A las doce en punto de la noche, la ambulancia abandonó el puente a toda velocidad con el cadáver de Phillip, Allyson y el joven doctor Stone.

Un agente de policía se ofreció a llevarle el coche hasta el hospital de Marín.

Stone no quería que la accidentada viajase sin más compañía que los enfermeros, aunque sabía que poco podía hacerse por ella.

La chica debía someterse a neurocirugía con urgencia, pero entretanto él quería estar a su lado.

Seguía creyendo que no viviría.

Sin embargo, siempre quedaba un resquicio de duda.

Si surgía la mínima posibilidad, Adam Stone quería estar allí para ayudarla.

En el Golden Gate se habían congregado, además del contingente anterior, una cuarta ambulancia y otros dos coches de bomberos.

La circulación hacia Marín aún discurría por un solo carril y el puente continuaba cerrado en dirección a San Francisco.

– ¿Cómo está? -preguntó un bombero, refiriéndose a Chloe, mientras los enfermeros esperaban que el equipo de rescate terminara su trabajo.

Tenía una abundante hemorragia en ambas piernas y una crisis de histerismo.

Le habían inyectado suero y, cada vez que trataban de moverla, se desmayaba.

– Pierde el conocimiento a cada instante -explicó un camillero-.

Dentro de un momento la habremos sacado.

Para liberarla tenían que quitar el asiento de delante, que estaba trabado en todos los ensamblajes.

La moderna maquinaria lo hizo jirones al levantarlo en el aire y luego lo depositó en el asfalto.

Diez minutos después quedaban al descubierto las piernas de Chloe, machacadas, rotas, con fracturas múltiples en ambas extremidades y los huesos casi al descubierto.

Cuando la izaron tan suavemente como pudieron, recostada en una tabla, Chloe se desvaneció del todo.

La segunda ambulancia arrancó con las sirenas aullando en la noche, y los bomberos ayudaron a Jamie a salir del coche.

Libre de trabas, en cuanto se vio de pie en el asfalto se echó a llorar espasmódicamente y se agarró a sus salvadores como un niño presa del pánico.

– Todo va bien, chico, tranquilízate.

Había vivido una horrible tragedia y todavía estaba confundido y trastocado.

No podía comprender lo ocurrido.

Lo instalaron en la última ambulancia y también le llevaron al hospital de Marín.

En ese momento llegó una furgoneta de la televisión; llegaba tarde, pero el bloqueo del tráfico había sido inexpugnable.

– ¡Dios, odio las noches como ésta! -comentó un bombero a otro -.

De buena gana prohibiría a mis hijos que salgan de casa.

Ambos menearon la cabeza, atentos al equipo técnico que se esforzaba en desenmarañar la masa de acero para poder remolcar los dos coches y despejar el carril.

Una cámara de televisión filmó toda la maniobra.

A todos sorprendió que el Mercedes hubiera quedado tan destruido.

Pero era un modelo antiguo, y debió de chocar con el Lincoln en un mal ángulo.

De haber sido un coche de chapa más fina, habrían muerto los cuatro pasajeros y no sólo Phillip.

La otra conductora, aún trastornada, se había sentado en el arcén y recibía el consuelo de una desconocida.

Llevaba un vestido negro y una capa blanca.

Estaba desgreñada y pálida, pero no se le apreciaban manchas de sangre.

Incluso la capa blanca se conservaba impoluta, lo cual era casi incongruente habida cuenta de la condición en que quedaron los jóvenes del Mercedes.

– ¿No deberían reconocerla en el hospital? -preguntó un bombero a un agente policial.

– Dice que se encuentra bien.

No hay heridas externas.

Ha tenido una suerte insólita, aunque está muy trastornada.

La muerte del chico la ha afectado terriblemente.

Enseguida la acompañaremos a casa.

El bombero asintió, estudiándola desde lejos.

Era una mujer atractiva y elegantemente vestida que rondaba los cuarenta.

Dos mujeres estaban pendientes de ella y alguien le había ofrecido una botella de agua.

Vertía sus lloros silenciosos en un pañuelo y sacudía la cabeza, incapaz de creer lo que había sucedido.

¿Tiene idea de lo ocurrido? -preguntó un periodista a un bombero.

El hombre se encogió de hombros.

