– Lo sé.
Ella era una calamidad, pero siempre ha dicho que tú tienes estilo.
– Quizá sí.
Una misma no puede juzgarse.
Unas veces me pesa el trabajo, y otras me entrego con pasión.
– A los nadadores nos pasa lo mismo -comentó Phillip, antes de proponer que fuesen al centro a tomar un cappuccino -.
Podríamos aparcar en Union Street, dar una vuelta y meternos en alguna cafetería.
¿Qué os parece? -Es una buena idea -repuso Jamie.
– Una idea buenísima -terció Chloe.
Por un instante, Allyson sintió una oleada de resquemor.
En casa no sabían una palabra.
Pero, a fin de cuentas, no harían daño a nadie.
En Union Street no pasaba nada extraño, y un café no era exactamente un alucinógeno.
– Estoy de acuerdo, a condición de que me dejéis en casa antes de las once y media -dino, e mtento despreocuparse.
– Entonces, vamos allá.
Phillip dejó una propina sustanciosa y volvieron al automóvil, estacionado delante de Luigi's.
Chapman explicó al grupo que aquél era el coche de su madre.
Por lo general le hacían conducir un destartalado utilitario, pero tenía un aspecto tan innoble que había requisado el Mercedes, otro vejestorio de quince años, aprovechando que sus padres habían ido a pasar el fin de semana a Pebble Beach.
Atravesaron el puente Golden Gate, pagaron el peaje y se dirigieron al este por Lombard Street, y al sur por Filmore, en dirección de Union.
Tras un buen rato de búsqueda encontraron un aparcamiento y pudieron pasear al fin entre tiendas y restaurantes.
Era un sábado muy concurrido, hacía una noche espléndida y era un placer estar allí.
Allyson se sintió toda una mujer paseando por las calles con el brazo de Phillip alrededor de su hombro.
Era alto, subyugador, y le contó todos sus proyectos estu diantiles.
Acababan de aceptarle en la UCLA y esperaba con gran ilusión el mes de septiembre.
Al principio se había empeñado en ir a Yale, pero sus padres le disuadieron de estudiar en el otro extremo del país.
Eran ya mayores, y él su único hijo, así que preferían tenerle un poco más cerca.
Phillip dijo que la U C LA era una buena universidad y sugirió a Allyson que fuese a visitarle en el otoño, después de instalarse.
A ella, la idea la encandiló.
Sin embargo, no imaginaba cómo iba a explicarlo en casa.
Se rió al pensarlo, y Chapman lo entendió.
– Para ser la primera noche, temo que me estoy precipitando.
¿Te apetece un café? Phillip se mostró comprensivo en muchas otras cuestiones y, sentados en la terraza de un café, saboreando sus cappuccinos, Allie supo que había empezado a calar hondo en sus sentimientos.
En cierto momento se inclinó sobre la mesa para susurrarle algo, y sus labios casi se tocaron.
La presencia de Chloe y Jamie apenas se notaba, enfrascados como estaban en su propia conversación.
En la cafetería no tomaron bebidas alcohólicas, y emprendieron el regreso a las once menos cinco.
Caminaron lentamente hacia el coche, porque sabían que a esa hora ya tardía no tendrían problemas en llegar antes de que sonara el toque de queda de Allyson.
– Lo he pasado muy bien -le dijo tiernamente a Phillip mientras se ajustaba el cinturón.
– También yo.
él sonrió, pero parecía tan mayor que Allie barruntó si la citaría para otro día o sólo trataba de ser amable.
Era difícil adivinarlo, y lamentó no conocerle mejor.
El Mercedes recorrió despacio y con suavidad Lombard Street, camino del Golden Gate.
Hacía una noche mágica.
Parecía que todas las estrellas del cielo destellaban al mismo tiempo.
La luna reverberaba en las aguas, y las luces de la bahía brillaban de un modo especial.
La brisa era tibia y acariciadora como nunca lo es en San Francisco, y la niebla nocturna se había evaporado.
Se desplegaba ante ellos el panorama más romántico que Allyson había visto jamás, o al menos que recordase.
– ¡Es maravilloso! -susurró al enfilar el puente.
En el asiento trasero se oyeron risas.
– ¿Os habéis abrochado los cinturones? -preguntó Phillip, serio una vez más, pero Jamie le mandó a paseo.
