Batió de nuevo palmas y se acercaron dos jóvenes muchachas, en realidad unas niñas, acompañadas de una mujer. Sin decir palabra, las dos chiquillas se colocaron una a cada lado de Teadora, se inclinaron y le abrieron delicadamente los labios inferiores. La mujer se adelantó y, sacando una larga y afilada pluma de la manga, la aplicó suavemente al punto más sensible. Teadora se estremeció, impresionada por aquella espantosa invasión, pero cuando abrió la boca para protestar se la taparon rápidamente con un pañuelo de seda.
Era una angustia exquisita, pero Teadora estaba furiosa. La trataban como a una yegua que fuese llevada al semental. Chilló en silencio al experimentar oleadas sucesivas de deliciosa sensación, parecida a las que provocan en ella los ágiles dedos de Murat. ¡Señor! ¿Por qué no se estaban quietas sus caderas?
Hubo otro movimiento en las sombras y un hombre alto, envuelto en una túnica de brocado, apareció junto a la cama.
Ella tenía velados los ojos por el miedo y el forzoso estímulo sexual, pero reconoció al sultán Orján. Los cabellos que recordaba oscuros eran ahora grises en su mayor parte, pero los ojos, ¡ay!, eran negros como los de Murat. El sultán la miró desapasionadamente y dijo a Alí Yahya:
– Realmente, es adorable. Lástima que no haya tiempo de adiestrarla como es debido. -Hablaba como si ella no estuviese allí-. ¿Está todavía intacta, Alí Yahya?
– No se me ha ocurrido comprobarlo, Altísimo Señor. A fin de cuentas, ha estado segura dentro de su convento.
– ¡Asegúrate! Sabemos que las niñas gustan de los juegos licenciosos.
El eunuco hizo una breve señal con la cabeza a la mujer de la pluma, que interrumpió sus maniobras. Alí Yahya se inclinó e introdujo suavemente un dedo en la impotente muchacha. Esta sacudió furiosamente sus ligaduras. El eunuco se echó atrás se irguió y dijo a su amo:
– Está intacta, mi señor sultán.
– No quiero tomarme el trabajo de romper su virginidad. Mará me estará esperando cuando este asunto haya concluido. Cuida de que quede desflorada. Yo estaré preparado para el asalto poco después.
Teadora no podía dar crédito a sus oídos. Si Orján no la desfloraba, ¿cómo iban a hacerlo? Pero tuvo poco tiempo para preguntárselo. El jefe de los eunucos impartió una rápida orden y, un momento después, se inclinó sobre ella sosteniendo un largo, grueso, liso y bien pulido trozo de madera en forma de falo.
– El dolor sólo será momentáneo, Alteza -dijo en son de disculpa, y luego, en voz más baja que sólo ella podía oír-: Perdonadme, princesa.
Sintió la madera fría y lisa contra su carne encogida, y lloró en silencio su vergüenza. ¡Un golpe rápido! Un dolor agudo y candente se extendió en su bajo vientre, antes de mitigarse poco a poco. Algo cálido goteó entre sus muslos. Quería desmayarse, librarse de todo aquello, pero permaneció consciente. Y ahora centró su atención en el sultán.
Este había observado fríamente cómo la desfloraban. Ahora extendió los brazos y las esclavas le quitaron al instante la holgada túnica de brocado. A ella le sorprendió descubrir que su cuerpo era vigoroso como el de un joven, aunque un poco más delgado.
Teadora observó, hipnotizada, cómo se adelantaba una joven desnuda, de largos y dorados cabellos, hacía una reverencia a su dueño y se arrodillaba delante de él. Los hermosos cabellos se desparramaron a su alrededor al tocar con la cabeza el pie de su señor en la antigua actitud de sometimiento. Todavía de rodillas, irguió el cuerpo y rozó con la mejilla el bajo vientre del sultán. Después tomó el miembro fláccido y lo acarició con delicados dedos, besándolo con rápidos e incitantes movimientos. Teadora experimentó una oleada de deseo cuando la joven tomó el órgano hinchado en su boca de rosa. Espantada de sí misma, volvió la cabeza y se encontró con la mirada divertida de una de las muchachas que le acariciaban los duros y doloridos senos. El rubor de la vergüenza llenó su semblante y cerró los ojos. Ahora se hicieron más intensas las sensaciones, pero mantuvo bajas las pestañas.
Unas rápidas pisadas de pies que corrían le hicieron abrir los ojos. Estaba sola con el sultán. Este cruzó la habitación para acercarse a ella; su miembro era ahora enorme, enrojecido y húmedo el glande. Metió un cojín debajo de las caderas de Teadora, para levantarla y poder alcanzar su cuerpo con más facilidad.
