Lo único alentador era que estaba consciente y hablaba.

Por muy dañadas que tuviera las piernas, seguía viva, y no había razón para pensar en un desenlace fatal.

El hombre de la linterna les privó de ella unos instantes: Acababa de vislumbrar a una muchacha inconsciente en la parte delantera.

Al principio era poco menos que invisible, ya que se hallaba hundida en su asiento y medio sepultada bajo un amasijo de metal.

Pero, al examinar a Chloe, de repente habían percibido su cara y una rubia melena.

El doctor permaneció junto a Chloe, hablándole y prestándole consuelo, mientras su espontáneo ayudante trataba de abrir la portezuela para liberar a la joven que yacía aprisionada bajo el salpicadero.

Fue inútil.

La puerta estaba abollada, atascada sin remedio, y la chica del asiento frontal no hizo tampoco el menor movimiento cuando él coló la mano por la ventanilla e intentó tocarla.

El médico, tras echarle un somero vistazo, expresó su temor de que hubiera muerto como el conductor.

No obstante, dejó al otro hombre al cuidado de Chloe y fue a comprobarlo.

Se sorprendió al detectar un asomo de pulso en el cuello, tan débil y discontinuo como la exangüe respiración.

Tenía la cabeza y el rostro empapados de sangre, el cabello totalmente apelmazado, su suéter había adquirido tonos púrpuras, presentaba numerosos cortes y magulladuras en la piel y resultaba patente que en la colisión había sufrido una grave herida craneal.

Su vida, ahora tan frágil, pendía de un delgado hilo, y el facultativo creyó poco probable que durase mucho tiempo.

No podía hacer nada por ella y, en el peor de los casos, no disponía de medios para realizar una reanimación cardiopulmonar.

Estaba en una postura muy forzada y obviamente había experimentado lesiones terribles, quizás irreparables.

No tenía otra opción que observarla desde el exterior con una sensación de impotencia.

Así las cosas, el médico concluyó que los dos jóvenes del asiento delantero eran casos perdidos.

La pareja de atrás, en cambio, había sido muy afortunada.

– ¡Dios! Tardan una eternidad -se quejó entre dientes el hombre de la linterna, contemplando el dantesco espectáculo.

El foco de luz iluminaba claramente la carnicería.

Las dos chicas parecían sangrar profusamente.

– Siempre da esa sensación -dijo el doctor con aplomo.

Diez años atrás había conducido una ambulancia en Nueva York durante su época de residente, y había visto muchas miserias humanas en las carreteras, las calles y los guetos.

También había asistido a partos en callejones pestilentes, pero sobre todo presenciado escenas como aquélla, donde por lo general no había supervivientes-.

Estarán aquí enseguida.

El otro hombre sudaba profusamente, afectado por los chillidos de Chloe.

Además, no se atrevía a mirar la desfigurada cara de Allyson.

Ni siquiera estaba seguro de que perdurase algún rasgo.

Finalmente llegaron los auxilios: dos coches de bomberos, una ambulancia y tres coches de la policía.

Varias personas habían llamado para informar del terrible accidente, otras se habían acercado a los dos vehículos y averiguado que en el más pequeño viajaban cuatro pasajeros, y que dos de ellos estaban gravemente heridos.

La conductora del Lincoln resultó milagrosamente incólume, a excepción de cuatro arañazos y moretones, y lloraba histéricamente a un lado de la calzada, consolada por un desconocido.

Tres bomberos y dos agentes corrieron hacia el Mercedes, junto con la pareja de enfermeros.

Los demás policías se ocuparon de organizar el tráfico, que comenzó a rodar a marcha lenta, por un solo carril, sorteando los dos vehículos siniestrados.

La presencia de los coches policiales había aumentado todavía más el caos y el atasco, y el tráfico que fluía en sentido norte avanzaba con dificultad entre los dos automóviles siniestrados y el despliegue oficial; al pasar sus ocupantes contemplaban el desastre.

– ¿Qué tenemos aquí? -preguntó el agente que comandaba la patrulla, dando un repaso y frunciendo el entrecejo al reparar en Phillip.

– No hay nada que hacer -contestó el médico, y el enfermero lo confirmó.

Todo había terminado.

Una vida se había ido, segada en un suspiro.

