Delante de ella, en un estrado alto y alfombrado, entre sedas multicolores y cojines de terciopelo, hallábanse reclinadas las tres damas favoritas de Alejandro. Estaban, como ella, completamente desnudas. Sonriendo, la invitaron a reunirse con ellas. La joven avanzó despacio y permitió que la sentaran en medio del trío. Se mostraban muy amables y no pareció extraño que empezaran a acariciarle el cuerpo. ¡Era un sueño delicioso! ¡Qué suaves eran aquellas manos! Le acariciaron los senos, besándole los pezones y causándole un estremecimiento doloroso en todo el cuerpo cuando succionaron con fruición las puntas de coral.

Las manos de Cerika se deslizaron hacia abajo y por la cara interna de los muslos de Teadora, rozando, juguetonas, su feminidad. Teadora suspiró profundamente y tembló, cuando su amiga bajó la rubia cabeza y le besó la suave y sensible hendedura del sexo. Y ahora, las tres mujeres acercaron una copa a los labios de Adora, incitándola a beber. Al hacerlo, aumentó su sensación de bienestar.

Entonces apareció Alejandro, surgiendo de la oscuridad. Desnudo, parecía la estatua en mármol del antiguo dios Apolo Alto, de piernas musculosas y torso plano, estaba intensamente bronceado por el sol. Entre sus vigorosos muslos, había un triángulo de vello rubio y, sobresaliendo de los dorados rizos, el potente órgano de su virilidad.

Teadora no sintió miedo, porque lo deseaba. Y como esto no era más que un sueño delicioso, se creyó en libertad para no oponer resistencia. Dos de las otras mujeres le abrieron las piernas. Teadora sonrió y tendió los brazos al hombre. Por un instante, irguióse él delante de Teadora, con una sonrisa de triunfo en el hermoso semblante. Después se arrodilló y se puso a horcajadas sobre ella, para disfrutar plenamente de sus senos, y ella sintió la virilidad del pirata sobre su vientre. Él jugó delicadamente con Teadora tirando de los largos pezones, haciéndolos girar entre el pulgar y el índice. La joven se estremeció de placer y frotó el ombligo contra el músculo pulsátil que palpitaba contra ella.

Él le mordisqueaba los labios, poniendo suaves besos en las comisuras y en los parparos cerrados. Por primera vez Teadora oyó su voz y, de momento, se asustó. No recordaba haber oído nunca una voz en sueños. Pero la sensación que la acometió fue tan intensa que desterró el miedo.

– ¿Qué quieres que haga, hermosa? -preguntó él.

Teadora abrió despacio los ojos de párpados hinchados y dijo, con voz dulcemente seria:

– Tienes que hacerme el amor, Alejandro. Tienes que hacerme el amor. -Entonces volvieron los ojos a cerrarse lentamente.

Sintió las manos de él sujetándole las nalgas y sonrió encantada al sentir que Alejandro penetraba profundamente en su complaciente cuerpo, llevándola hasta el pináculo de la pasión. El era formidable. La llenó plenamente y Teadora pensó que iba a morir, pues realmente nunca había sentido una satisfacción tan grande.

Pero pronto le dio en los ojos la luz del sol y la voz de Iris la despertó de su profundo sueño. Tenía la boca amarga y le dolía terriblemente la cabeza. Había tenido un sueño muy extraño… pero no lograba recordarlo bien. Cuando trataba de concentrarse la cabeza le dolía más.

– Corre las cortinas -ordeno a su servidora-. El vino que me envió Alejandro la noche pasada ha estado a punto de matarme. ¡Dios mío! ¡La cabeza me duele de un modo insoportable!

– No hubieseis debido tomarlo todo, mi señora -le riñó Iris-. No estáis acostumbrada a las bebidas fuertes.

Teadora asintió con un gesto, pesarosa.

– Hoy me quedaré en la cama -dijo-, pues creo, en verdad, que no podría levantarme.

Se tumbó sobre los cojines, para dormitar en la fresca y oscurecida habitación.

