La emperatriz Elena se enteró de la existencia de Alejandro Magno por el servicio bizantino de información militar conocido como Oficina de los Bárbaros. Su amante actual era el oficial que dirigía aquel servicio. Sabiendo que su hermana regresaría por mar de los Manantiales de Apolo, Elena hizo saber a Alejandro que le gustaría que Teadora y su hijo muriesen. Por este servicio, ofreció pagarle una importante cantidad en oro. Alejandro era muchas cosas, pero no un asesino a sueldo. Y sabía más acerca de los bizantinos de lo que éstos sabían de él. Elena no disponía del dinero que había ofrecido.
Pero él le agradeció muchísimo la información que inconscientemente le había proporcionado. La esposa y el hijo del sultán valdrían un importante rescate. Por consiguiente, había averiguado la ruta que seguiría el barco y la fecha en que zarparía. Pero lo habría perdido, de no haber sido por aquella tormenta que los depositó amablemente delante de la costa de su ciudad.
Una mirada había bastado para que Teadora se llevase el corazón de Alejandro. Era más encantadora que cualquiera de las mujeres a quienes había conocido. No le preocupaba en absoluto que fuese esposa del sultán. Era un caudillo por derecho propio, y si quería algo, lo tomaba. Pero había calculado mal al presumir que ella estaría dispuesta a olvidar todo lo demás por el amor. Había llevado las cosas demasiado lejos y con demasiada rapidez. Para conquistarla, tendría que superarla en inteligencia. Alejandro era cazador por naturaleza, y la idea de la caza le resultaba muy estimulante. Pasarían semanas antes de que los miembros de su consejo se pusiesen de acuerdo sobre el rescate a pedir por la princesa y su hijo. Después, las negociaciones llevarían más tiempo. Pasarían varios meses antes de que se fijasen y pagase el rescate. Tenía tiempo.
Durante los días siguientes, Teadora vio muy poco a su captor, y esto la tranquilizó mucho. No había sido fácil resistir su ataque. Ahora permanecía en sus habitaciones y, para hacer ejercicio, paseaba varias veces al día por el jardín, en compañía de Iris. Raras veces veía a Halil. Este estaba ocupado con sus nuevos amigos, varios hijos de Alejandro y sus concubinas, e incluso comía y dormía con ellos.
– Es mejor así -dijo a Iris-. Para él no es más que una aventura. No le quedarán cicatrices de esta experiencia.
Al cabo de varias semanas, Alejandro se presentó una tarde en sus habitaciones, con un juego de ajedrez.
– Se me ocurrió que tal vez podríamos jugar una partida -dijo amablemente.
Ella sonrió.
– ¿Cómo sabéis que juego al ajedrez?
– Porque sois hija de vuestro padre y domináis el arte de la lógica. El ajedrez es un ejercicio lógico. Pero si no lo conocéis, yo os enseñaré, hermosa.
– Preparad el tablero, Alejandro, y disponeos a sufrir una derrota. Iris, tráenos vino muy frío y algunos pasteles.
El tablero del ajedrez era una obra de arte. Sus cuadrados incrustados eran de ébano y de madreperla; las piezas habían sido talladas en ónice negro y coral blanco. Aquella tarde jugaron dos partidas. El ganó fácilmente la primera, pues Teadora jugó con precaución. Después ella le plantó cara en la segunda, jugando con un desenfado casi temerario.
El se echó a reír cuando la joven le comió la reina.
– En la primera partida, sólo estuvisteis tomándome la medida -la acusó.
Sí. Difícilmente habría podido ganaros si no estudiaba antes vuestro método de juego.
Nunca me ha derrotado una mujer.
– Si seguís jugando conmigo, mi señor Alejandro, tendréis que correr este riesgo. Yo juego para ganar, y no me resignaré 3 Perder simplemente porque soy una mujer.
– ¡Habláis como una verdadera griega! -aprobó burlonamente él.
Ahora fue Teadora la que se echó a reír.
– No estoy segura de que lo consideréis un cumplido, Alejandro.
– Yo nací en Grecia, hermosa, y por consiguiente estoy acostumbrado a mujeres de gran inteligencia. Sin embargo, he vivido aquí, en Asia, el tiempo suficiente para comprender el trato que dan a las mujeres los orientales. Tiene también sus ventajas, pero hacía mucho tiempo que no hablaba realmente con una mujer.
– También hacía mucho que yo no hablaba realmente con un hombre -convino ella.
Él se quedó momentáneamente sorprendido. Después rió de buena gana.
