La tomó en sus brazos y la besó apasionadamente. Sus manos no podían dejar de acariciar los senos, las nalgas…, y se excitó rápidamente. De nuevo buscó, su calor, y ella no pudo negárselo. Ni podía negar su propio deseo físico. Se aborreció.
Después él pidió unos refrescos.
– Cuidaré de que tengas los mejores maestros, pequeña. Has nacido para ser amada y para amar. -Sorbió el zumo de fruta-. ¡Ay, mi dulce esposa, cómo me deleitas! Debo confesar que no esperaba tanto fuego en ti. Eres mía, ¡mi adorable Teadora! ¡Sólo mía!
Ella oyó en la voz de él un eco de la de Murat; las palabras eran casi las mismas. Se estremeció. Él la rodeó con un brazo.
– Estoy a tus pies, mi encantadora Adora. -Pareció habérsele escapado este nombre y, cuando ella lo miró, impresionada, su cara era una máscara de deleite-. ¡Adora! -exclamó-. ¡Sí! ¡Eres mi Adora!
– ¿Por qué me llamáis así? -murmuró ella.
– Porque -respondió él, inclinándose para besar un rollizo pecho-, porque eres una criatura adorable.
Ella sintió que unas lágrimas le asomaban tras los párpados, y pestañeó rápidamente para contenerlas. ¡Qué ironía que el padre se pareciese tanto al hijo, incluso en el lenguaje y el amor! Suspiró. Estaba atrapada como un pájaro en una red, y nada podía hacer por remediarlo.
Era la esposa del sultán. Debía alejar al príncipe Murat de su pensamiento. Debía poner toda su energía en dar un hijo a su marido y un nieto a su padre, con lo que Juan Cantacuceno quedaría ligado por la sangre al sultán Orján. Ella era Teadora Cantacuceno, una princesa de Bizancio, y conocía su deber. Era Teadora Cantacuceno, esposa del sultán, y conocía su destino.
CAPÍTULO 06
Teadora estaba sentada en silencio, cosiendo junto a la JL burbujeante fuente de azulejos. Los peces de colores con cola en abanico se perseguían en el agua centelleante y agitada. A su alrededor, florecían los almendros y los cerezos, y los macizos bordeados de jacintos azules estaban llenos de tulipanes blancos y amarillos.
Iris, que estaba sentada a su lado, murmuró:
– Ahí vienen el cuervo y la paloma en su visita cotidiana.
– ¡Calla! -la riñó suavemente Teadora; pero tuvo que morderse el labio para no reír.
– Buenas tardes, Teadora.
– Buenas tardes, Teadora.
– Buenas tardes a las dos, dama Anastasia y dama Nilufer. Sentaos, por favor. Trae los refrescos, Iris.
Las dos mujeres mayores se sentaron y Martina se sacó de la holgada manga un trozo de tela bordada. Anastasia contempló el vientre hinchado de Teadora y comentó:
– ¡Qué criatura tan grande! Y todavía te faltan dos meses. Será un milagro si no te destroza cuando nazca.
– ¡Tonterías! -replicó Nilufer al ver que Teadora palidecía-. Yo estaba enorme con Murat, Solimán y Fátima. Y era sobre todo por las aguas, pues ninguno de ellos nació extraordinariamente grande. -Dio unas palmadas en la mano de la joven-. Estás muy bien, pequeña. Tu hijo será sin duda alguna encantador y rebosante de salud.
Teadora dirigió una mirada agradecida a la madre de Murat y después observó fríamente a Anastasia.
– No tengo miedo por mí ni por mi hijo -dijo serenamente.
Iris, que volvía con una bandeja, oyó lo suficiente para enfadarse. Tropezó; el jarro que llevaba se volcó y derramó el contenido sobre la falda de Anastasia. La primera esposa del sultán se levantó de un salto, al filtrarse el líquido frío y pegajoso a través de la rica vestidura y hasta la piel.
– ¡Estúpida! -chilló-. ¡Haré que te azoten hasta ponerte morada, por tu deliberada insolencia!
– No haréis tal cosa -intervino fríamente Teadora-. Iris es esclava mía y esto ha sido un accidente. Iris, pide humildemente perdón a la dama Anastasia.
Iris se arrodilló y tocó el suelo con la cabeza.
– Oh, sí que se lo pido, mi señora Teadora. ¡Pido perdón!
– Está bien -dijo tranquilamente Teadora, como si todo hubiese quedado zanjado. Después llamó a sus otras esclavas-. Daos prisa, muchachas, o el traje de la dama Anastasia se estropeará.
