A una orden suya, el capitán Hassan y sus tres oficiales fueron obligados a hincarse de rodillas, y a una señal del capitán pirata, cuatro corsarios se adelantaron, estrangularon rápidamente a los desgraciados prisioneros y arrojaron sus cuerpos por la borda.

En el barco reinó un silencio de muerte. El gigante rubio se volvió despacio y miró a la tripulación reunida del Príncipe Halil.

– Soy Alejandro Magno -anunció con voz tonante-. Vengo de Focea. Os ofrezco una buena alternativa. Uníos a mí, o morid como vuestro capitán y sus oficiales.

– ¡Nos unimos a ti! -gritaron al unísono los marineros otomanos.

Alejandro Magno se volvió ahora a Teadora y a su hijo. Los eunucos negros cerraron inmediatamente filas, en posición defensiva, alrededor del príncipe y su madre.

– ¡No! -les ordenó ella.

Se apartaron para dejar paso franco al capitán pirata. Éste se acercó a la princesa y, por un momento, él y Teadora se miraron en silencio. La joven advirtió que los ojos del capitán pirata eran del color de una aguamarina claro, de un azul verdoso.

Él alargó una mano y tocó el collar de rubíes. Después lo arrancó de un tirón. Durante todo el rato, los ojos azules no se apartaron de los violetas de ella. Él desprendió rápidamente el velo que cubría la cara de la princesa, pero Teadora no se inmutó. El hombre suspiró. Arrojó el collar de rubíes sobre la cubierta y dijo:

– Una mirada a vuestra hermosa cara, exquisita mujer, ha hecho que las joyas pierdan todo su valor. ¿Es el resto de vuestra persona tan incomparablemente bello?

Acercó la mano al cuello alto del caftán de brocado, y entonces habló ella.

– Soy la princesa Teadora de Bursa, esposa del sultán Orján, hermana del emperador y la emperatriz de Bizancio. El niño es hijo mío y del sultán. Desarmados, podríamos brindaros una gran fortuna. Pero si continuáis con vuestras extravagantes acciones… -y miró primero el collar tirado en la cubierta y después la mano que seguía sujetando su traje-fácilmente podréis acabar vuestros días en el mayor infortunio.

Él la miró con admiración y pareció sopesar sus palabras. Después se echó a reír.

– ¡Qué lástima que aprecie yo tanto el oro, bella dama! Me habría gustado enseñaros a ser una verdadera mujer. -Rió de nuevo cuando Teadora se ruborizó-. Debo trasladaros a mi barco -siguió diciendo-, pero vos y vuestros acompañantes estaréis a salvo, señora mía. Llegaremos a Focea al anochecer y os alojaréis en mi palacio hasta que se pague el rescate. -Entonces levantó la manaza para asirle la barbilla. Sacudió la cabeza y suspiró-. Conservad velado el rostro, señora, o tendré que lamentar mi naturaleza práctica. Siento que me estoy poniendo nervioso.

Se volvió bruscamente y empezó a dictar órdenes. El Príncipe Halil sería llevado a Focea con una tripulación reducida, para ser reparado e incorporado a la flota pirata. Su tripulación y los galeotes serían repartidos entre los otros barcos en cuanto llegasen a Focea. Teadora y sus acompañantes fueron conducidos al bajel pirata y al camarote del capitán, donde permanecerían hasta que llegasen a destino aquella misma noche. Todavía exhausta por los sucesos de la noche anterior, Teadora se acomodó en la cama del capitán, con Halil por compañía. Iris guardó la puerta, mientras la princesa y su hijo dormían.

A última hora de la tarde llegaron a la ciudad pirata de Focea y Alejandro envió una barcaza para trasladar a los cautivos a su palacio. Éste se hallaba situado en la orilla del mar, a unas dos millas de la ciudad. Sentada entre los cojines de seda y terciopelo del lujoso bajel, con el hombre que la había capturado, Teadora se enteró de que éste era el hijo menor de un noble griego y estaba obligado, por ende, a ganarse la vida como pudiese. Desde su juventud había adorado el mar y había buscado en él lo que resultaba ser una vida magnífica.

Su esposa, una novia de la infancia, había muerto. Él no había vuelto a casarse, pero tenía un harén al estilo oriental. Aseguró a Teadora que no la tendría encerrada. Podría moverse libremente por las tierras de su propiedad, si le daba palabra de que no trataría de escapar. Teadora se la dio. Si hubiese estado sola, no habría accedido tan fácilmente, pero tenía que pensar en Halil y en Iris.

Como si le hubiese leído los pensamientos, el capitán señaló con la cabeza al niño.

– Me alegro de que ellos os acompañen, hermosa. Sois demasiado adorable para estar enjaulada a solas.

