La joven se incorporó y, doblando el cuerpo, salió de la habitación.

Teadora se arrodilló ahora e hizo una respetuosa reverencia a su marido, mientras su hijo, Halil, se inclinaba ceremoniosamente ante su padre.

– Sentaos a mi lado -les ordenó Orján-y decidme a qué debo el honor de esta visita.

Teadora se sentó junto a su marido y dijo:

– Deseo llevar a Halil a Tesalia, a los Manantiales de Apolo, cerca del monte Ossa. Sus aguas tienen fama de ser curativas y, aunque Halil no quiere reconocerlo, yo sé que sufre fuertes dolores. Su pie y su pierna nunca se curarán como es debido, pero las aguas pueden al menos mitigar el dolor.

– ¿Y quieres ir tú con él? -preguntó el sultán.

– Sí, mi señor. El todavía es pequeño y necesita a su madre. Sé que vos me apreciáis, señor, pero en realidad no me necesitáis. Halil sí que me necesita. Además, no confiaría a nuestro hijo a unos esclavos durante un viaje tan largo.

El sultán asintió con la cabeza.

– ¿No lo llevarías a Constantinopla?

– ¡Jamás!

Orján arqueó una ceja, divertido.

– Eres muy vehemente, querida. ¿Por qué?

Ella vaciló y después dijo:

– Yo había comentado con mi hermana la posibilidad de retirarme algún día en Constantinopla con Halil. Pero ella expresó claramente que ninguno de los dos sería bien recibido. Es una mujer arrogante y estúpida.

Desde luego, él sabía todo esto, pues ninguna carta particular salía de palacio o entraba en él sin que el sultán la leyese. Teadora ignoraba esto, y se habría enfadado mucho si lo hubiese sabido. El la conocía mejor de lo que la joven se imaginaba y, aunque nunca se lo habría confesado, pues habría sido un signo de debilidad, admiraba la fuerza de su carácter. Además, la estimaba sinceramente.

Era una criatura orgullosa, y él comprendió lo profundamente que la había herido su hermana.

– Lleva a Halil a los Manantiales de Apolo, querida. Tienes mi permiso para hacerlo. Alí Yahya organizará vuestro viaje. -Se volvió al muchacho-. ¿Cuidarás de tu madre, Halil, y la protegerás de los infieles?

– ¡Sí, padre! Tengo una nueva cimitarra con la hoja de verdadero acero de Toledo, que me envió mi hermano Murat desde Gallípoli.

Orján sonrió y le dio unas palmadas en la oscura cabeza.

– Confío en que la guardarás bien, Halil. Es muy preciosa para mí, hijo mío.

El sultán batió palmas pidiendo un refrigerio.

Y mientras el niño comía satisfecho pasteles de miel y sésamo, Orján y Teadora hablaron. Para sorpresa de ella, él ya no la trataba como un objeto solamente destinado a su satisfacción sensual, sino más bien como a una hija muy querida. Ella, a su vez, se sentía más relajada que nunca en su compañía.

Él habló de la posibilidad de trasladar su capital a Adrianópolis, una ciudad del lado europeo del mar de Mármara, que estaba ahora bajo asedio. La dote de Teadora le había dado el punto de apoyo que necesitaba en Europa.

– Cuando Adrianópolis esté asegurada -preguntó ella-, ¿tomaréis la ciudad?

– Lo intentaré -respondió él-. Tal vez, a fin de cuentas te retirarás en Constantinopla.

Ella se echó a reír.

– ¡Vivid mil años, mi señor Orján! Soy demasiado joven para retirarme a parte alguna. El rió entre dientes.

– Demasiado joven, en efecto, y demasiado adorable. Eres 'a mujer más hermosa de mi casa.

Entonces, viendo aparecer en sus ojos una expresión cautelosa, despidió amablemente a la princesa y al niño.

Ya a solas, se preguntó, como había hecho mil veces desde la primera vez que se había acostado con ella, por qué no le gustaba a Teadora hacer el amor. Estaba seguro de que no había conocido a ningún hombre, salvo a él. Era virgen cuando la había poseído. Y era terriblemente apasionada cuando se excitaba; pero él había tenido siempre la impresión de que estaba lejos, con algún amante fantasma. Habría podido sospechar la existencia de otro hombre, pero encerrada como había estado dentro del convento, no podía haberlo conocido.

Era un misterio que todavía le intrigaba después de tantos años. Sabía que ella no le tenía antipatía. Se encogió de hombros. Su harén estaba lleno de jóvenes bellezas dispuestas a complacerlo. No comprendía por qué una joven princesa bizantina le intrigaba hasta tal punto.