La montó como a una yegua y ella sintió la penetración, dura y brutal. Él cabalgaba despacio, aplastándole los pechos con las manos y pellizcándole los pezones. Le hizo volver cruelmente la cabeza, para poder mirarla a la cara. Temerosa ahora de cerrar los ojos, recibió aquella mirada impersonal, mientras gritaba en silencio, repitiendo el nombre de Murat. De pronto, el hombre se estremeció y se derrumbó sobre ella. Yacieron inmóviles durante unos minutos y, entonces, el sultán se apartó de ella. Después de desatarle las ligaduras de las piernas, se las juntó y las dobló hacia arriba. Después dijo las únicas palabras que le dirigió durante toda aquella pesadilla:
– Mantén las piernas levantadas y juntas, Teadora, para que no se pierda mi simiente.
Se volvió y desapareció en la oscuridad, y ella oyó que se cerraba la puerta.
Estaba sola. Todo su cuerpo empezó a temblar y las lágrimas contenidas fluyeron sobre sus mejillas. A los pocos minutos, surgió Alí Yahya de la sombra y le quitó el pañuelo de seda de la boca. Le desató los brazos en silencio y le frotó suavemente las muñecas. Sacó otro pañuelo de debajo de la túnica y le enjugó las lágrimas en silencio. Después la ayudó a levantarse, cubrió su cuerpo helado con el vestido de seda y la condujo de nuevo al pasillo y la litera. Pronto la rodearon los brazos cariñosos de Iris y la esclava la llevó a la cama.
Alí Yahya esperó en la antecámara de Teadora, calentándose junto a la estufa de azulejos. Por fin salió Iris y se plantó delante de él, con aire interrogador. Y él se lo contó todo, con su voz aguda y suave.
– Ahora te toca a ti cuidar de que la princesa no se deje vencer por la melancolía -dijo al fin.
Iris rió roncamente.
– ¿Y cómo voy a hacerlo, mi señor? La muchacha es joven y ha sido delicadamente educada. La noche de bodas atemoriza a cualquier joven virgen, pero -y bajó la voz-el sultán ha tratado de un modo brutal a mi amita. Y lo que es peor, tendrá que aguantar el mismo trato durante las tres próximas noches. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho la criatura para que la maltrate así?
– No debes hacer preguntas, mujer.
– Si tengo que cuidar de ella, debo saberlo todo, Alí Yahya.
– El sultán estaba enfadado con la princesa. Creía que había inducido a su padre a exigir el cumplimiento del contrato patrimonial y mejorar de esta manera su posición. Yo también lo creía posible, hasta que conocí a la princesa. No hay culpa en ella. Además, las dos esposas, Anastasia y Nilufer, han amentado la cólera del sultán contra la princesa. Les da miedo una tercera esposa.
– Mi princesa es como una flor delicada, eunuco. Debes convencer al sultán de que la trate amablemente las próximas noches. Si ella enloquece Y muere, ¿de qué habrá servido esta crueldad? ¿Crees que el emperador entregará a tu señor el resto de la dote de mi ama, cuando se entere de lo que le ha ocurrido a su hija predilecta? El bizantino puede haber empleado a la niña con fines políticos, pero sigue siendo su hija y él la quiere.
Alí Yahya asintió con un gesto.
– Tienes razón, mujer. Procuraré que el corazón del sultán se ablande en lo tocante a la princesa. Pero tú debes cuidar de que no muera.
Sin añadir palabra, giró sobre los talones y se fue.
Iris esperó a que la puerta se hubiese cerrado detrás de él. Entonces se dirigió corriendo al dormitorio de Teadora. La niña yacía boca arriba, respirando con dificultad. No hacía el menor ruido, pero tenía la cara mojada de lágrimas. Iris acercó un taburete al lado de la cama y se sentó.
– Decidme qué estáis pensando -le pidió.
– Pienso que la bestia más humilde del campo es más afortunada que yo -respondió en voz baja.
– ¿Deseáis morir, mi princesa?
– ¿Morir? -La joven se incorporó-. ¿Morir? -Rió amargamente-. No, Iris, no quiero morir. ¡Quiero vivir para vengar esta ofensa! ¿Cómo se atreve el sultán a tomarme como si fuese una bárbara salvaje? ¡Soy Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio!
Su voz era casi histérica.
– Silencio, mi princesa. ¡Recordad! -Y se tocó las orejas.
