Ella pareció asombrada y él se sorprendió.

– ¿Cómo es posible que, después de haber vivido entre nosotros en este palacio, no os deis cuenta, mi princesa, de que lo primero que ordena cualquier nuevo sultán es la ejecución de sus rivales? En la mayoría de los casos, éstos son sus hermanos. Pero nuestras leyes no permiten que el heredero sea imperfecto; por consiguiente, debéis alegraros, mi princesa. Vuestro hijo vivirá ahora muchos años. ¿Por qué creéis que no los ha tenido el príncipe Murat? El sabe que su vida y la de sus hijos, si los tuviera, estarán en peligro cuando herede el príncipe Solimán.

¿Matar Solimán a su pequeño Halil? ¡Imposible! El adoraba a su medio hermano. Lo mimaba continuamente. Pero entonces recordó que los ojos de Solimán podían volverse fríos. Recordó su voz de mando y que siempre lo obedecían de inmediato. Y recordó también algo que había dicho su padre hacía mucho tiempo, antes de que se convirtiese ella en esposa del sultán. Había dicho que los turcos eran buenos mercenarios porque les gustaba matar. No tenían piedad ni compasión.

Se estremeció. A fin de cuentas, Dios velaba por ella. Cuando muriese Orján sería viuda de un sultán, una posición nada envidiable. Halil era toda la familia que tenía. Y ahora no representaba una amenaza para nadie.

Su padre había sido destronado hacía tres años, pero, a diferencia de muchos emperadores bizantinos que habían perdido la vida con el trono, Juan Cantacuceno se había retirado al monasterio de Mistra, cerca de Esparta. Con él estaba el hermano de Teadora, Mateo, que había tomado órdenes sagradas con anterioridad.

La media hermana mayor de Teadora, Sofía, había tenido un violento final cuando su tercer marido la sorprendió con un amante y los mató a ambos. Elena, ahora indiscutida emperatriz de Bizancio, se comportaba casi como si Teadora no existiese. Podían ser hermanas, pero la tercera esposa del sultán difícilmente podía compararse con la sagrada emperatriz cristiana de Bizancio.

Teadora estaba resentida por el desprecio de su hermana. Como Orján tenía casi setenta años, había planteado recientemente a Elena el tema de su posible retiro en Constantinopla cuando el sultán pasase a mejor vida. Y había sido cruelmente rechazada. Elena sostenía que la hija del usurpador, Juan Cantacuceno, difícilmente sería bien recibida en la ciudad. Lo propio podía decirse, añadió Elena, de la viuda de Orján. Los infieles eran los peores enemigos de los bizantinos.

Elena olvidó, convenientemente, que también era hija de

Juan Cantacuceno. Y también pasó por alto el hecho de que, si su hermana menor no se hubiese casado con el otomano, su padre no habría podido mantenerse en el trono el tiempo suficiente para que Elena se convirtiese en esposa de Juan Paleólogo y emperatriz. Elena no era particularmente inteligente. No comprendía que lo que había sido antaño el vasto imperio de Bizancio se reducía ahora a unos pocos pedazos de la tierra griega continental, algunas ciudades a orillas del mar Negro, y Constantinopla.

Elena no veía que las joyas reales que adornaban sus túnicas reales y su corona eran simplemente de vidrio. Ni siquiera las túnicas eran ya de tisú de oro, sino de imitación. La vajilla era de cobre. Y todo lo que parecía ser rico brocado no era más que cuero pintado. Nunca se le ocurrió pensar que ser emperatriz de Bizancio era casi como serlo de una cascara de huevo vacía. Teadora veía todo esto y, aunque no creía probable que la toma de Constantinopla por los turcos se produjese durante su vida, sabía que, en definitiva, éstos prevalecerían sobre Bizancio.

Sin embargo, Teadora añoraba la ciudad donde había nacido. Y estaba segura de que, cuando falleciese Orján, no habría un sitio para ella en Bursa, en la corte de Solimán.

Por un momento, pensó en Murat. Éste no tenía aún esposa ni favoritas. Teadora se preguntaba si pensaría alguna vez en ella. Raras veces estaba en Bursa, pero pasaba la mayor parte de su tiempo en Gallípoli. Al nacer Halil, Orján había recibido el resto de la dote. El príncipe Solimán y el príncipe Murat habían sido enviados a ocupar Tyzmpe en nombre del sultán. La fortaleza estaba situada en el lado europeo de los Dardanelos, en la península de Gallípoli. Cuando se habían derrumbado las antiguas murallas de la ciudad vecina de Gallípoli a causa de un ligero temblor de tierra, los turcos otomanos la habían ocupado rápidamente. Ahora tenían que fortificar y reconstruir las murallas de la ciudad, y así lo hicieron. Después, los príncipes otomanos trajeron de Asia a los primeros colonos turcos. Otras colonias siguieron en rápida sucesión, comprendidas las de los antiguos guerreros de Orján y sus mujeres, todos los cuales se establecieron en las tierras de los nobles cristianos fugitivos y bajo sus propios beyes musulmanes. Los campesinos de la región permanecieron en ella, prefiriendo vivir bajo el régimen otomano que bajo el bizantino. La ocupación por los turcos significaba librarse del poder feudal cristiano, con todos sus abusos y sus gravosos impuestos. También significaba una ley igual para todos, con independencia de raza, religión o clase.

