– Sí, capitán Hassan. Todos estamos bien.

– He venido para avisaros de que la tormenta no ha terminado aún.

– Pero el mar está tranquilo como un estanque.

– Sí, mi señora, en efecto. Nosotros lo llamamos el «ojo» de la tormenta. Un centro de calma en medio de la turbulencia. Cuando lleguemos al otro lado de esta calma, que Alá nos ampare. Por favor, permaneced en vuestro camarote.

– ¿Cuánto tiempo durará la calma?

– Tal vez media hora, mi señora.

– Entonces, con vuestro permiso, subiré un ratito a cubierta, capitán. Mi hijo y mis esclavas están durmiendo, pero confieso que yo estoy inquieta.

– Desde luego, Alteza. Os acompañaré.

Teadora cerró la puerta sin ruido y, apoyándose en el brazo del capitán, salió a la mojada cubierta. El aire denso flotaba inmóvil, y parecía que navegasen en un mar de tinta. Encima de ellos y a su alrededor, el cielo y el mar eran lisos y negros. Pero entonces el capitán señaló al frente y, bajo la extraña penumbra, Teadora descubrió que el agua, a cierta distancia delante de ellos, bullía con una espuma blanca.

– El otro lado de la tormenta, Alteza. No podemos libra nos de ella.

– ¡Es magnífico, capitán Hassan! ¿Sobreviviremos a su furor?

– Será lo que Alá quiera, mi señora -respondió, fatalista, el capitán, encogiéndose de hombros.

Permanecieron unos minutos junto a la barandilla. Después, al percibir la impaciencia del capitán, Teadora dijo:

– Volveré a mis habitaciones.

De nuevo en ellas, se inclinó sobre su hijo y lo besó delicadamente. Su sueño era tan profundo que ni siquiera se movió. Iris yacía boca arriba, roncando suavemente. Mucho mejor, pensó Teadora. Podré conservar más fácilmente la calma si nadie más me asusta.

Sintió que el barco empezaba de nuevo a moverse al acercarse al otro lado de la tormenta. Sentóse en silencio, cruzando las manos con fuerza, y rezó por la salvación del barco y de todos los que viajaban en él. Nunca, desde que había salido de Santa Catalina, se había sumido tan fervorosamente en la oración.

De pronto, cuando el barco dio un terrible bandazo, se produjo un choque que estremeció la embarcación en toda su estructura, y Teadora oyó gritos por encima de aquel estruendo. Entonces el cristal de la ventanita del camarote saltó hecho pedazos, y trozos de cristal y chorros de agua se esparcieron por el suelo.

Ella se levantó de un salto y permaneció un momento sin saber qué hacer, mientras la lluvia y la espuma del mar le empapaban la ropa. Iris se cayó de la litera, medio despierta, y gritó:

– ¡Que Alá nos guarde! ¡Nos estamos hundiendo! ¡Nos estamos hundiendo!

Teadora se volvió en redondo y levantó a la esclava, abofeteándola con toda su fuerza.

– ¡Cállate, estúpida! ¡No nos hundimos! La tormenta ha roto la ventana; esto es todo.

Por encima del rugido del viento, de la lluvia y del mar, oyeron una frenética llamada a la puerta del camarote. La princesa la abrió y un marinero cayó dentro de la estancia.

– Con los saludos del capitán, Alteza -jadeó-. Vengo a comprobar si se ha producido algún daño. Haré que entablen inmediatamente su ventana.

– ¿Qué ha sido aquel tremendo golpe? -preguntó Teadora.

El marinero se había puesto nuevamente en pie y vaciló antes de contestar. Por fin, encogió los hombros y dijo:

– Hemos perdido el palo mayor, mi señora, pero la tormenta casi ha terminado y no tardará en amanecer.

Salió corriendo.

– Despierta a las esclavas, Iris, y ordena que limpien toda esta porquería, para que los marineros puedan hacer rápidamente las reparaciones.

Se volvió y vio que Halil se había sentado en su cama y tenía los ojos muy abiertos.

– ¿Nos estamos hundiendo, madre?

– No, querido. -Rió forzadamente-. La tormenta, al terminar, ha roto la ventana y nos ha dado un buen susto. Esto es todo.

En pocos minutos quedó reparada la ventana. Se quitaron cuidadosamente los trozos de cristal que quedaban en el marco y fueron sustituidos por tablas y una cortina. La tormenta había amainado.

