Page guardó la ensalada y la carne en la nevera y luego volvió al dormitorio.

Eran las seis y media.

Su esposo había terminado de hacer el equipaje y estaba casi vestido para salir hacia el aeropuerto.

Llevaba un conjunto de chaqueta cruzada azul marino y pantalones beige, y se había dejado abierto el cuello de la camisa, también azul, lo que le daba un aspecto juvenil y seductor.

Al mirarle, Page se sintió de repente vieja y cansada.

Brad vivía en el mundo, tomaba iniciativas, trataba a nuevos clientes, cerraba negocios y departía con otros adultos.

Ella, en cambio, no hacía más que planchar camisas y perseguir niños.

Trató de expresarlo con palabras mientras se lavaba la cara y se peinaba.

Brad soltó una risotada al escucharla.

– Sí, claro, tú eres una inútil.

Sólo gobiernas la casa mejor que nadie, cuidas con devoción a nuestros hijos y los del prójimo y, en los ratos libres, pintas murales para la escuela y todos tus conocidos, aconsejas a mis clientes cómo deben decorar el despacho o a las amistades cómo reformar sus hogares.

Y, en el ínterin, aún te ves con ánimos de pintar algún cuadro.

Me avergüenzo de tener una mujer tan abúlica, Page.

Brad estaba bromeando, pero lo que decía era verdad, y Page lo sabía.

Sin embargo, ella lo encontraba tan insignificante como si de veras no desarrollase ninguna actividad.

Quizá se debía a que siempre que ejecutaba alguna obra era por encargo de un amigo, o como favor.

Hacía años que no cobraba por su tarea artística, desde que había finalizado sus estudios en la escuela de arte y trabajado como aprendiz en Broadway.

Estaban ya a años luz los tiempos en que había pintado decorados, diseñado escenografías y, para una producción del off off Broadway, incluso le habían consultado sobre el vestuario.

Ahora se limitaba a disfrazar a sus hijos en Halloween…

o al menos así era como ella lo vivía.

– Créeme -prosiguió Brad tras dejar la maleta en el pasillo y estrecharla de nuevo en sus brazos-, me encantaría cambiarme por ti y no tener que pasar la velada del sábado en el avión de Cleveland.

– Lamento haberme quejado -se disculpó Page.

Su vida era más relajada que la de su marido, de eso no había duda.

Si podía vivir tan acomodada era gracias a Brad.

Él trabajaba duro para mantenerles, y siempre salía triunfante.

Los padres de Page habían reunido un buen patrimonio, pero los de Brad no tuvieron ni un centavo hasta el día de su muerte.

Todo cuanto había conseguido se lo ganó él a pulso, sudándolo.

Se había labrado un porvenir peldaño a peldaño, a fuerza de trabajo, de una labor bien hecha.

Un día, probablemente, dirigiría la agencia donde estaba empleado.

Y si no era ésta, llevaría otra.

Era un profesional muy cotizado y admirado, y sus jefes se desvivían por tenerle contento.

Esta noche, por ejemplo, viajaría en primera clase, y en Cleveland se alojaría en el Tower City Plaza.

No podían correr el riesgo de que se hartara de ellos, o quemara sus naves, o que recibiera una oferta más tentadora.

– Volveré el martes por la noche.

Te llamaré más tarde.

Fue hasta las habitaciones de los chicos y besó a Allyson, que parecía toda una mujer con el suéter de cachemira rosa de su madre y un ligero maquillaje.

El suéter en cuestión tenía cuello redondo y manga corta y completaban el arreglo una falda blanca más bien corta y la rubia melena suelta sobre los hombros.

El pelo le llegaba casi hasta la cintura, y caía en una insinuante cascada que enmarcaba su rostro y flotaba como un halo en tomo a su figura.

– ¡¡Caramba! ¿Quién será el afortunado galán? Era imposible no reparar en ella o en su apariencia.

Su belleza era insuperable.

– El padre de Chloe -repuso Allyson con una sonrisa.

– Espero que no se haya aficionado a las jovencitas, porque de lo contrario no te dejaré salir con él.

¡Estás irresistible, princesa mía! ¡ Vamos, papá! -La chica puso los ojos en blanco, violentada pero también complacida porque su padre la veía guapa y le prodigaba piropos.

Brad nunca le regateaba elogios, ni a su madre, ni a Andy-.