– Ocúpate de tus asuntos, Phillip Chapman.
– Si no os los ponéis, en cuanto hayamos pasado el puente pienso pararme en el arcén.
Por favor, hacedme caso.
No se oyó el chasquido de ningún cierre metálico.
De hecho, lo que se produjo fue un significativo silencio, y Allyson no quiso girar la cabeza para mirarles.
Con una sonrisa tensa, miró a Phillip.
– ¿Qué harás mañana por la noche, Allyson? -preguntó entonces.
– No lo sé…
Verás, es que los domingos no me dan permiso para salir.
Quería ser completamente sincera con Phillip.
No era una estudiante de preuniversitario, sino una adolescente de quince años que vivía conforme a ciertas normas, le gustasen o no.
Había disfrutado cada segundo de aquella noche, pero le incomodaba tener que escabullirse de casa y hacer algo prohibido.
Le encantaba la perspectiva de que él conociera a su familia, pero no volvería a mentir para poder verle, al margen de las decisiones que tomara Chloe respecto a su Jamie.
A Phillip no pareció contrariarle mucho la negativa.
Sabía la edad de Allie, pero ella demostraba una madurez inusual y además era un auténtico bombón.
Había disfrutado de su compañía, y estaba dispuesto a someterse a ciertas reglas para consolidar su amistad.
– Mañana por la tarde tengo entrenamiento.
A lo mejor podría pasar luego por tu casa, si no te importa, y quedarme un rato, saludar a tus padres…
¿te parece bien? -¡Magnífico! -exclamó ella con entusiasmo-.
¿De verdad no te molesta? -Phillip meneó la cabeza y le dedicó una mirada que la derritió por dentro-.
He pensado que tal vez…
Bueno, para ti todo esto debe de ser más fastidioso que un dolor de muelas.
– Sabía a qué me exponía cuando te pedí que saliéramos.
Me extrañó que tus padres no exigieran conocerme, y enton ces supuse que les habías engañado.
Pero no podemos vivir así siempre.
– No -convino Allyson, tranquilizada por su actitud-, no podemos.
Yo, al menos, soy incapaz.
Si se enterasen de esta aventura me matarían.
– Y mi madre me asesinará cuando averigüe que le he robado el coche, si es que llega a saberlo.
Phillip Chapman hizo una mueca de picardía que dio a su rostro una expresión aniñada.
Ambos rieron.
Habían hecho una golfería y lo sabían, pero en el fondo eran buenos chicos.
No pretendían perjudicar a nadie, fue todo un juego presidido por el buen humor y sus ganas de vivir.
Habían atravesado ya más de medio puente.
Jamie y Chloe se arrullaban en el asiento de atrás, con murmullos salpicados por lapsos de silencio.
Phillip acercó a Allyson hacia sí tanto como se lo permitía el estrecho cinturón.
Ella se lo había aflojado, e incluso hizo ademán de soltarlo, pero él no lo consintió.
Apartó los ojos de la carretera una fracción de segundo, dirigió a la muchacha una mirada fija, penetrante, y entonces, al centrar de nuevo su atención en la calzada, lo vio.
Demasiado tarde.
No divisó sino un fuerte resplandor, un relámpago de luz que se precipitaba sobre ellos y estallaba casi en sus rostros.
Allyson estaba mirando a Phillip cuando se produjo el choque, y los de atrás ni siquiera vieron nada.
Al zigzag luminoso le sucedió un retumbo de trueno, un estrépito de metal y una explosión de cristales que se expandió por todas partes.
Fue el fin del mundo en un instante, aquel en que ambos coches chocaron, se incrustaron uno en otro y empezaron a girar vertiginosamente como dos toros enloquecidos mientras alrededor otros vehículos viraban con brusquedad para esquivarles, sonaban cláxones, chirriaban frenos, estallaba un último fragor y, de repente, volvía la calma.
Ambos coches quedaron convertidos en un amasijo de cristales rotos y hierros retorcidos.
Se oyó un grito en la noche, más cláxones en la distancia, y por fin el eco chillón y quejumbroso de una sirena.
Remisos al principio y luego cada vez más impulsivos, los ocupantes de los otros coches se apearon y echaron a correr hacia aquellas informes carrocerías que habían quedado empotradas, unidas en la muerte, congeladas en un rictus de terror como una compacta bola de acero, una masa letal.