Teadora se atrevió a subir a cubierta y se impresionó al ver los daños. En efecto, el palo mayor había desaparecido y también la mayor parte de otro de los tres mástiles. Las velas habían quedado reducidas a jirones que ondeaban al viento. Era evidente que tendrían que confiar en los esclavos remeros para seguir navegando. Se preguntó cómo habían podido sobrevivir aquellos pobres infelices y tomó mentalmente nota de averiguar si había algún cristiano entre los remeros, para poder comprar su libertad. Desde que había sido madre, había seguido la política de comprar la libertad de los esclavos cristianos con quienes se tropezaba. Luego los enviaba, ya libres, a Constantinopla.

Se volvió al oír la voz del capitán a su lado.

– ¿Está bien vuestra gente, Alteza?

– Sí, gracias. Hemos estado calientes y secos durante casi toda la noche. ¿Alguna novedad en la tripulación?

– Hemos perdido cuatro remeros, y dos de mis marineros fueron arrastrados por las olas. ¡Ese maldito capataz! Perdón, Alteza. Yo le había ordenado que desencadenase a los galeotes cuando estallase la tormenta. Él desobedeció la orden, y los cuatro que hemos perdido se ahogaron en sus bancos. En cuanto hayamos limpiado todo esto, el capataz recibirá su castigo. No será un espectáculo agradable, mi señora. Os aconsejo que os quedéis abajo.

– Así lo haré, capitán, pero estoy tan contenta de seguir con vida para poder ver la aurora, que quisiera permanecer un poco más en la cubierta.

El capitán sonrió, satisfecho.

– Vuestra Alteza me perdonará si le digo que es una joven muy valiente. Estoy orgulloso de navegar con vos.

Después, ruborizado por su atrevimiento, dio media vuelta y se alejó a toda prisa.

Teadora rió para sus adentros. Los últimos meses, lejos de Bursa, habían sido maravillosos. Se había divertido muchísimo. ¡El mundo era un lugar realmente fantástico! No iba a ser agradable volver al harén y a la constante compañía de las otras dos esposas del sultán. No resultaría agradable volver a aquel tedio interminable.

Observó la luz irisada de la aurora que coloreaba el cielo gris azulado y se dio cuenta, de pronto, de que el este no estaba donde debía estar. Detuvo a un marinero y le preguntó:

– ¿Nos hemos desviado mucho de nuestra ruta?

– Sí, Alteza. Estamos bastante más al sur de donde deberíamos estar, pero el capitán lo arreglará muy pronto.

Ella le dio las gracias y volvió a su camarote. Iris estaba haciendo café con la lámpara de alcohol, y el cocinero había enviado una pequeña cesta de fruta seca, un poco de pan recalentado del día anterior y un queso pequeño y duro. Halil, que estaba levantado y vestido, agarró una fruta seca al pasar junto a su madre, disponiéndose a salir.

– El capitán ha dicho que me dejará gobernar el barco mientras ellos hagan la limpieza -anunció, muy excitado.

Teadora lo dejó marchar, haciendo una seña a su esclava personal para que lo siguiese.

– Estoy demasiado cansada para comer -dijo a Iris-. He pasado rezando la mayor parte de la noche. Ahora trataré de dormir. Despiértame a media tarde.

Se sumió en el sueño antes de que su cabeza reposara en la almohada.

El sol la despertó antes de que pudiese hacerlo Iris. Yació sobre la espalda en el mundo delicioso del duermevela, mecida por la suave oscilación del barco. Estaba sola, y un rayo de luz de sol penetraba por una rendija de las tablas fijadas apresuradamente. Cuando se desveló del todo, oyó extraños ruidos allá arriba. Un silbido. ¡Zas! Un alarido. Un silbido. ¡Zas! Un alarido. Y de pronto, ya del todo despierta, comprendió que debían de estar castigando al capataz… ¡y que su hijo estaba allí!

Teadora corrió a la puerta y la abrió. Llegó a la cubierta y se detuvo, petrificada. El infortunado capataz había sido atado al único mástil que quedaba entero. Menos mal que estaba ahora inconsciente, con la espalda convertida en una masa sanguinolenta llena de verdugones. El látigo seguía subiendo y bajando y, para horror de Teadora, su hijo estaba junto al capitán, tieso y orgulloso, contando con su voz juvenil los latigazos.

– Treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve…

La esposa más joven del sultán se sintió desfallecer. Se agarró al marco de la puerta y respiró hondo varias veces. No habría querido que Halil viese una cosa así. Todavía era un niño. Sin embargo, no parecía afligido en modo alguno.

– Cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco.

Teadora descubrió que ni siquiera podía mover las piernas. Miró a su alrededor. Toda la tripulación estaba presente, incluida una delegación de los galeotes. Y todos observaban en silencio.