Al levantar la cabeza, vio que los ojos de la dama Nilufer brillaban con alegre admiración.
Si Teadora podía presumir de tener una amiga que no fuese Iris, era la segunda esposa del sultán. En cuanto Nilufer conoció a la princesa bizantina, cambió rápidamente de opinión acerca de la muchacha. Vio en Teadora una sustituta de su propia y amada hija, que estaba casada con un príncipe de Samarcanda y vivía tan lejos que era muy improbable que volviesen a verse las dos en su vida. De no haber sido por la amabilidad de Nilufer, Teadora tal vez habría perdido a su hijo, pues Anastasia se complacía en provocarla.
Las esclavas habían conseguido enjugar el refresco del vestido de la dama Anastasia. Después de limpiarla con agua fresca, extendieron la ropa sobre el amplio regazo para que se secase. Y fue en este momento que el sultán y sus dos hijos predilectos decidieron visitar a Teadora. Ahora que no tenía que soportar su insaciable apetito sexual, la joven simpatizaba más con Orján. Durante cuatro meses, después de su noche de bodas, él la había visitado cinco noches cada semana; las otras dos estaban reservadas por el Corán a sus otras dos esposas.
Durante estos meses, la educación de Teadora había progresado considerablemente. Fiel a su palabra, Orján le había destinado las mejores maestras disponibles en el harén. Estas temibles señoras la habían aleccionado en las artes del amor hasta que Teadora pensó que nada podía ya impresionarla, ni siquiera sorprenderla. Pero su marido, encomiando su nueva habilidad, le había enseñado cosas que sus maestras ni siquiera habían insinuado, y Teadora había descubierto que todavía podía ruborizarse.
Cuando el sultán cruzó el jardín para acercarse a Teadora, la joven sintió que se le encogía dolorosamente el corazón. Murat caminaba a la izquierda de su padre. Ella no lo había visto desde la última noche que habían estado juntos en el huerto de Santa Catalina. Ahora no la miraba a ella, sino a su madre. Y le pareció que estaba haciendo un gran esfuerzo para no mirarla. Al ver a sus dos hijos, Nilufer se levantó, lanzando un grito de alegría y extendiendo los brazos.
A la derecha del sultán estaba su heredero, el príncipe Solimán. Teadora había visto a este joven en muchas ocasiones, desde su entrada en la casa de Orján. Era un hombre alto y atractivo, con la tez olivácea y los cabellos oscuros de su padre, y los ojos como los de su hermano. A diferencia del resto de su familia, era franco, simpático y alegre. Trataba a la esposa más joven de su padre como a una hermanita muy querida.
El trío llegó junto a las mujeres y cuando Solimán y Murat se inclinaron para besar a su madre Orján abrazó a Teadora. Después se volvió a Murat y dijo:
– Ven, hijo mío, y te presentaré a mi preciosa Adora. ¿No es una dulce compañía para un viejo, en las frías noches de invierno? -Rió entre dientes y acarició suavemente el vientre hinchado-. Pero no tan viejo que no pueda depositar una buena simiente en suelo fértil.
– Eres muy afortunado, padre mío -dijo secamente Murat, haciendo una ligera reverencia a Teadora. Cuando él levantó los ojos para mirarla, Teadora descubrió frialdad y rencor en ellos-. ¿Estáis segura de que es un hijo varón lo que os ha dado mi padre, princesa?
Su voz era burlona y, por un instante, ella temió que fuera a desmayarse.
Respiró hondo para recobrar el aplomo y dijo orgullosamente:
– Las mujeres Cantacuceno siempre dan hijos vigorosos a sus maridos, príncipe Murat.
Él frunció los labios en una sonrisa burlona.
– Esperaré ansiosamente el nacimiento de mi medio hermano, princesa.
Nilufer miró, intrigada, a su hijo menor. ¿Por qué le había cobrado tanta antipatía a Teodora? ¡Era una niña tan dulce!
Más tarde, al recordar el incidente, la joven se encolerizó y arrojó furiosamente varios cacharros al suelo para desahogarse. Sus esclavas, todas cuidadosamente escogidas por ella misma en los mercados de Bursa, y adiestradas por Iris en la fidelidad y la obediencia, estaban muy sorprendidas. ¿Cómo podía ser él tan cruel?, se preguntaba. ¿Esperaba que se suicidase porque su padre se había acordado de pronto de que existía? ¿Creía que disfrutaba durante las horas de lujuria que pasaba a merced de Orján? Suspiró profundamente. Los hombres, concluyó, eran unos tontos.
