thorensen la estrechó aún más y le habló con dulce firmeza.

– Yo cuento contigo, Page…

y no soy el único.

Ella asintió, y estuvieron un rato abrazados en silencio antes de que Page regresara junto a Allie.

El teléfono estaba sonando cuando entró en casa unas horas después.

Era una conocida de la ciudad a la que no veía desde hacía meses.

Allyson y su hija habían asistido juntas a la escuela de danza dos años atrás y, aunque no eran íntimas, se profesaban mutuo afecto.