– ¿También leéis las mentes, pirata?

– Algunas veces. -Y después, bajando la voz-: Sois demasiado adorable para pertenecer a un viejo. Si tuvieseis un hombre joven y lascivo entre las piernas, tal vez os quitaría la tristeza de los ojos.

Ella enrojeció y dijo, con voz pausada e irritada:

– ¡Os propasáis, pirata!

Los ojos de aguamarina se rieron del insulto, y la boca del hombre imitó el acento de ella.

– Mi linaje es casi tan bueno como el vuestro, princesa. Ciertamente, el hijo menor de un noble griego es igual a la hija menor de un griego usurpador.

Ella levantó rápidamente una mano y dejó la huella en la mejilla del pirata. Pero, antes de que pudiese abofetearlo de nuevo, él le asió con fuerza la muñeca. Afortunadamente, Iris y Halil estaban demasiado interesados en la vista del bullicioso puerto pirata para fijarse en el diálogo entre Teadora y Alejandro. El capitán pirata volvió despacio la palma de la mano de Teadora hacia arriba y, sin dejar de mirarla a los sorprendidos ojos, depositó un beso ardiente en el centro de aquella carne suave.

– Señora -y su voz era amenazadoramente grave-, todavía no habéis sido rescatada. Otro hombre podría temer apoderarse de lo que pertenece al sultán, pero no yo. ¿Y quién lo sabría si lo hiciese?

Aquel beso había causado una sensación casi dolorosa en todo su cuerpo. Ahora, pálida por la impresión, murmuró con voz temblorosa:

– ¡No os atreveríais!

Él le dedicó una de sus lentas y burlonas sonrisas.

– La idea empieza a tentarme, hermosa.

La barcaza chocó contra el muelle de mármol y Alejandro saltó a tierra para ayudar a amarrarla. Aparecieron unas esclavas bien instruidas, para ayudar a Teadora y a sus acompañantes a saltar de la barcaza y conducirlos a su residencia. El grupo real dispondría de tres espaciosas habitaciones, con un baño privado y un jardín colgante que daba, al oeste, sobre el mar azul. Una esclava de dulce semblante mostró a Teadora un armario lleno con sus prendas de vestir, que habían sido traídas del barco. Halil e Iris descubrieron que también habían traído sus cosas.

– Mi amo no roba a sus invitados -explicó remilgadamente la esclava y Teadora reprimió el deseo de echarse a reír.

Aquel día no volvieron a ver a Alejandro. Les sirvieron una cena bien cocinada, acompañada de un vino excelente. Después de la ordalía de la tormenta, todos se acostaron temprano.

Teadora se despertó por la noche y se encontró con que Alejandro estaba de pie junto a su cama. A la luz de la luna, que se filtraba por las ventanas, pudo ver el deseo en su semblante. Se volvió para que él no viese su cuerpo desnudo y tembló cuando él dijo:

– Sé que estáis despierta, hermosa.

– Marchaos -murmuró furiosamente ella, sin atreverse a volverse de cara al pirata-. Si alguien supiese que habéis estado aquí, ¿creéis que el sultán pagaría mi rescate?

– Olvidáis que ésta es mi casa, hermosa.

– Incluso vuestra casa tiene espías -le respondió ella-. ¡Marchaos!

– Si con esto he de tranquilizaros, os diré que entré en la habitación por un pasillo interior poco utilizado y cuya existencia sólo yo conozco. Además, vuestro hijo duerme el profundo sueño de la inocencia y vuestra esclava bebió esta noche una copa de vino con unas gotas somníferas. Ahora está roncando como un cerdo.

– ¿Cómo os habéis atrevido? -exclamó ella, con incredulidad.

– Mi propia existencia se funda en la audacia -replicó él. Vamos, hermosa, no me volváis la espalda. -Alargando los brazos, la hizo volver de cara a él-. ¡Por Alá! -exclamó, con voz asombrada-. ¡El cuerpo supera incluso el rostro! Ella se encogió.

– Podéis violarme -dijo pausadamente-, pues no puedo venceros, pero después encontraré la manera de suicidarme. ¡Lo juro, Alejandro!

– No, hermosa, no -protestó él, mientras la abrazaba-. No digáis tonterías. -Movió audazmente la mano, con seguridad, haciendo que ella temblase con una mezcla terrible de miedo y deseo-. No os forzaré, pues estáis en mi casa. Pero sería una lástima que esos dulces pechos estuviesen tristes y no fuesen amados esta noche.

Y acarició, delicadamente, la carne suavemente hinchada. Los pezones de coral se irguieron y un débil gemido se escapó de la garganta de Teadora.

– ¡Ay, hermosa, lo deseáis tanto como yo! ¿Por qué os resistís?