Pero su sueño era inquieto, con locas y obscenas imágenes pasando por su turbada mente. Una habitación oscura con parpadeantes luces amarillas. Las tres favoritas de Alejandro, desnudas, acariciando su cuerpo. Cerika besándola en la boca y en… ¡oh, cielos! ¡No!

Ahora yacía sobre la espalda, con su clara piel de camelia resplandeciendo blanca sobre los cojines irisados. Encima de ella, el techo era de cristal veneciano, y veía a Alejandro entre sus piernas abiertas. Gimió desesperadamente, tratando de escapar al sueño; pero era imposible. En el sueño, él la poseyó un vez; después, tomó sucesivamente a cada una de sus favoritas y las despidió. Teadora había observado con asombro su actuación con las mujeres. Aquel hombre era un semental y no parecía fatigarse. Ahora a solas, él la poseyó por segunda vez y, volviéndola de bruces, volvió a hacerlo, en esta nueva posición.

Ella luchó por librarse de las imágenes, se despertó y vio que era ya una hora muy avanzada de la tarde. Se le había aliviado el dolor de cabeza, pero se sentía confusa y nerviosa. Aunque su piel estaba ahora fresca, las sábanas estaban húmedas de sudor y muy revueltas. De nuevo supo que había soñado, pero sólo recordaba que el sueño tenía algo que ver con Alejandro. Habían hecho el amor. Enrojeció de vergüenza. ¡Que absurdo!

Encogiéndose de hombros, llamó a Iris para que le trajese una jarrita de zumo de granada y un poco de comida. Después de comer, tomó un paño y los hábiles dedos de su esclava eliminaron su última tensión. Cuando llegó Alejandro para la partida de ajedrez, le recibió animadamente.

– Os eché de menos ayer noche -dijo-. Me gustan nuestras partidas. En cambio, bebí aquel vino terrible que me mandasteis y he pasado una noche inquieta, imposible. Cuando me he despertado hoy, tenía un dolor de cabeza espantoso. He estado en cama todo el día.

El rió entre dientes.

– Hubiese debido advertiros. Los vinos dorados de Chipre son engañosos, hermosa. Parecen dulces y suaves, pero, en realidad, son engañosos y fuertes.

– ¿No podíais avisarme? -preguntó ella, con cierta acritud, y él rió de nuevo.

Mientras jugaban, ella no dejó de lanzarle breves miradas desde debajo de las pestañas bajadas. El no había cambiado de actitud con respecto a ella. Seguro que, si lo que había imaginado hubiese ocurrido realmente, no estarían jugando como de costumbre. ¡No! Había sido una pesadilla, provocada por aquel vino fuerte. ¿Qué le hacía imaginarse tales cosas? Pero sabía la respuesta a esta pregunta: ansiaba el amor de un hombre y, mientras viviese su viejo marido, le estaría vedado. Suspiró, hizo una mala jugada y oyó que su raptor decía:

– ¡Jaque mate, hermosa!

Ella miro el tablero e hizo un pequeño mohín.

– ¡Oh, Alejandro, qué estúpida he sido! El rió al ver su decepción.

– No es propio de vos que me regaléis una partida, hermosa. -Y después, en tono más serio-: ¿Qué os preocupa? Ella sacudió la cabeza.

– Malos sueños, Alejandro. Unas pesadillas espantosas.

– ¿Podéis contármelos? Hablar de ellos suele poner los sueños en su debida perspectiva.

– No, amigo mío. Es demasiado personal. Me comporté de una manera impropia de mí, y esto me inquieta. ¡Espero no volver a tener estos sueños!

El la miró gravemente y le remordió dolorosamente la conciencia. La había drogado y después seducido, con el fin de satisfacer su ardiente deseo. Ella había estado realmente magnífica, pues, aunque lo ignorase, estaba hecha para el amor de un hombre. Había complacido y había sido complacida.

El problema sería ahora dejarla marchar, pues se había enamorado profundamente de Teadora durante el periodo de su cautiverio. Una idea lo consolaba. Cuando muriese el viejo sultán, ella sería devuelta a su familia en Constantinopla. Cuando esto ocurriese, él haría que su padre, que era vasallo del emperador, pidiese la mano de Teadora para él. Su padre estaría encantado de que quisiera por fin volver a casarse y dar herederos legítimos a la familia.