No simpatizaba con los medios de comunicación, y menos con su interés morboso por las desgracias ajenas.

Estaba muy claro lo que había ocurrido.

Se había malogrado una vida, o quizá dos, si Allyson no había resistido.

¿Qué quería saber aquel sujeto, el porqué, el cómo? ¿Acaso importaba? Quienquiera que fuese el responsable del accidente, los resultados no iban a alterarse.

El bombero dio una respuesta evasiva, y se fue a reunir con un colega.

– Parece que ambos vehículos han invadido la línea continua.

– Eso era lo que acababa de comentarle la policía-.

Te distraes un segundo y…

Al final fue el coche de la señora el que más invadió el carril contrario, pero ella niega haber provocado el accidente.

Y no hay razón para dudar de sus palabras.

Es Laura Hutchinson -concluyó, impresionado.

El otro bombero enarcó las cejas.

– ¿La esposa del senador John Hutchinson? Exacto.

– ¡Mierda! Imagínate si hubiese muerto -dijo el compañero, sin reparar en que ninguna vida valía más que otra-.

¿Crees que los chicos iban borrachos o drogados? -Quién sabe.

En el hospital lo averiguarán.

Podría ser.

Aunque quizá se trate de uno de esos enigmas que nunca se llegan a aclarar.

La posición de los coches no es muy reveladora que digamos, y apenas queda nada en lo que basarse.

Lo que quedaba estaba siendo descuartizado para facilitar su retirada.

También habían empezado a limpiar con mangueras el aceite y los restos pequeños, así como la sangre desparramada sobre el asfalto.

Pasaría todavía un par de horas antes de que se restableciera el tránsito en el puente, e incluso entonces sólo se abriría un carril en cada dirección, hasta el amanecer, cuando remolcarían los últimos restos para proceder a su examen.

El equipo de televisión se disponía a partir.

El espectáculo había terminado, y la mujer del senador había rehusado hacer ninguna declaración sobre la muerte del muchacho.

La patrulla de carreteras la había protegido discretamente.

Eran las doce y media cuando al fin la llevaròn a su casa, un edificio de Clay Street, en San Francisco.

Su marido estaba en Washington y ella había asistido a una fiesta en Belvedere.

Sus hijos dormían.

El ama de llaves abrió la puerta, y se echó a llorar al ver la faz demacrada'de su señora y enterarse de la historia.

Laura Hutchinson agradeció las atenciones recibidas e insistió en que no juzgaba necesario ir al hospital.

Prometió que, si por la mañana notaba alguna anomalía, acudiría a su médico particular.

También hizo prometer al policía que la había escoltado que le telefonearía para informarla del estado de los jóvenes.

Sabía ya que el conductor había muerto, pero aún no le habían dicho que Allyson tenía pocas probabilidades de sobrevivir.

Los agentes se habían compadecido de ella al verla tan rota, asustada y desesperadamente hundida.

Había llorado profusamente cuando cubrieron el cadáver de Phillip para llevárselo.

Tenía tres hijos y la idea de que un adolescente muriera de forma tan brutal le resultaban insoportable.

El policía le sugirió que tomara un sedante, o por lo menos que bebiera unos tragos de licor fuerte.

Parecía necesitarlo, y no creía que el senador desaprobase su consejo.

– No he probado alcohol en toda la noche -dijo la dama con cierto nerviosismo-.

Nunca bebo cuando salgo sola -agregó.

– Creo que le haría bien, señora.

¿Quiere que le sirva una copa? Ella vaciló, pero el hombre intuyó que aceptaría y, dirigiéndose al mueble bar, le sirvió una buena ración de coñac.

Laura Hutchinson compuso una horrenda mueca al tragarlo, pero una vez lo hubo bebido le sonrió y le dio de nuevo las gracias.

Habían estado encantadores con ella durante todo el episodio, y le aseguró que el senador también les quedaría muy reconocido cuando le contase lo bien que la habían atendido.

– No tiene importancia -contestó el agente.

Se despidió respetuosamente y fue a reunirse con su compañero, que preguntó si a alguien se le había ocurrido hacer a la señora una prueba de alcoholemia, para excluir esa eventualidad en la investigación.

¡Por el amor de Dios, Tom! Esa mujer es la esposa de un senador, tiene los nervios destrozados por el accidente, ha visto morir a un muchacho y acaba de decirme que no ha probado una gota de alcohol en toda la velada.

