Él asintió con la cabeza.

– Haré lo que deseáis, Alteza -dijo, y salió apresuradamente para ir en busca de su amo.

Encontró al sultán en compañía de una de sus nuevas favoritas, una circasiana rubia llamada Mihrimah. La joven acreditaba la escuela del harén, pues era una verdadera muestra de buenos modales, obediencia total y avanzado adiestramiento sexual. Alí Yahya observó impasible cómo Mihrimah se ponía delicadamente un dulce entre los labios y se lo ofrecía a su ansioso dueño. El eunuco se maravilló que un hombre de la edad del sultán se excitase tan rápidamente y actuase tan bien. Haciendo caso omiso de la presencia de su siervo, Orján montó a la esclava, que se rindió encantada.

Después, satisfecha su lujuria, miró al eunuco. Con un parpadeo, éste le pidió que despidiese a la muchacha. Orján empujó a Mihrimah con el pie.

– ¡Vete! -Ella obedeció de inmediato: se levantó y salió a toda prisa de la habitación-. Habla, Alí Yahya. ¿Qué sucede?

El eunuco se tumbó en el suelo y, tomando el pie del sultán, lo puso sobre su cabeza inclinada.

– Me equivoqué, mi señor. Erré en mi juicio y os pido que me perdonéis.

Orján estaba intrigado. Alí Yahya era su esclavo desde hacía unos veinticinco años, y hacía quince que era jefe de los eunucos blancos. Su juicio había sido siempre frío, impersonal y correcto. Y nunca le había pedido perdón.

– ¿Qué pasa, viejo amigo? -preguntó amablemente Orján.

– Se trata de la princesa Teadora, señor. Me equivoqué sobre esa joven y también se equivocaron vuestras esposas. Es inocente de cualquier intriga para mejorar su posición. Lo supe la noche pasada, pero era demasiado tarde para impedir… -Vaciló, dando tiempo al sultán para reconstruir los sucesos de la noche anterior. Esta mañana -prosiguió el eunuco-me pidió que la escuchase y me dijo que os pidiese perdón por su ignorancia en el arte de complaceros. También me suplicó que le buscase maestros que la enseñasen, con el fin de remediar esta falta.

– ¿Ah, sí?

Orján estaba interesado. No se habría sorprendido si la niña hubiese tratado de quitarse la vida después de la noche anterior. Entonces le habría tenido sin cuidado. Pero ahora estaba fascinado.

– Tal vez sería una novedad estimulante, señor, si actuaseis vos mismo como su primer maestro. ¿Quién conoce mejor vuestros deseos? Ella parece ansiosa de aprender, y sin duda es encantadora, mi señor.

El sultán frunció el ceño al recordar y rió entre dientes.

– Conque está ansiosa de aprender, ¿eh? ¿Incluso después de la noche pasada? ¿Y crees que yo debería enseñar a la pequeña zorra?

– Sería algo diferente, mi señor. Yo no puedo saberlo, desde luego, pero, ¿no es un poco aburrido ser siempre servido por las mujeres de vuestra casa? Como maestro suyo, podríais enseñarle lo que más os complace. Si aprende, la recompensaréis, y si se retrasa en sus lecciones, podréis castigarla.

Al sultán le brillaron los ojos. Se sabía que, ocasionalmente, disfrutaba azotando a una esclava.

– ¿Estás seguro, Alí Yahya? ¿Estás seguro de que no incitó ella a su padre para que me la impusiese por la fuerza?

– Completamente seguro, señor. Ella hubiese preferido quedarse en Santa Catalina. Todo fue obra de su padre.

Orján sonrió despacio.

– Pronto cambiará de idea, viejo amigo. Le enseñaré a desear ardientemente mi contacto. Dile que su ignorancia ha sido perdonada, Alí Yahya, y que esta noche empezaré a darle lecciones de amor.

El eunuco hizo una reverencia y salió, conteniendo a duras penas su regocijo.

En cambio, tendría que ser absolutamente sincero con la princesa. El día anterior la había considerado como una niña más, igual que miles de ellas. Pero hoy, al verla sobreponerse con tanta firmeza a su desesperación, había revisado su opinión, guiándose por un instinto seguro de supervivencia. Alí Yahya no sabía a ciencia cierta cómo era Teadora Cantacuceno, pero sí que sería una fuerza con la que habría que contar.

Teadora fue de nuevo bañada, untada y perfumada. Pero en esta ocasión, Alí Yahya le trajo prendas de noche de gasa y unas joyas sencillas. Los pantalones y la chaquetilla abierta eran de color de rosa, para acrecentar la blancura cremosa de su piel. Las tiras que sujetaban los pantalones a los tobillos tenían flores bordadas en oro. Los lados y la parte inferior de la chaquetilla estaban adornados con abalorios de cristal.