Al extenderse la ocupación turca, incluso los señores cristianos cuyas tierras lindaban con territorios recién adquiridos por los otomanos empezaron a aceptar la soberanía de Orján. Como vasallos suyos, le pagaban un pequeño tributo anual, en muestra de su sumisión al Islam. Y desde el principio, el Estado otomano adoptó una actitud conciliadora con sus súbditos cristianos.

En Constantinopla, el emperador Juan Cantacuceno de pronto se dio cuenta de lo que sucedía y se quejó amargamente a su yerno, el sultán. Orján ofreció devolver Tzympe a los bizantinos por diez mil ducados de oro, sabiendo muy bien que podría tomar de nuevo la fortaleza cuando lo deseara. En cambio, no quiso devolver Gallípoli, alegando que no la había tomado por la fuerza, sino que había caído en su poder por voluntad de Dios, manifestada en el terremoto. Teadora no pudo evitar reírse al pensar en que su hábil padre había sido en definitiva superado en astucia, aunque ello significase su caída.

Con su padre y su hermano en el exilio, Teadora no tenía nadie a quien acudir. Temía lo que pudiese ocurrirles a ella y a su hijo. Entonces, el príncipe Solimán resolvió de pronto su problema.

Enterado de la lesión de Halil, había visitado a Teadora para disculparse por haber regalado a su joven hermano un caballo que había resultado peligroso. Teadora aceptó sus disculpas, diciendo:

– Alí Yahya me ha dicho que es una suerte, aunque no lo parezca; pues ahora Halil no será una amenaza para ti.

– Es verdad, princesa -replicó el príncipe sinceramente- Pero, como el muchacho ya no es peligroso, pensemos en su futuro. Es muy inteligente y podría serme de gran utilidad.

– Yo pensaba volver algún día a Constantinopla con Halil -replicó ella.

El no tenía por qué saber que el camino estaría probablemente cerrado para ella.

– ¡No debes hacerlo! Si te sientes realmente desgraciada, no seré yo quien te retenga aquí, pero ahora eres otomana, Adora, y nos enorgullecemos de ti.

– No podría haber un sitio para mí en tu corte, Solimán.

– Yo haré que lo tengas -dijo roncamente él.

Ella lo miró justo a tiempo de ver cómo disimulaba una chispa de deseo en sus ojos. Esto la sobresaltó y bajó rápidamente la mirada para que él no descubriese su turbación. Pensó, con cierto regocijo, que parecía ejercer una especie de fascinación sobre los hombres de la familia otomana.

– Eres sumamente amable, príncipe Solimán, al ofrecernos un hogar. Ahora estaré más tranquila sabiendo que el futuro de Halil está asegurado.

El príncipe hizo una delicada reverencia y se alejó. Bueno, dijo ella para sí, Halil está seguro, pero ¿lo estoy yo? La inquietaba que el príncipe Solimán la desease. Este la había tratado siempre como a una hermana. Y ella no había fomentado nunca su deseo. Frunció el ceño. La voz de su servidora, Iris, rompió el silencio.

– Miraos al espejo, mi señora. En él encontraréis la respuesta a la pregunta que os habéis callado.

– ¡Estabas escuchando! -la acusó Teadora.

– Si no escuchase, no me enteraría de nada, ¿y cómo podría protegeros? Sois profunda como un pozo, mi princesa.

Adora se echó a reír.

– Dame un espejo, incorregible fisgona.

Iris se lo tendió y Teadora examinó su imagen con cuidadosa atención por primera vez desde hacía muchos años. Se sorprendió un poco al ver una joven increíblemente hermosa que la observaba a su vez. Tenía, por lo visto, la cara en forma de corazón, larga y recta la nariz, espaciados los ojos de amatista orlados de pestañas negras y con reflejos dorados en las puntas, y una boca grande y generosa, de saliente y gordezuelo labio inferior. Su piel cremosa era inmaculada.