No importaba lo joven que fuese, ni lo inteligente y amable, ni tampoco cuánto le querían sus padres.

Había muerto sin motivo, absurdamente.

Phillip Chapman había dejado de existir a los diecisiete años, en una fragante noche de sábado de abril.

– No hemos podido abrir ninguna portezuela -explicó el médico, tras identificarse como Adam Stone-.

La chica del asiento trasero está atrapada y creo que ha sufrido serias lesiones en las extremidades inferiores.

El chico presenta un cuadro mejor.

– Señaló a Jamie, que todavía les miraba como atontado-.

Es víctima de un fuerte shock y debemos trasladarle al hospital para ponerle en observación, pero por los síntomas confío en que se recuperará.

Tiene una conmoción pasajera.

Los enfermeros metieron la mano para tantear a Allyson, mientras los bomberos llamaban a la unidad de salvamento con cinco hombres de refuerzos.

No sería fácil sacarles del automóvil.

– ¿Y la muchacha del asiento frontal, doctor? -Me temo que no se salvará.

– En todo aquel tiempo no había dejado de tomarle pulso, y estaba viva, pero se la veía desmejorar y, hasta que llegase el equipo pesado, no podrían evacuarla.

Aun así, los enfermeros prepararon un suero intravenoso, y uno de ellos ajustó una almohadilla al respaldo para salvaguardar su ya maltrecha cabeza-.

Al parecer tiene una lesión craneal -dictaminó Stone-, y sólo Dios sabe qué heridas internas.

Allyson estaba enterrada bajo una montaña de chatarra, la mayor parte de su cuerpo era inaccesible y aparentaba haberse roto en mil pedazos.

Sus expectativas de supervivencia parecían ínfimas.

En ese momento Chloe empezó a chillar de modo alarmante.

No se sabía si había oído los comentarios sobre sus amigos, o si los dolores habían recrudecido.

Fue imposible razonar con ella.

Apenas tenía conciencia de dónde estaba o de lo sucedido, sólo se quejaba de sus laceradas piernas y de la espalda.

Aunque daba pena oírla, el equipo médico consideró esperanzador que conservara la sensibilidad.

En muchos accidentes las víctimas apenas sienten dolor porque se habían seccionado la columna vertebral.

– Vamos, princesa, enseguida te sacaremos.

Resiste un poco más.

Antes de lo que piensas, estarás en casa -la animó un bombero.

Entretanto, la patrulla de carreteras consiguió forzar la portezuela de Phillip con una palanca.

Extrajeron su cuerpo delicadamente y pidieron ayuda a un bombero para depositar el cadáver en una camilla de ruedas.

Lo cubrieron con una sábana y lo transportaron hasta la ambulancia.

Los curiosos observaron la operación cariacontecidos y algunos no pudieron contener el llanto al comprender que el joven había fallecido.

Eran lágrimas de consternación y duelo por un perfecto desconocido.

La eliminación de la puerta permitió al médico entrar en el vehículo para evaluar el estado de Allyson.

No auguraba nada bueno; su respiración era cada vez más irregular.

Los enfermeros aplicaron una cánula por vía traqueal y la sujetaron a la bolsa conectada al tubo de oxígeno.

El médico sabía que el aire bombeado alimentaba directamente los pulmones, pero también sabía, igual que los enfermeros, que el suero y la respiración asistida no eran más que un auxilio circunstancial.

La muchacha tenía los brazos tan deshechos que ni siquiera admitían una toma de presión sanguínea, aunque el doctor Stone tampoco la necesitaba.

Veía lo que estaba ocurriendo.

La accidentada se les escapaba de las manos y, si no la liberaban pronto, moriría.

Quizá la posibilidad de salvarla fuera nula de todos modos, pero Stone advertía su extrema juventud y quería ayudarla a vivir.

– Venga chica, venga.

No me falles ahora.

– Sus palabras eran casi una plegaria, pero se hicieron perentorias cuando se volvió hacia el auxiliar y ordenó-: Dele más oxígeno.

Observaron, tensos, el efecto, y los enfermeros añadieron una nueva sustancia al suero.

Pero se agarraban a un clavo ardiendo.

Si no la trasladaban enseguida al hospital, no sobreviviría.

Oyeron por fin el rugiente motor de la unidad de salvamento.