Ese hombre es un vejestorio.

– ¡Bien! Muchas gracias por el cumplido.

Creo que Trygve Thorensen es dos años más joven que yo.

Brad tenía cuarenta y cuatro, aunque no los aparentaba.

– Ya me has entendido.

– Sí, por desgracia te entiendo muy bien.

En fin, mi niña, haz el favor de portarte bien con tu madre.

Nos veremos el martes.

– Adiós, papá, que te diviertas.

– ¡Desde luego! Voy a hacer estragos en Cleveland.

¿Cómo quieres que lo pase bien sin vosotros tres? -¿Te vas ya, papá? -Era Andy, que había asomado la cabeza por debajo de su brazo para arrimarse a él.

Estaba muy apegado a su padre.

– Sí.

Y te dejo a ti al mando.

Por favor, ocúpate de mamá.

El martes por la noche me presentarás un informe y me dirás si las señoras han obedecido tus órdenes.

Andy obsequió a Brad con una sonrisa desdentada.

Era feliz cuando su padre delegaba poderes en él.

Le hacía sentirse importante.

– Esta noche llevaré a mamá a cenar una pizza -proclamó solemnemente.

– Vigila que coma con prudencia, no vaya a empacharse.

– Con tono de complicidad, Brad añadió a su joven lugarteniente-: Ya sabes, como Lizzie.

¡ Oh, no! Andy hizo una mueca de asco y todos rieron.

El niño siguió a sus padres hasta la puerta de la calle.

Brad fue al garaje en busca del coche, lo detuvo frente a la casa, metió con cuidado el equipaje en el maletero y abrazó a su mujer y su hijo.

– Os echaré de menos.

Sed buenos -dijo, sentado de nuevo al volante.

– Lo seremos -prometió Page sonriente.

Por mucho que lo intentaba, no lograba habituarse a las despedidas.

Era más fácil cuando se iba el domingo por la noche.

Aquello formaba parte de la rutina.

Pero hoy se sentía estafada.

Había contado los minutos que faltaban para verse con él, y ahora la abandonaba.

Además, pese a la asiduidad de sus viajes, no podía dejar de pensar en los peligros.

¿Qué pasaría si algún día sufría un percance? ¡Y si…? Nunca podría sobreponerse a su pérdida.

– Cuídate -balbuceó, inclinada sobre la ventanilla del asiento delantero para darle un último beso.

Debería haberle acompañado al aeropuerto, pero Brad quería disponer de un coche a su vuelta y el martes Page tendría una tarde demasiado complicada para pasar a recogerle, así que era mejor esta solución-.

Te quiero.

– Y yo a ti -repuso él, ladeando el cuello para decir adiós a Andy, que estaba detrás de su madre.

Page retrocedió unos pasos, el coche arrancó y Andrew y ella agitaron la mano hasta que hubo desaparecido.

Eran exactamente las siete menos cinco.

Entraron en casa, los dos cogidos de la mano, y Page volvió a sentirse sola, aunque esta vez se rebeló.

Era una estupidez.

Una mujer hecha y derecha no tenía que depender tanto de su esposo.

Además, volvería al cabo de tres días.

Cualquiera diría, a juzgar por su decaimiento, que Brad iba a pasar un mes ausente.

Allyson ya estaba arreglada y tan radiante como cabía esperar.

Había embellecido sus pestañas con una ligera pincelada de rímel, y sus labios con un brillo rosa pálido que apenas se notaba.

Era la imagen de la frescura, la exuberancia y la juventud.

Sí, era la juventud en su momento más exquisito.

Tenía la misma edad de las modelos que aparecían en la portada de Vogue, y en ciertas facetas, o Page así lo veía, las superaba a todas.

– Pásalo muy bien, cielo.

Quiero que estés en casa a las once.

Era el toque de queda usual, y Page lo defendía con firmeza.

¡Mamá! -Sabes muy bien que las once es una hora absolutamente razonable.

Acababa de cumplir quince años, y a Page no le gustaba que anduviese por las calles más tarde.

– ¿Y si la película aún no ha terminado? -Te concedo una prórroga hasta las once y media.

Después de esa hora, olvídate de la película.

¡ Mil gracias! -De nada.

¿Te acercamos en coche a casa de Chloe? -No hace falta, iré andando.

Hasta luego.

Se marchó sin más, mientras Page iba al dormitorio para recoger el suéter y el bolso.