Cuando naciese su hijo, le dedicaría exclusivamente toda su energía. Esperaba que su esposo la dejase en paz. Últimamente, se había aficionado a visitar con Iris los mejores mercados de esclavas, buscando en ellos las vírgenes más hermosas. Había instruido perfectamente a las muchachas para ofrecerlas después a su marido. Si podía conseguir que siguiese interesándose en otras, se libraría de él. La idea de que volviese a ponerle las manos encima le daba escalofríos.
Si había soportado las horas con Orján, era porque se había imaginado que estaba con Murat. Ahora ya no podía hacerlo. Era evidente que Murat la despreciaba. Sola en su cama, después de despedir a las esclavas, se permitía el lujo de las lágrimas; pero eran unas lágrimas silenciosas, porque ni siquiera su querida Iris debía sospechar su tristeza.
La criatura que llevaba en su seno pataleaba vigorosamente, y Adora se protegía el vientre con las manos.
– Estás despierto hasta muy tarde, Halil -le reñía cariñosamente-. Supongo que serás alborotador y ruidoso como mi hermano Mateo, que se niega a acostarse hasta que no puede tenerse en pie.
Sonrió al recordar a Mateo. Era el único niño pequeño al que había conocido y sólo habían estado juntos unos pocos años. Su alta posición la había privado incluso de la infancia.
Lanzó una débil risita. Su hijo no había nacido aún, pero estaba segura de que sería varón. No sabía por qué, pero estaba tan convencida de ello como de que lo llevaba en sus entrañas.
El sultán había dicho que su hijo se llamaría Halil, como el gran general turco que había derrotado a los bizantinos. Adora se había acostumbrado ya a este nombre y le divertía la bofetada que con ello le daba su esposo a su padre.
Halil, a diferencia de muchos príncipes, iba a disfrutar de su infancia. Estaba resuelta a brindársela. Jugaría con otros chicos de su edad, montaría a caballo, aprendería el tiro con arco y a esgrimir la cimitarra. Más importante aún, tendría a su madre. Pues no consentiría que se lo quitasen para ser criado por esclavas. Podía ser un príncipe otomano, pero, con dos hermanos mucho mayores, tendría muy pocas probabilidades de llegar a reinar, y ella no dejaría que se lo llevasen a su propia corte, donde los eunucos acabarían corrompiéndolo.
Resultaba reconfortante pensar en su pequeño, pero esto no borraba de su mente la mirada de los ojos de Murat. ¡Cómo la aborrecía! Lágrimas silenciosas empezaron a brotar de nuevo. El no sabría nunca con qué frecuencia había ella revivido los preciosos momentos que habían pasado juntos. No sabría que cada vez que Orján la besaba se imaginaba que era Murat quien lo hacía. Sus recuerdos la habían mantenido viva y cuerda. Y él, con una mirada cruel, se los había arrancado. No sabía si podría perdonarlo nunca. ¿Qué derecho tenía a juzgarla tan duramente?
Dos meses más tarde, una cálida mañana de junio, la esposa más joven del sultán, Teadora, dio fácilmente a luz un niño rebosante de salud. Y un mes después se pagó el resto de la dote de la princesa y se entregó a Orján la fortaleza estratégica de Tzympe.
El sultán estaba entusiasmado con su pequeño Halil y lo visitaba a menudo. En cambio, su deseo de Teadora había menguado durante los meses de embarazo de la joven. Había muchas mujeres hermosas en palacio, todas ellas dispuestas a acompañarlo en la cama. Teadora se había librado ahora de él y, una vez más, estaba sola.
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO 07
Teadora estaba furiosa.
– Siempre he animado a Halil a realizar juegos viriles -exclamó, irritada-, pero se lo advertí, Alí Yahya. Y también avisé a su torpe esclavo, ¡el cual recibirá ahora diez azotes por desobedecerme! Les dije a los dos que Halil no debía montar aún el semental que le regaló el príncipe Solimán. ¡Halil tiene sólo seis años! ¡Habría podido matarse!
– Es nieto de Osman, mi señora Teadora, e hijo de Orján. Es extraño que no naciese con espuelas calzadas ya a sus pequeños pies -replicó el eunuco.
Teadora se rió a su pesar. Después se puso seria y dijo:
– Esto es muy grave, Alí Yahya. El médico dice que Halil puede quedar cojo para siempre por culpa de la caída. La pierna no se cura como debiera y ahora parece que es un poco más corta que la otra.
– Tal vez será mejor así, mi princesa -suspiró Alí Yahya-. Ahora que vuestro hijo es físicamente imperfecto, se le considerará incapaz para el gobierno.
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