Un equipo de cinco hombres saltó de su interior y corrió hacia el lugar.

Calibraron la situación en un segundo, celebraron una breve consulta con el personal sanitario y pasaron a la acción.

Chloe había empezado a sufrir vahídos y un bombero le suministraba oxígeno por la ventanilla abierta.

La primera en la labor de rescate sería Allyson, que estaba casi muerta y no tenía esperanzas a menos que la liberasen de aquella prisión de acero en cuestión de minutos, quizá de segundos.

La condición de Chloe era también apurada, pero no corría tanto peligro.

Además, no podrían moverla hasta que desalojasen el asiento delantero y a Allyson con él.

Mientras un hombre estabilizaba el vehículo con cuñas y calces, un segundo profesional deshinchó de forma simultánea los neumáticos y otros dos se dedicaron, a la velocidad del rayo, a eliminar los trozos de cristal aún adheridos.

El quinto conferenció con los agentes y el personal médico que había en la escena, y luego fue a reunirse con sus compañeros para ayudarles a retirar el cristal trasero.

A los tres jóvenes ocupantes les habían tapado cuidadosamente con piezas de lona, de tal manera que no pudiera lastimarles alguna astilla suelta.

El parabrisas requirió la participación de tres hombres, y un cuarto provisto de un hacha de cabeza plana que desprendió los contornos.

La placa saltó al fin, la doblaron casi como si fuera una manta y la deslizaron debajo del coche con mano experta, con una precisión y una soltura similares a las que desplegaría en el escenario un cuerpo de danza de primera categoría.

Apenas habían transcurrido unos minutos desde su aparición en el lugar.

Stone al verles actuar, pensó que si Allyson sobrevivía sería gracias a su trabajo tan diligente y a sus reflejos, dignos del mejor cirujano.

Con la lona principal extendida aún encima de Allyson, uno de los hombres entró en el automóvil, quitó las llaves del contacto y cortó los cinturones de seguridad.

Luego, todos en grupo, empezaron a trabajar en el techo con una cortadora hidráulica y sierras manuales.

Provocaron un ruido atronador.

Jamie gimió lastimeramente y Chloe volvió a chillar, pero Allyson no se inmutó y los enfermeros continuaron oxigenándola.

Al cabo de unos momentos habían desprendido el techo del vehículo, perforado la portezuela con un taladro e insertado en ella una viga hidráulica para abrirla.

Aquella máquina pesaba alrededor de cuarenta kilos y tenían que sujetarla entre dos hombres, además de ser tan ruidosa como una perforadora.

Jamie lloraba abiertamente, aunque el clamor del aparato ahogaba sus sollozos y los gritos de Chloe.

Sólo Allyson permanecía ajena a toda su odisea.

Uno de los enfermeros se había tendido junto a ella en el lado del conductor, desde donde supervisaba el suero y el conducto del aire y comprobaba su respiración.

Allyson respiraba muy precariamente.

Suprimieron la portezuela y se aplicaron con ahínco a apartar el salpicadero.

Para lograrlo se requirieron tres metros de cadena y un sólido gancho.

Antes de que lo separasen del todo, los enfermeros colocaron una tabla bajo el cuerpo de Allyson a fin de mantenerla inmovilizada.

En cuanto la hubieron afianzado, el coche se desmembró: el frontis desgajado, el techo arrancado y las puertas fuera.

Por fin, la moribunda podía ser trasladada.

Los enfermeros se abalanzaron sobre ella y todos pudieron ver la gravedad de sus lesiones.

Se diría que había recibido el golpe en la zona frontal y parietal del cráneo.

Su cabeza debió de rebotar como una canica al colisionar con el Lincoln; el cinturón de seguridad estaba tan flojo que era prácticamente como no llevarlo.

Todos los efectivos se concentraron en trasladarla, con mucha suavidad, a la camilla.

La presteza era esencial, pero cada movimiento tenía que ser infinitamente delicado y planearse de un modo milimétrico, so pena de agravar su estado.

La unía a la vida un frágil suspiro cuando el jefe de los enfermeros dijo “Adelante" y echaron a andar, procurando evitar movimientos bruscos, hacia la ambulancia.

Acababan de presentarse otras dos ambulancias y los camilleros recién llegados atendieron a Chloe y Jamie.