Teadora calló de inmediato. La esclava se levantó y llenó una copa de aromático vino tinto de Chipre. Añadió un pellizco de hierbas y la tendió a su ama.
– He puesto un poco de somnífero en el vino, mi princesa. Tenéis que descansar mucho esta noche para enfrentaros con cordura y valor al día de mañana.
La niña apuró la copa.
– Haz que me despierten al mediodía, Iris -dijo, y se tumbó de espaldas para dormir.
La esclava salió de puntillas de la habitación. Pero los ojos de amatista de Teadora permanecieron abiertos y mirando al techo. Ahora estaba más tranquila, pasado lo peor de la impresión. Pero nunca olvidaría la ofensa.
Sus juegos inocentes con el príncipe Murat le habían hecho creer que lo que pasaba entre un nombre y una mujer era siempre agradable. Su esposo le había robado una noche de bodas perfecta, pero nunca permitiría que volviese a tratarla como había hecho esta noche. Si su padre -¡maldito fuera! -quería que diese un hijo a Orján, obedecería. Pero haría que su esposo lamentase el trato que le había dispensado. Haría que la desease más que a todas las mujeres y, cuando lo hubiese conseguido…, lo rechazaría.
Cuando su hastiado marido se arrojase al fin a sus pies, suplicándole sus favores, como sin duda haría, ella se los otorgaría parcamente o se los negaría, según se le antojase.
Teadora empezó ahora a relajarse y dejó que la droga surtiese su efecto. Cuando Iris volvió un poco más tarde, la princesa estaba durmiendo.
CAPÍTULO 05
Alí Yahya estaba en grave peligro de perder su dignidad. Miró boquiabierto a la niña que tenía delante, la cual repitió con su voz cantarina:
– Mi ama, la princesa Teadora, requiere vuestra inmediata presencia, señor. Tenéis que venir conmigo.
Tirando de su gorda mano, la pequeña condujo al sorprendido jefe de los eunucos por el pasillo, hasta la habitación de Teadora.
Cuando Alí Yahya vio a Teadora por última vez, no había estado seguro de si sobreviviría aquella noche. Pero la destrozada criatura de la noche anterior no se parecía en nada a la joven que tenía ahora delante. Por primera vez en su vida, comprendió Alí Yahya el verdadero significado de la palabra «regio».
Teadora había hecho que erigiesen un pequeño trono sobre un estrado, y recibió a Alí Yahya allí sentada. Sus largos cabellos oscuros habían sido recogidos en dos trenzas que enrollaron sobre los lados de la cabeza. Su ropa era toda de seda, de tonos azules persas y verde mar. No llevaba joyas, pues no tenía ninguna.
Los ojos de amatista miraron gravemente al eunuco. Este, desconcertado, hizo una profunda reverencia y fue recompensado por una débil sonrisa. Ella levantó la mano y despidió a sus esclavas con un regio ademán.
Al quedar a solas con Alí Yahya, dijo sosegadamente:
– Dile a mi esposo que, si se repite lo de la noche pasada informaré a mi padre, el emperador Juan. Conozco mis deberes y le daré un hijo con toda la rapidez que permita la naturaleza. Pero el sultán debe venir solo a mi encuentro en el futuro y aceptar mi falta de experiencia, como haría cualquier marido cristiano: con satisfacción ante esta prueba de mi inocencia.
»Si quería que yo fuese experta en las artes del amor, hubiese debido hacer que me instruyesen. Yo estaba a su disposición. No soy una recién llegada en esta tierra.
»Pido maestros que me ayuden a superar mi ignorancia, aunque tal vez el sultán encuentre divertido instruirme él mismo. Constituiría para él toda una novedad.
El jefe de los eunucos disimuló su sorpresa.
– Haré todo lo que pueda para complaceros, Alteza -dijo gravemente.
– Sé que lo harás, Alí Yahya. Solamente tú, entre toda la gente que he conocido desde que llegué aquí ayer, has re cordado mi posición. Ciertamente, no olvidaré tu amabilidad. Gracias por venir.
Él se volvió para marcharse, pero Teadora habló de nuevo.
– Casi lo había olvidado. Prepáralo todo para que Iris yo podamos visitar mañana los mercados de esclavos de la ciudad.
– Si necesitáis más servidores, Alteza, os los proporcionaré con sumo gusto.
– Necesito mis propios servidores, Alí Yahya. No espías. Quiero esclavos propios, no los que están a sueldo de la dama Anastasia y de la dama Nilufer, o de quien sea la última favorita de mi esposo. O incluso de vos, pongo por caso. ¿He hablado con claridad, Alí Yahya?
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