– Cuarenta y nueve, cincuenta.

El látigo de piel de rinoceronte fue dejado sobre la cubierta; desataron al capataz y le frotaron las heridas con sal. Esto provocó un débil gemido y Teadora se sorprendió al ver que el hombre estaba todavía vivo y, más aún, tenía fuerzas para gemir. Los espectadores volvieron a sus tareas y Teadora consiguió recuperar la voz.

– Capitán, ¡venid en seguida, por favor!

Dio media vuelta y se dirigió a su camarote, pues no quería ponerlo en una situación enojosa delante de sus hombres.

– ¿Señora?

Ella se volvió, furiosa.

– ¿Cómo habéis consentido que un niño observase esa brutalidad y, peor aún, participase en ella? ¡El príncipe sólo tiene siete años!

– Os ruego que me escuchéis, Alteza. Tal vez no lo sabíais, pero este barco, que se llama Príncipe Halil, es propiedad de vuestro hijo. Un regalo de su padre. Todos los que estamos a bordo le debemos obediencia. Yo quería enviarlo abajo antes de que empezase el castigo, pero el príncipe Halil dijo que, como dueño del barco, era su deber administrar justicia. El capataz estaba a su servicio, y los esclavos que se ahogaron eran suyos. Esa fiera que está a vuestro cuidado lo aprobó, y no quiso despertaros. Aunque el príncipe sólo tiene siete años, Alteza, es otomano de los pies a la cabeza. Según la ley, es mi señor. No podía desobedecerlo.

– ¿Por qué no me informasteis de que el barco era de mi hijo?

– Señora -exclamó el asombrado capitán-, como el niño lo sabía, presumí que vos lo sabíais también. Sólo ahora me he dado cuenta de que no era así.

Teadora sacudió perpleja la cabeza, pero, antes de que pudiese añadir algo más, se alzó un grito en cubierta.

– ¡Piratas!

El capitán Hassan palideció y salió corriendo del camarote. Casi derribó a Iris, que volvía en aquel momento. La esclava tenía los ojos desorbitados.

– ¡Señora! ¡Piratas! ¡No podemos escapar! ¡Que Alá se apiade de nosotros!

– ¡Deprisa! -Ordenó Teadora-. Busca mi traje más rico. El de brocado de oro servirá. ¡Y mis mejores joyas! ¡Baba! -Gritó a un esclavo negro que entraba en el camarote-. ¡Pronto! ¡Busca al príncipe y vístelo también con sus ropas más lujosas!

Al cabo de unos minutos, subió a cubierta con el tiempo justo de ver cómo el buque pirata se arrimaba a la desmantelada nave real otomana. De su aparejo pendían algunos de los hombres de más malvado aspecto que jamás hubiese visto Teadora. Que Dios nos ampare, pensó. Pero permaneció orgullosamente inmóvil.

La joven esposa del sultán estaba impresionante, con su caftán de brocado de oro, un magnífico collar de rubíes y, haciendo juego, unos pendientes de oro rojo y rubíes. Llevaba también varios anillos: un rubí, una turquesa y un diamante rosa en la mano izquierda; un diamante azul y un zafiro en la derecha. Cubría sus oscuros cabellos con un diáfano velo de gasa con franjas de plata y oro. Un velo más pequeño le ocultaba la cara.

El príncipe Halil estaba igualmente magnífico, con su pantalón a rayas de seda blanca y brocado de plata, una chaqueta larga a juego y una camisa de seda blanca. Llevaba un pequeño turbante de tisú de plata, con una pluma de pavo real brotando de un enorme ojo de gato. Estaba plantado al lado de su madre, apoyando la mano en la empuñadura de la cimitarra de oro que le había regalado su hermano Murat. La pareja real otomana estaba rodeada de sus esclavas, Iris y media docena de jóvenes y aguerridos eunucos negros.

Debido a la presencia de los dos pasajeros reales, y también por el estado lastimoso del barco, el capitán Hassan se rindió inmediatamente, para evidente decepción de la tripulación pirata, que estaba ansiosa de pelea. El capitán pirata se distinguía fácilmente de sus hombres. Era un gigante rubio, con una barba corta del color del oro viejo. Llevaba pantalón blanco y cinto de seda negra. Su pecho desnudo estaba cubierto de un espeso vello rizado y dorado. Tenían la piel bronceada por el sol, era muy musculoso y empuñaba una cimitarra de oro. Calzaba botas altas hasta las rodillas, del cuero más suave y con dibujos dorados.