Sonó el teléfono.

Era su madre, que la llamaba desde Nueva York.

Le explicó que la había pillado a punto de salir a cenar con Andy, y que ella le telefonearía al día siguiente.

Cuando Page y Andy se instalaron en el coche, provistos de sus respectivos enseres, Allyson seguramente ya estaba con Chloe.

– Y bien, caballerete, ¿adónde vamos, al Domino o al Shakey? -Al Domino.

La vez anterior estuvimos en Shakey.

– Me parece bien.

Page encendió la radio del coche y dejó que Andrew escogiera la música.

El niño seleccionó la emisora de rock que sabía que escuchaba Allyson.

Para ser un chaval de siete años tenía gustos musicales muy extravagantes, influenciado, cómo no, por su hermana mayor.

Llegaron al restaurante en cinco minutos.

Page se sentía ya más animada.

Su crisis de melancolía había cedido, y pasó una velada muy agradable con su hijo.

Siempre estaban bien juntos.

Andy le habló de sus amigos, de lo que hacían en la escuela, y le comentó que cuando fuera mayor había decidido hacerse maestro.

Al preguntarle Page el motivo, contestó que porque le gustaba rodearse de críos pequeños y tener unas largas vacaciones en verano.

– O quizá sea una figura del béisbol, de los Giants o los n Mets.

– Será un brillante futuro -bromeó Page.

Era un niño ingenuo, simpático, con el que daba gusto charlar.

¿Mamá? -Dime.

– ¿Tú eres artista? -Más o menos.

Lo fui en su día, pero hace mucho tiempo que no ejerzo seriamente.

– Me encanta el mural que pintaste en la escuela -afirmó Andy tras unos segundos de reflexión.

– Me alegro.

A mí también me gusta, y es un trabajo del que guardo un buen recuerdo.

Es probable que haga otro.

El niño quedó satisfecho.

Tras terminar las pizzas, él se encargó de pagar la cuenta, aunque se dejó asesorar para la propina.

Luego rodeó con el brazo el talle de su madre y se encaminaron juntos hacia la camioneta, aparcada enfrente del local.

Diez minutos más tarde estaban en casa.

Andrew se bañó y luego se tumbó en la cama de Page para ver la televisión.

Al poco rato empezó a adormecerse y ella le dejó, besándole y arrullándole con ternura.

Tenía unos siete años muy desarrollados, pero todavía era su bebé, y siempre lo sería.

A su manera, incluso All_son conservaba una faceta infantil.

Tal vez era algo consustancial a los hijos, sea cual fuere su edad.

Page sonrió al pensar en ella, en su suéter prestado de cachemira, en lo preciosa que estaría en la cena con los Thorensen.

Pensó también en Brad.

Al comprobar el contestador automático, descubrió que su marido le había dejado un mensaje.

Sabía que no estaban en casa, pero llamó desde el aeropuerto para decirle que la amaba.

Acto seguido, Page vio una película en la televisión.

Estaba cansada y se le cerraban los ojos, pero quería esperar levantada a Allie.

Aún no había llegado a esa fase en la que uno da por cierto que el hijo volverá.

Necesitaba una seguridad total, así que se sentó en el lecho y aguardó.

A las once dieron el noticiario.

Aquel día no había sucedido nada extraordinario, y Page constató aliviada que no se habían registrado catástrofes en ningún punto del país.

Siempre que Brad viajaba, se ponía en tensión temiendo que le ocurriera algo.

No era el caso.

El locutor informó de los cotidianos tiroteos de Oakland, guerras de bandas rivales, insultos entre políticos y un incidente menor en una planta purificadora de aguas.

Aparte de estas generalidades, en el puente de Golden Gate se había producido un accidente que obligó a cortar el tráfico, pero no era un problema que pudiera afectar a Page.

Brad estaba en el aire, Allyson cenaba con los Thorensen, y Andy dormía a pierna suelta junto a ella.

Gracias a Dios, tenía a sus polluelos bien localizados.

Era reconfortante.

Consultó el reloj en espera de Allyson, que debía aparecer a las once y media.

Eran las once y veinte y Page, que conocía a su hija, sabía que cruzaría el umbral a y veintinueve, resoplando, con la mirada expectante, la melena desaliñada…

y probablemente con una terrible mancha de salsa de espagueti en su suéter rosa de cachemira.