– Olvidaba que vivís en un harén, hermosa, con eunucos y otras mujeres por única compañía. ¿No os aburrís mucho?
– A veces, pero no en estos últimos años. Mi hijo es inteligente y he pasado mucho tiempo enseñándole. Además, trabajo para rescatar cautivos cristianos y enviarlos a Bizancio. Pero cuando volvamos a Bursa, Halil tendrá que dejarme para acudir a su propia corte en Nicea. He tenido a mi hijo más tiempo del que se les permite a la mayoría de esposas de un sultán.
– ¿Qué haréis cuando se haya ido, hermosa?
Ella sacudió la cabeza.
– No lo sé. Pedí a mi señor Orján que me permitiera ir con Halil a Nicea…, pero no me dejará.
– Hará bien -replicó Alejandro-. El muchacho tiene que desenvolverse por su cuenta; de no ser así, nunca se libraría de vuestras faldas protectoras. Recordad que, en la antigua Esparta, separaban a los muchachos de sus madres a la edad de siete años.
Teadora esbozó una mueca y él rió entre dientes.
– Además, si yo fuese vuestro marido no querría que me abandonaseis.
– Tonterías. Orján tiene un harén de mujeres, muchas de las cuales son más bonitas que yo. No me necesita.
– Entonces, ¿por qué deseáis volver a él? Quedaos conmigo y sed mi amor. Seré tan dulce para vos, hermosa, que nunca querréis dejarme.
Ella rió vivamente.
– Creí que erais un hombre de negocios, mi señor Alejandro. Si tomase en serio vuestra halagadora oferta, perderíais una gran cantidad de dinero. Por consiguiente, sé que no podéis haberlo dicho seriamente.
Él la miró con sus ojos como aguamarinas y dijo pausadamente:
– ¿Podré volver a jugar en otra ocasión con vos, hermosa? -Como ella asintió con la cabeza, añadió-: Entonces dejaré aquí el tablero y las piezas.
Y se fue.
La princesa permaneció sentada, con el corazón palpitante, fuertemente cruzadas las manos sobre la falda. ¡Había hablado en serio! ¡Lo había dicho realmente en serio! Ella era esposa del sultán y, sin embargo, Alejandro la cortejaba descaradamente. ¿Qué ocurriría si le aceptaba? ¿Le importaría realmente a Orján, rodeado como estaba de todas aquellas sensuales y jóvenes bellezas? Sacudió la cabeza. ¡Esto era una locura! ¡Claro que le importaría a Orján! Le importaría aunque ella fuese la más humilde de sus esclavas, pues era de su propiedad. ¿Y qué le ocurría a ella, por pensar siquiera en una cosa semejante? Era Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio. ¡Era una esposa! ¡Una madre! ¡No una niña tonta cualquiera!
Alejandro no la visitó la noche siguiente, pero sí la otra, en la que jugaron dos partidas. Teadora ganó la primera y Alejandro la segunda.
– Esta vez -la zahirió él-he estudiado vuestro método de juego.
– Parece que somos tal para cual -respondió ella. Entonces, dándose cuenta de que él podía interpretar mal sus palabras, se ruborizó y añadió rápidamente-: En el ajedrez.
– Cierto -replicó tranquilamente él-. Si necesitaseis compañía, podéis visitar libremente a las mujeres de mi casa. Todas ellas sienten mucha curiosidad por la esposa del sultán.
– Tal vez algún día -respondió distraídamente ella.
Pero al prolongarse las semanas, empezó a sentir aquella necesidad de compañía. Decidió ir sólo una vez al harén, pues, indudablemente, las mujeres de Alejandro serían tan tontas y viciosas como las del de su marido.
Para su sorpresa, todas las mujeres del pirata la recibieron cordialmente, incluso sus tres favoritas, todas las cuales tenían hijos de él. Eran bonitas y de carácter dócil y, por lo visto, su único objetivo en la vida era satisfacer a su amo y señor. Se preguntó si saciarían la furiosa pasión que había visto acechar detrás de aquel hombre de buenos modales. Borró rápidamente la idea de su mente, mientras un rubor culpable teñía su semblante.
El harén de Alejandro era un lugar de placeres tranquilos. Todo era delicioso al tacto. El aire estaba dulcemente perfumado por flores exóticas. Los dedos hábiles de unas jóvenes muy lindas tocaban una música suave. La comida era deliciosa y muy bien servida. Ahora Adora ignoraba que el menú del harén se componía principalmente de alimentos que se consideraban afrodisíacos y, por consiguiente, eficaces para excitar sutilmente a las hembras.