El jefe de los eunucos le había traído también varias cadenitas je oro muy delicadas y de largos diferentes, para que las llevase alrededor del cuello. Y puso él mismo en uno de los finos dedos de la princesa un anillo grueso de oro con una turquesa persa azul engastada.

– Un regalo mío para vos, Alteza.

– Gracias, Alí Yahya. Lo guardaré como un tesoro.

Después lo miró con expresión inquisidora.

– Todo irá bien, Alteza; os lo prometo -aseguró él, mientras la ayudaba a subir a la litera.

Se inclinó encima de ella y fijó unos pendientes de oro y cristal en los pequeños lóbulos de sus orejas.

Ella levantó una mano y los tocó, encantada. Él le sonrió. Aunque percibía algo grande en ella, era todavía una niña. Los pendientes lanzaban alegres destellos, perfectamente visibles por llevar ella los oscuros cabellos peinados hacia atrás. Habían sido sujetados con cintas de un rosa pálido y adornados con aljófar. El sultán sería un estúpido si tratase mal a un bocado tan delicado, pensó el eunuco.

Pero esto era muy poco probable. El sultán Orján había estado pensando durante la mayor parte del día en la novedad de enseñar las artes amatorias a su joven esposa; esperaba la noche con impaciencia. Deseaba que ella fuese apasionada por naturaleza. Pero aun así, era probable que se resistiese al principio, a causa de su timidez. ¡Resistencia! Esta idea lo excitaba. No podía recordar la última vez que se le había resistido una mujer.

Se abrió la puerta de doble hoja de sus habitaciones y vio en el pasillo a su nueva esposa, a quien ayudaban a bajar de la litera. Observó con franca aprobación sus graciosos movimientos mientras avanzaba hacia él, con la adorable cabeza modestamente inclinada. Ella se detuvo y se arrodilló, postrándose ante él en actitud de humilde sumisión.

– ¡No! -Él mismo se sorprendió al decirlo-. Naciste princesa, mi Teadora.

– Pero vos, mi señor esposo, sois mi dueño -respondió ella, con voz grave y melodiosa, tocando con la frente una zapatilla del sultán.

Él la levantó, apartó el velo de su cara, arrojándolo al suelo.

– Mírame -ordenó, y ella alzó la cabeza para mirarlo.

Los claros ojos de color de amatista no vacilaron bajo la oscura inspección del sultán.

– Tus modales son intachables, mi joven esposa, pero tus bellos ojos se expresan de modo diferente a tu actitud.

Por un momento, ella se mordió el labio inferior. Se ruborizó debidamente, pero su mirada no flaqueó.

– Como ha dicho Vuestra Majestad -replicó-, nací princesa.

El sultán rió de buen grado. La muchacha tenía valor. Y esto, sorprendentemente, no le molestó. Era como una ráfaga de aire fresco y claro en una habitación demasiado calentada y perfumada.

– Marchaos -ordenó a Alí Yahya y a los otros esclavos que esperaban. Cuando se hubieron ido, se volvió a ella-. ¿Tienes miedo, mi Teadora?

Ella asintió con la cabeza.

– Un poco, mi señor. Por lo de la noche pasada.

Él la atajó con un movimiento de la mano y dijo enérgicamente:

– ¡La noche pasada no existió! ¡Ésta será la primera para nosotros!

Ella se enfureció al recordar cómo había sido desflorada con un falo de madera, pero se dominó rápidamente y dijo con dulzura:

– ¡Sí, mi señor!

Él la hizo sentar sobre los cojines del gran diván.

– Eres un jardín de delicias por explorar, esposa mía. De momento, yo trataré de complacerte. -Le quitó la chaquetilla y, levantándole los senos con las manos, besó primero uno y después el otro-. Tus pechos son como rosas sin abrir -murmuró profundamente sobre la sedosa y perfumada piel.

Aquel suave contacto produjo a Teadora la impresión de un rayo, y lanzó una exclamación ahogada y levantó instintivamente las manos para apartar al hombre. Pero éste fue más rápido que ella. Empujándola hacia atrás sobre los cojines, cubrió de ardientes besos su pecho desnudo. Deslizó la lengua sobre los grandes pezones, haciendo que se estremeciese una y otra vez su cuerpo tembloroso. Entonces cerró la boca sobre una punta dura y chupó afanosamente.

– ¡Mi señor! -gimió ella-. ¡Oh, mi señor! Estaba a punto de desmayarse cuando él se detuvo al fin.

– ¿Te ha gustado? -preguntó el sultán-. ¿Te ha gustado lo que acabo de hacerte?