CAPÍTULO 08

El cielo había estado despejado, brillante y azul durante todo el tiempo. Demasiado despejado. Demasiado azul. Ahora, el capitán observó cómo se reflejaba el sol poniente en la estela de su barco, y frunció el ceño. Los colores eran de nuevo brillantes en exceso, y el cielo, demasiado claro. Al hundirse el sol anaranjado detrás de las purpúreas montañas del Pindó, un pequeño destello verde esmeralda fue seguido de una franja mate del color del espliego. El capitán movió la cabeza e impartió unas breves órdenes. Había visto un cielo como éste en otra ocasión. Antes de una fuerte tormenta.

Suplicó a Alá que su pronóstico resultase equivocado. Se había alejado demasiado mar adentro para volver atrás, y si sólo se hubiese tratado de él mismo, su tripulación y el cargamento, no se habría preocupado; pero llevaba a bordo a la esposa más joven del sultán, la princesa Teadora, y a su hijo, el príncipe Halil. Los había traído a Tesalia hacía varios meses y ahora los llevaba de nuevo a casa.

Delante de él, el cielo estaba oscuro y sin estrellas; detrás, el ocaso había pintado el cielo de un gris teñido de llamas. El viento, que había sido fresco y suave durante todo el día, soplaba ahora en fuertes ráfagas desde el norte y el oeste. El capitán Hassan llamó a su primer oficial.

– Cuida de que todo los esclavos remeros coman bien y caliente, y di al capataz que, cuando descargue la tormenta, les suelte las cadenas. Si nos hundimos, no quiero tener sus almas sobre mi conciencia.

El oficial asintió con un gesto.

– ¿Tan grande es el peligro, señor?

– Tal vez el hecho de llevar a bordo a la esposa y el hijo del sultán me pone nervioso; pero la última vez que vi un cielo como éste, fue seguido de una fuerte tormenta.

– Sí, señor.

El segundo de abordo salió del puente para cumplir las órdenes de su capitán, mientras Hassan descendía al pasillo que conducía a las habitaciones de los pasajeros reales. Llamó a la puerta e Iris la abrió.

La princesa estaba sentada a una mesita, delante de su hijo. Jugaban a liebres y chacales. El hombre esperó a que ella le diese permiso para hablar.

– ¿Qué ocurre, capitán?

– Espero una fuerte tormenta para esta noche, Alteza. Preferiría que vos y los vuestros permanecieseis seguros en vuestras habitaciones. Si deseáis comida caliente, pedidla pronto, por favor. El cocinero tiene orden de cerrar la cocina y apagar el fuego en cuanto se alborote el mar.

– ¿Me tendréis informada, capitán?

– Desde luego, Alteza. Vuestra seguridad y la del príncipe Halil son para mí de la mayor importancia.

Ella lo despidió con un movimiento de cabeza y volvió a su juego. El capitán Hassan hizo una reverencia, salió, y recorrió todo el barco, comprobando las cuerdas y las escotillas a su paso. Se detuvo en la cocina y se sentó. Sin andarse con cumplidos, el cocinero puso ante él un humeante cuenco de un guisado de pescado con especias y un pedazo de pan. El capitán comió rápidamente, mojando pan en la salsa. Cuando hubo terminado, se volvió al cocinero.

– ¿Tienes todo lo necesario para dar de comer a los hombres, Yussef?

– Sí, señor. Lo preparé esta mañana. Hay pan en abundancia. Tengo pescado seco, carne de ternera y fruta. Y puedo hacer café con la lámpara de alcohol.

De pronto, el barco sufrió una violenta sacudida y empezó a cabecear. Yussef comenzó a apagar el fuego de la cocina; el capitán se levantó y dijo hoscamente:

– Vamos allá, amigo mío. Por lo visto, vamos a saltar bastante.

Teadora y los suyos estaban comiendo cuando empezó la tormenta. Después de cruzar el espacioso camarote de popa, la joven miró a través de la pequeña ventana hacia la penumbra. Detrás de ellos y a través de la cortina de lluvia, el cielo resplandecía todavía débilmente en un rojo ocaso. El mar era ahora negro, salpicado solamente por la espuma blanca de la cresta de las olas. Teadora se estremeció, previendo el peligro. Después, dominando sus emociones, dijo:

– Creo que deberíamos acostarnos temprano. -Revolvió los cabellos de su hijo-. No es momento de montar el telescopio que te envió tu padre, Halil. Esta noche no habrá estrellas.