Dejó el espejo sobre el diván y se acercó a otro de cuerpo entero y de claro cristal veneciano, encuadrado en un marco dorado y profusamente tallado. Observándose con ojos críticos, advirtió que era más alta que la mayoría de las mujeres, pero esbelta y de altos senos. Una buena figura. Se miró de cerca. ¿Soy realmente yo?, preguntó en silencio. No era vanidosa por naturaleza y, como lo que menos deseaba era llamar la atención de Orján, nunca había cuidado realmente mucho de su aspecto.

– Soy hermosa -dijo a media voz, acariciándose distraídamente los oscuros cabellos.

– Sí, mi princesa, lo sois. Y no estáis todavía en la flor de la vida -rió Iris-. Si el príncipe Solimán os desea -prosiguió en voz baja-, tal vez os hará su esposa cuando enviudéis. Entonces tendréis asegurada la fortuna y el futuro.

– No tengo el menor deseo de ser su esposa -replicó Teadora, también en voz baja-. Además, él tiene ya cuatro esposas y no puede tener ninguna más. ¡Y no seré la concubina de nadie!

– ¡Bah! Para él sería fácil divorciarse de una de sus esposas. Solamente son esclavas. Vos sois una princesa. -Miró maliciosamente a su ama con ojos brillantes-. No me digáis que no ansiáis el amor y las caricias de un hombre joven. Os pasáis la mitad de la noche paseando por vuestra habitación. Unos cuantos y buenos revolcones con un hombre licencioso curaría vuestra inquietud.

– ¡Eres muy impertinente, Iris! Pórtate bien, o te haré azotar.

¡Maldita mujer! Iris era demasiado observadora.

Halil escogió aquel momento para lanzarse sobre su madre.

– ¡Mira! Puedo andar de nuevo, madre, ¡sin las muletas!

Se arrojó en sus brazos y ella estuvo a punto de llorar al ver su pronunciada cojera. Tenía el pie derecho torcido hacia dentro.

– Estoy orgullosa de ti -dijo Teadora y lo besó ruidosamente al escabullirse él, haciendo una mueca-. ¡Pero eres muy bruto! -lo riñó cariñosamente, atrayéndolo a su lado-. Dime, Halil, ¿te duele todavía?

– Sólo un poco.

Pero lo dijo tan deprisa que ella comprendió que probablemente le dolía mucho.

Impulsivamente, le preguntó:

– ¿Te gustaría hacer un viaje por mar, hijo mío?

– ¿Adonde, madre?

– A Tesalia, mi amor. Allí hay viejos manantiales de agua caliente que te aliviarían el dolor. -¿Vendrías tú conmigo?

– Si tu padre lo permitiese -respondió ella, sorprendida de no haber pensado antes en esto. El se levantó y le tiró de la mano. -¡Vayamos ahora mismo!

Teadora se rió al ver su impaciencia, pero después pensó: ¿Y por qué no?

Siguió rápidamente a su hijo a través de los serpenteantes pasillos que llevaban del harén a las habitaciones del sultán, acompañados sucesivamente por varios jadeantes eunucos. Llegaron rápidamente a la puerta de aquéllas.

– Dile a mi padre, el sultán, que el príncipe Halil y su madre, la princesa Teadora, solicitan ser recibidos inmediatamente.

A los pocos momentos regresó el jenízaro.

– El sultán os recibirá ahora a los dos, Alteza.

Y abrió una de las grandes hojas de roble de la puerta.

Entraron en la lujosa cámara donde estaba sentado el sultán con las piernas cruzadas sobre un montón de cojines. Varias jovencitas estaban a su izquierda, tañendo delicadamente sendos instrumentos de cuerda. La más reciente de las favoritas de Orján, una belleza italiana de boca malhumorada y cabellos negros, estaba reclinada junto a él. Teadora y su hijo llegaron al pie del estrado, pero cuando la princesa iba a arrodillarse su hijo la contuvo, mirando de mal talante a la concubina de su padre.

– ¡Baja la cabeza, mujer! ¡Mi madre sólo se arrodilla ante mi padre y ante su Dios! -Y cuando la joven tuvo la temeridad de mirar al sultán pidiendo una confirmación, el niño se arrojó contra ella, con un grito de rabia. Tiró de la muchacha, haciéndola caer al suelo, y gritó-: ¡Insolente! ¡Mereces que te azoten!

La risa de Orján resonó en la estancia.

– Me has dado un verdadero otomano, querida Adora. Halil, hijo mío, trata amablemente a la muchacha. Una esclava como ésta es una mercancía valiosa. -Se volvió a mirar a la mujer que estaba a sus pies-. Vete, Pakize. Recibirás diez azotes por tus malos modales. Mis esposas deben ser tratadas con el respeto que merecen.