Teadora no solía buscar la compañía de otras mujeres, pero las concubinas de Alejandro se mostraban sumamente amables con ella, muy diferentes de las mujeres de la casa de Orján. Sentían una enorme curiosidad por su vida en Bursa y también en Constantinopla. Resultaba difícil negarse a sus halagadoras súplicas de que les contase episodios de su vida.
También sentían curiosidad por las prácticas sexuales de las mujeres otomanas. Tal vez esperaban aprender algo nuevo, algo con lo que complacer a su señor. Con una habilidad que no había tenido ocasión de exhibir antes, las ilustró en varias cuestiones. Estaban encantadas. Con frecuencia Teadora tenía que reír disimuladamente. Por primera vez en su vida, contaba con amigas de su edad. Y aunque no la igualaban en inteligencia, lo pasaba bien con ellas. Casi se divertía tanto como su hijito en el cautiverio. Su favorita era Cerika, una deliciosa joven circasiana con un exquisito sentido del humor y el carácter más dulce que jamás hubiese encontrado Teadora en una mujer.
Pronto se encontró pasando el tiempo con ellas, no solamente en el harén, sino también en el baño y en las comidas. Era como si hubiese ingresado en el harén de Alejandro… salvo Por un detalle. Como Alejandro era un hombre viril, no pasaba noche en que no llamase a una de sus mujeres. Por la mañana, la afortunada era objeto de muchas bromas bienintencionadas y, recientemente, se comentaba si sus nuevas técnicas complacían a su amo. Envuelta en esta atmósfera sedosa v sensual, Teadora empezó a enervarse. Resultaba fácil negar su propia sensualidad cuando podía llevar una vida sensata y ordenada; pero, en la casa de Alejandro no había nada de esto.
Fueron pasando las semanas. El capitán pirata sabía que su hermosa cautiva estaba flaqueando, pero su capitulación era mucho más lenta de lo que él había esperado. Era una mujer muy testaruda y, aunque se había relajado mucho, todavía no se había olvidado de quién era.
Se había llegado a un acuerdo en el precio del rescate y llegó la noticia de que el sultán estaba preparando el envío del oro. Alejandro discutió con su conciencia, cosa que raras veces hacía. Pero, como de costumbre, salió triunfante su deseo, pues, por muy encantador que fuese, Alejandro era un hedonista. Deseaba a la bella Teadora, y estaba resuelto a conseguirla.
De haber dispuesto de más tiempo, habría dejado que los propios deseos de la joven se impusiesen a su mente; pero el tiempo apremiaba. El emisario del sultán tardaría menos de dos semanas en llegar. Alejandro sabía que tenía que actuar ahora o perdería su oportunidad. Si Teadora regresaba a Bursa sin concederle sus encantos, Alejandro enfermaría de añoranza. Y el pirata era un hombre acostumbrado a salirse con la suya.
La seducción de Teadora fue cuidadosamente urdida. Una noche, Alejandro le envió recado de que no podría ir para la partida de ajedrez. Esto la contrarió, pues las partidas se habían convertido en una diversión casi cotidiana, a la que ella se había aficionado mucho. A modo de disculpa, Alejandro le envió un cuenco de cristal lleno de rosas Oro de Ofir, un frasquito de dorado vino de Chipre y una fuente de plata con uvas verdes. Teadora, compadeciéndose de sí misma, envió a Iris a la cama y se bebió todo el vino. Después se sumió en Un profundo sueño.
Soñó cosas muy extrañas. Ciega, pues parecía no poder ver nada, la sacaron de la cama. Entonces, súbitamente, pudo ver de nuevo. Y es que le habían vendado los ojos con un pañuelo de seda. Miró alrededor y vio que estaba en una habitación cuadrada y sin ventanas. Las paredes y el techo eran negros. A un cuarto de la altura de la pared había una cenefa de oro, al estilo de los antiguos pergaminos griegos. Por encima de ella, había bellas pinturas de hombres con mujeres, mujeres con mujeres, hombres con hombres, y hombres y mujeres con animales, en diversas actitudes de juegos sexuales. Encima de las pinturas corría otra cenefa de oro.
La habitación estaba iluminada por lámparas colgantes y centelleantes, en las que se quemaba un aceite con olor a almizcle. Al quedarse Teadora de pie allí, dos jóvenes mujeres aparecieron a su lado y empezaron a frotarle el cuerpo con una crema perfumada que le producía un cosquilleo en la piel, frío y caliente al mismo tiempo. Poco a poco, sensualmente, la acariciaron hasta que la exquisita sensación que experimentó en su carne amenazó con provocarle un desmayo.
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