Ella no pudo responder y él tomó su silencio por modestia y esto le encantó. Pero lo cierto era que no podía decirle que le había gustado. Le había gustado tanto como cuando se lo hacía el príncipe Murat. Esto la confundía terriblemente. ¿Acaso no amaba al príncipe? ¿Era el amor algo diferente de los deliciosos sentimientos que le agitaban el cuerpo cuando la tocaban de esta manera? No lo entendía.

Pero sabía que le gustaba que un hombre la tocase y, a fin de cuentas, éste era su marido. Entonces, ¿qué había de malo en ello? Pero cuando él la rodeó con un brazo y la acarició de nuevo con la mano libre, Teadora recordó la noche anterior, cuando él había ordenado fríamente que su preciosa virginidad fuese destruida por un pedazo inerte de madera pulimentada, para no tener que perder tiempo. Ahora la cortejaba simplemente por la intervención de Alí Yahya. Sin esta circunstancia, habría hecho que la atasen de nuevo a la cama y la habría montado como un animal.

Su amado Murat nunca le había hecho daño. La había tocado suavemente, con ternura. La había deseado por esposa, y ella lo había deseado por marido. Había querido complacerlo. ¡Esto era amor! Frágil y recién nacido, ¡pero amor!

No amaba al sultán, pero le gustaban sus caricias y, que Dios se apiadase de ella, era lo único que tendría en esta vida. No se esperaba que las princesas disfrutasen en sus matrimonios.

Suspirando, se entregó a las maniobras de él, complaciéndolo al atraerle de nuevo la cabeza sobre su pecho y suplicarle cortésmente que repitiese lo que acababa de hacer. Él sintió que su propio deseo aumentaba deprisa, pues ella lo excitaba en gran manera. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para recordar lo inexperta que era la joven en realidad. Como un mozalbete, le bajó toscamente el pantalón sobre las caderas, para poder quitárselo con facilidad. Con los dedos buscó afanosamente el monte de Venus y lo encontró ya humedecido. Jadeando, le abrió la túnica y se arrojó encima de ella, sintiendo con estático placer el calor juvenil de Teadora.

Las uñas del sultán le arañaron la cara interna de los muslos al separarle las piernas. Para asombro de ella, casi sollozaba en su afán de poseerla. Su ansiedad la maravillaba. Ya no le tenía miedo. Pensó que si cerraba los ojos y se imaginaba que él era Murat…

Moviéndose provocativamente, murmuró con voz ronca:

– Besadme, mi señor. Besadme, esposo mío.

Él obedeció rápidamente y, para delicia de ella, su boca era firme y le resultaba extrañamente familiar. Era, ¡oh, Dios mío!, como la de Murat. Él la besaba profunda y apasionadamente. Primero fue él el agresor, y después, para sorpresa de ambos, lo fue ella. Dejó que la boca de él la sumiese en un mundo puramente físico de placeres sensuales.

Estaba de nuevo en el huerto de Santa Catalina; de nuevo en los brazos vigorosos del príncipe. Era su boca querida y conocida la que la poseía ahora, y sus manos las que acariciaban su piel suave. Con voluntad propia, su cuerpo joven se movía voluptuosamente, guiado por el instinto más que por la experiencia.

Loco de deseo, Orján penetró profundamente el ansioso y bien dispuesto cuerpo. Necesitó de todo su autodominio para no acabar inmediatamente. En vez de esto, la guió con suavidad a través de un laberinto de pasión, ayudándola a encontrar su camino hasta que ella pensó que no podía aguantar más.

Al principio Teadora luchó contra la fuerza que la alzaba más y más antes de arrebatarla en una imponente oleada de dulzura que la llevó hasta balancearse en el borde de la inconsciencia. Entonces dejó de luchar. Por fin, bañada en una luz dorada, sintió que se rompía en mil pequeños pedazos. Gritó, con una terrible impresión de pérdida, y oyó que él gritaba también.

En el silencio absoluto que siguió, ella abrió unos ojos vacilantes. Él yacía de costado, apoyándose en un codo, mirándola. Sus ojos oscuros estaban llenos de admiración, y sonreía cariñosamente. Por un instante, se sintió confusa. ¿Dónde estaba Murat? ¿Quién era este viejo? Entonces, al volver a la realidad, estuvo a punto de lanzar un alarido.

– ¡Eres magnífica! -exclamó el sultán-. ¡Que una niña inocente pueda sentir tan profundamente! ¡Ser tan apasionada! ¡Por Alá! ¡Cuánto te adoro, mi pequeña esposa! ¡Teadora! ¡Teadora! ¡Creo que me estoy enamorando de ti!