Con eso me basta.

El otro agente desistió, pensando que su colega tenía razón.

En efecto, era la mujer de un senador, y no iba a salir medio beoda a la carretera para abalanzarse contra un grupo de jóvenes.

La gente no era tan irresponsable, y ella en particular parecía una persona estupenda.

– De todos modos le he servido un coñac en su casa, así que, aunque ahora quisieras hacerle el examen, sería demasiado tarde.

La pobrecilla necesitaba una bebida fuerte.

Creo que le ha sentado muy bien.

– A mí tampoco me iría mal -bromeó Tom-.

¿Me has traído un poco de ese coñac? -Venga ya.

Conque prueba de alcoholemia, ¿eh? -dijo, riéndose, el primer policía-.

¿Algo más? Podría haberle tomado las huellas dactilares.

– ¡Desde luego! Seguro que el senador nos recomendaría para un ascenso.

Ambos policías soltaron una risotada y se internaron en la noche.

El turno estaba resultando extenuante, y sólo era la una y media de la madrugada.

CAPITULO IV

A las doce menos diez Page estaba viendo una película antigua en la televisión.

De pronto se incorporó en la cama.

Allyson llevaba veinte minutos de retraso, y su madre no lo encontraba gracioso.

A medianoche aún le divertía menos.

Andy dormía plácidamente a su lado y Lizzie descansaba en el suelo, a los pies del lecho.

Reinaba en la casa un ambiente de paz y quietud, a excepción de Page, que se inquietaba por momentos.

Allie había prometido regresar como máximo a las once y media, treinta minutos más tarde de lo que ella había dispuesto en principio.

No tenía ninguna excusa para incumplir el toque de queda.

Pensó en llamar a los Thorensen, pero comprendió que sería inútil.

Si todavía estaban en el cine o tomando el último helado, nadie contestaría al teléfono.

Supuso que al terminar la película habían ido a una cafetería, y Allyson no habría advertido al padre de Chloe que debía volver a cierta hora.

A las doce y media Page estaba furiosa, y a la una el enfado se trocó en preocupación.

Había decidido olvidar su reticencia y llamar a casa de los Thorensen, cuando, a la una y cinco, sonó el teléfono.

Supuso que sería Allyson pidiendo permiso para dormir con Chloe.

La cara de Page había pasado ya por todos los colores, y le habría gustado dar un bofetón a su hija mayor.

– ¡No, no puedes quedarte! -bramó al auricular.

– ¿Oiga? -preguntó una voz perpleja al otro lado de la línea.

Page se sorprendió.

No era Allyson, sino una desconocida.

No pudo imaginar quién la llamaba a hora tan intempestiva, a menos que se tratara de un error o de un bromista-.

¿Es la residencia de los señores Clarke? -Sí.

¿Con quién hablo? -preguntó Page.

Un súbito escalofrío corrió por su columna, pero no hizo caso.

– Le llamamos de jefatura de tráfico, señora Clarke.

Es usted la señora Clarke, cverdad? -Sí.

– Su voz brotó en susurros.

Tenía un nudo en la garganta.

– Lamento comunicarle que su hija ha sufrido un accidente.

– ¡Oh, Dios mío! -El cuerpo de Page se reanimó, espoleado por el terror-.

¿Está viva? -Sí, pero ha permanecido inconsciente todo el trayecto hasta el hospital de Marín.

Tiene heridas de pronóstico reservado.

¿Señor, señor…

¿ Qué significa "pronóstico reservado"? ¿Es muy grave? ¿Podrá superarlo? ¿Vivirá? ¿Cuál es la importancia de sus heridas? " -¿Qué ha pasado? -preguntó con un graznido patético.

– Una colisión frontal en el puente Golden Gate.

Su coche se ha estrellado contra otro vehículo que circulaba en dirección sur poco antes de entrar en el condado de Marín.

– ¿En Marín? No puede ser.

Page estaba presta a hacer disquisiciones sobre el paradero de Allyson.

Quizá, si ganaba aquella discusión, significaría que nada había ocurrido.

– Me temo que sí.

Ahora mismo está ingresada en el hospital, señora Clarke.

Es importante que vaya allí sin pérdida de tiempo.