– ¡Por favor! -Ella le apartó las manos-. Habéis dicho que no me forzaréis porque estoy en vuestra casa. Vuestro honor os lo prohíbe, ¿no? Entonces, pensad en mi honor, Alejandro. Pues, aunque sólo soy una mujer, también tengo mi honor. Soy esposa de Orján y madre de su hijo. No amo a mi marido y no negaré que mi cuerpo ansia el contacto de un hombre joven; pero mientras viva mi señor, ¡esto no sucederá! Pensad, capitán pirata, que también yo he de considerar mi honor. Aunque sólo nosotros lo supiésemos, sentiría que mi honra ha sido mancillada. ¿Podéis comprender esto?

El sonrió con tristeza.

– Había oído decir que Juan Cantacuceno tenía una hija sumamente instruida. ¡Razonáis como un griego, hermosa! Está bien. Ahora habéis triunfado y esta noche os dejaré en paz. Pero no puedo prometeros que siempre sea así. Mis bajos instintos podrían dominarme.

»Sin embargo, quiero vengarme un poco antes de irme, pues no creo que pueda apagar el fuego que habéis encendido en mi.

Y antes de que se diese ella cuenta de lo que pretendía, la abrazó con fuerza y sus cuerpos se tocaron desde el pecho hasta los muslos. Ahora estaban tendidos a lo largo de la cama y ella sintió el suave vello del pecho de él cosquilleándole los senos y la dureza de su virilidad contra los temblorosos muslos. Los labios del pirata se cerraron sobre los de Teadora en un beso abrasador y la lengua le recorrió la boca con una pasión brutal que la llevó al borde del desmayo. Deseaba entregarse a él. ¡Deseaba que él la penetrase!

Alejandro la soltó, sonrió y se levantó. -Que vos y vuestro honor gocéis de vuestra estancia en esta casa, Teadora, esposa de Orján -dijo, en tono burlón.

Paralizada por la impresión, ella observó cómo desaparecía detrás de una colgadura de la pared. Solamente cuando se aseguró de que estaba sola en la habitación, se echó a llorar. Él le había recordado algo en lo que no había querido pensar desde hacía años. Le había recordado que era una mujer. Una mujer joven, con los mismos cálidos deseos que cualquier otra de su edad.

No podía desahogar su afán. La intimidad con su marido le repugnaba y el recuerdo de Murat ardía en lo más hondo de su secreto corazón. Casi lamentaba haber despedido a Alejandro. Su cuerpo le había parecido maravilloso, y tenía la impresión de que sería un amante magnífico. ¿Tenía él razón? ¿Quién lo sabría? ¿Podría ella soportar su culpa si accedía a esta relación amorosa? Teadora vertió lágrimas amargas, pues sólo podía ver un largo futuro sin amor delante de ella.

CAPÍTULO 09

El hombre que se hacía llamar Alejandro Magno no era un atolondrado galán, sino un astuto hombre de negocios. Su base principal, la ciudad de Focea, estaba situada entre los emiratos de Karasi y Sarakhan, frente a la isla de Lesbos. Aunque Focea tenía un gobernante, eran Alejandro y sus piratas quienes traían prosperidad a la ciudad y la controlaban realmente. Alejandro tenía también bases en las islas de Quíos, Lemnos e Imbros. Además, tenía espías y vigilantes en las costas de otras islas más pequeñas, con lo que controlaba eficazmente las rutas marítimas del Egeo y las zonas próximas a los Dardanelos y del interior del Bósforo y del mar Negro.

Los mercaderes cuyos barcos surcaban regularmente aquellas aguas le pagaban un tributo anual, más un porcentaje de los productos de cada viaje. No podían engañar a Alejandro, pues tenían que someterse a una inspección previa al viaje. Sin ésta, no les entregaban un gallardete que ondeaba en el palo mayor. Y los barcos que no llevasen el gallardete de colores en clave de Alejandro eran considerados como presas legítimas y, por lo general, se les confiscaba todo el cargamento.

Alejandro prefería cobrar su tributo en oro, pero también aceptaba mercancías. Dos veces al año, varios de sus barcos navegaban hacia el oeste, hasta la Europa septentrional, donde los cargamentos de seda, perfumes y especias se pagaban a los precios más altos. Regresaban trayendo oro y esclavos rubios y de piel blanca, de ambos sexos, para su dueño. Había muchos grandes terratenientes dispuestos a enviar, a cambio de una pieza de seda o un paquete de especias preciosas o una moneda de plata, jóvenes siervos sanos y atractivos, para ser sometidos a esclavitud. Estos jóvenes se vendían después al mejor postor en subastas privadas a las que sólo asistían hombres entendidos y acaudalados. De este modo sacaba Alejandro un doble provecho de sus inversiones.