La gente acudió mientras el ruidoso lamento de las sirenas se aproximaba.
Era impensable que alguien hubiese sobrevivido.
CAPITULO III
Dos hombres fueron los primeros en acercarse a los restos del vetusto Mercedes.
Era evidente que el Lincoln negro lo había embestido frontalmente.
El motor estaba hecho trizas y ambos coches parecían haberse fundido en uno.
Excepto por el color, era casi imposible distinguirlos.
Una mujer caminaba anonadadamente a escasos metros del siniestro, murmurando consigo misma y sollozando, pero al parecer ilesa, y algunos testigos fueron a atenderla mientras aquellos dos hombres examinaban el Mercedes plateado.
Uno de ellos blandía una linterna y vestía toscamente; el otro, un joven con pantalones vaqueros, se había presentado como médico.
– ¿Ve usted algo? -preguntó el de la linterna, y sintió un escalofrío al mirar dentro del Mercedes.
Había visto muchos horrores en su vida, pero ninguno comparable a éste.
mismo había estado a punto de chocar contra otro coche al hacerse bruscamente a un lado.
El tráfico se había detenido en todos los carriles y nadie circulaba por el puente.
De momento, y pese al potente foco de luz, en el interior del vehículo no había más que confusión.
Estaba todo tan triturado y comprimido que no podía distinguirse si había alguien dentro.
De pronto le vieron.
Tenía la cara cubierta de sangre, el cuerpo embutido en un espacio reducidísimo, el cráneo empotrado contra la portezuela y la nuca torcida en un horrible ángulo.
Obviamente había muerto, aunque el médico le buscó el pulso para cerciorarse.
– El conductor ha fallecido -dijo con serena profesionalidad.
El de la linterna enfocó la parte trasera y el haz tropezó con los ojos de un joven.
Estaba consciente y alerta, aunque se limitó a mirar la linterna sin despegar los labios.
– ¿Estás bien, muchacho? Jamie Applegate asintió con la cabeza.
Tenía un corte en la ceja y se había golpeado la frente contra algo, probablemente contra la cabeza de Phillip.
Se le veía un poco aturdido, pero por lo demás parecía indemne, lo cual resultaba milagroso.
El hombre de la linterna intentó abrir la portezuela, pero estaba todo tan desencajado que no lo consiguió.
– La policía llegará en unos minutos, hijo -dijo pausadamente.
Jamie volvió a asentir.
No podía articular palabra y era obvio que estaba desorientado.
Se quedó mirando, inexpresivo, a los dos voluntarios, y el de la linterna consideró que como mínimo sufría una conmoción.
El médico había retrocedido para observar a Jamie a través de la ventanilla y darle ánimos, cuando oyeron un profundo gemido en el mismo asiento, cerca de él, seguido de un grito agudo que degeneró en aullido.
Era Chloe.
Jamie giró el cuello y la miró, sin comprender cómo había ido a parar allí.
El doctor rodeó el coche a toda prisa y el de la linterna enfocó a la chica desde donde estaba en el otro lado.
Entonces pudieron comprobar su situación.
Había quedado atenazada entre los asientos frontal y trasero, pues aquél había sido lanzado hacia atrás con la fuerza y la masa del Lincoln, que había estrujado el respaldo contra su regazo.
Sus piernas no eran visibles desde fuera.
Prorrumpió en un llanto histérico, inconsolable pese a las palabras tranquilizadoras de los dos hombres, balbuceando que no podía moverse y quejándose de terribles dolores.
Jamie continuó vuelto hacia ella y con la mirada perdida, masculló unas palabras ininteligibles a Phillip.
– Aguantad un poco -aconsejó el de la linterna-.
La ayuda no puede tardar.
Todos oían la proximidad de las aullantes sirenas, pero los sollozos de Chloe eran aún más audibles.
– Estoy inmovilizada…
No puedo respirar…
– Jadeaba sin resuello, asfixiándose a causa del pánico.
El joven médico se centró en ella y le habló con sosiego: -Estás perfectamente, no te pasa nada.
Te sacaremos de aquí en un minuto, pero ahora debes respirar despacio, tranquila.
Vamos, toma mi mano.
Estiró el brazo y cogió la mano de la chica.
Vio que la tenía manchada de sangre allí donde había tocado las piernas, pero la linterna no pudo revelarle la magnitud de las heridas.
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