– ¡Oh, madre! ¿No puedo quedarme levantado y observar la tormenta?

– ¿Te gustaría?

Estaba sorprendida, pero le complacía que su hijo no tuviese miedo.

– ¡Sí! Lástima que el capitán no me deje estar ahora en cubierta.

– Si él te dejase, ¡yo lo impediría!

– ¡Oh, madre!

Ella se echó a reír.

– Pero puedes quedarte levantado, hijo mío.

Satisfecho, el niño se ovilló en el asiento junto a la ventana, apretando la cara contra las pequeñas hojas de cristal. Ella se sentó a bordar en silencio una escena bucólica. Las esclavas retiraron la comida y desaparecieron en sus propias y pequeñas dependencias. Iris despabiló las lámparas que oscilaban inseguras, pendientes de sus cadenas. Teadora miró a Halil y vio que el niño se había dormido. Hizo una seña con la cabeza a Iris, quien tomó al pequeño en brazos y lo acostó.

– Sólo un niño inocente podría dormir con esta tormenta -observó la mujer-. En cuanto a mí, estoy aterrorizada, pero supongo que, si mi destino es alimentar a los peces, no me libraré de ello.

Se sentó en la cama de su ama y empezó a remendar tranquilamente una de las camisas de seda del pequeño príncipe.

Teadora continuó en silencio con su bordado. No era muy tranquilizador saber que Iris estaba tan asustada como ella; pero, al recordar las palabras de su difunta madre sobre la diferencia entre la clase gobernante y el resto del mundo, apeló de nuevo a la profunda reserva de disciplina que era su herencia. Ella era Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio. Era Teadora Cantacuceno, esposa del sultán. Debía ser fuerte por mor de su hijito y también de sus esclavas que, después de todo, no eran solamente una propiedad, sino también responsabilidad de ella.

Miró instintivamente hacia la pequeña ventana cuando el barco dio un bandazo particularmente violento y, por un terrible instante, tuvo la impresión de que su corazón se había parado. Veía tanta agua que no estaba segura de que el barco no se hubiese hundido ya. Entonces, la embarcación subió de nuevo como un corcho sobre la cresta blanca de la ola. Al recobrar el aliento, Teadora se dio cuenta de que le dolía un dedo. Miró hacia abajo y descubrió que se había pinchado. Una gota de sangre roja y brillante permaneció un momento sobre la tela blanca, antes de filtrarse en el bordado. Lanzó un gruñido de irritación y, tomando la jarra de agua dulce que tenía cerca, vertió un poco sobre la mancha. Frotando con fuerza, consiguió eliminar la sangre. Entonces se llevó a la boca el dedo dolorido y lo chupó.

Descubrió que estaba temblando y, de pronto, se le ocurrió que no quería morir. Tenía solamente veinte años, que en realidad no era una edad avanzada, y salvo por aquellas pocas y breves horas en el jardín del convento con el príncipe Murat, nunca había sido realmente feliz. ¿Y qué decir de su hijo? Sólo tenía siete años.

El barco cabeceaba ahora furiosamente; Iris gimió. Su cara había cobrado un enfermizo tono verde, y Teadora le acercó una jofaina justo a tiempo. Cuando Iris hubo terminado, Teadora tomó la jofaina y salió apresuradamente del camarote, desafiando a sabiendas las órdenes del capitán. No iba a pasar el resto de la tormenta encerrada en un camarote que olía a vómitos, pensó hoscamente. Seguro que esto habría prolongado la dolencia de Iris y tal vez debilitado su propio revuelto estómago.

Apoyándose en las paredes del pasillo, consiguió llegar a la salida. Plantándose en la escotilla, arrojó la jofaina a la tormenta, observando con asombro que el viento se apoderaba del recipiente de latón y lo sostenía en alto, como decidiendo si lo quería o no. Al cabo de un momento, se hundió en el mar agitado. Había algo tan maravillosamente vivo en la tormenta que, por un instante, Teadora permaneció donde estaba y, olvidando temporalmente el miedo, se echó a reír al ver la furia y la belleza del temporal.

Cuando llegó de nuevo a su camarote se encontró con que la pobre Iris se había quedado dormida en su estrecha litera. Teadora se sentó y volvió a su bordado. Había trabajado varias horas cuando se dio cuenta de pronto de que el mar volvía a estar en calma. Se levantó y estiró los entumecidos miembros. Una llamada la hizo acudir rápidamente a la puerta, donde esperaba el capitán, con aire fatigado.

– ¿Estáis bien, Alteza?