– No creo que vuelvan a turbaros esos sueños, hermosa -dijo pausadamente-. Y tengo buenas noticias para vos. Vuestro rescate tiene que llegar dentro de poco. Vuestro cautiverio casi ha terminado.

Ella sonrió, se inclinó sobre el tablero de ajedrez y tocó la mano de Alejandro.

– No he estado incómoda ni triste, amigo mío. El cautiverio en vuestra casa es muy agradable y vuestra amabilidad para conmigo y mi hijo no será olvidada. -Él se levantó.

– Lamento, Teadora de Bizancio, que vuestro sentido del deber sea tan fuerte. En otro caso, habríais podido quedaros aquí conmigo.

– Si no hubiese tenido ningún hijo, Alejandro, la vida tal vez me habría tentado. Pero, aunque mi hijo no podrá ser nunca sultán, es otomano. No lo privaré de su herencia.

El asintió.

– Sois una mujer admirable, hermosa. Lástima que los hombres de vuestro mundo nunca llegarán a comprenderos o apreciarlos realmente. -Ella sonrió con tristeza.

– Sin embargo, amigo mío, sobreviviré y tal vez logre triunfar.

El se echó a reír. Los dientes grandes y regulares lanzaron un destello blanco en contraste con su cara bronceada.

– Sí -dijo-. Si una mujer ha nacido para triunfar, creo que sois vos.

Y se marchó, sin dejar de reír.

CAPÍTULO 10

Murat, tercer hijo de Orján, había cabalgado desde la costa. Hacía algunas horas que había dejado atrás a su escolta, permitiendo que su gran semental negro galopara a su antojo. El caballo, apenas fatigado, entró ruidosamente en el patio embaldosado del palacio de Bursa. El príncipe saltó de la silla, arrojó las riendas a un esclavo y entró rápidamente en la casa de su padre.

Le impresionó el aspecto del viejo. Orján no disimulaba sus setenta años. El cabello y la barba eran blancos como la nieve. Los ojos oscuros habían perdido su brillo, las manos le temblaban ligeramente. Parecía haberse encogido y su cuerpo olía incluso a vejez. En cambio, su voz era fuerte.

– Siéntate -ordenó a su hijo, y el príncipe le obedeció en silencio-. ¿Café? -Gracias, padre.

Murat esperó, como dictaban los buenos modales, a que el café hirviente fuese vertido en las tazas finas como cascaras de huevo. Una esclava le ofreció el café, que él sorbió cortésmente antes de dejar la taza sobre la mesa redonda de latón.

– ¿En qué puedo serviros, padre mío?

– Teadora y su hijo han sido secuestrados -anunció Orján-. Ella llevó al muchacho a los Manantiales de Apolo, en Tesalia. Al volver, su barco fue sorprendido por una fuerte tempestad. Gracias a Alá, ellos se salvaron. Pero el barco sufrió graves daños y nada se podía hacer cuando lo atacaron unos piratas. Ahora el jefe pirata que se hace llamar Alejandro Magno los mantiene cautivos como rehenes en Focea. Quiero que lleves allí el dinero del rescate y traigas a mi esposa y a mi hijo sanos y salvos.

– Os obedeceré, señor -respondió el príncipe, con una calma que estaba muy lejos de sentir.

Orján explicó entonces los arreglos financieros, pero Murat sólo entendió unas pocas palabras.

Solamente había visto una vez a Teadora desde la boda con su padre, y los dos se habían mirado con mala cara. El había sufrido y deseado que ella sufriese a su vez. Ahora esbozó una mueca. Era muy propio de ella meterse en esta situación. Desde luego, no podía aceptar el hecho de que su hijo estuviese lisiado. ¡No! Había tenido que llevar al niño a través de mares peligrosos hacia un presunto lugar de curación.

Murat escuchó con rabia disimulada e impotente, mientras el padre hablaba de su preciosa Adora y de la importancia de su seguridad. ¡Orján la había mimado demasiado! Ella había sido siempre una joven consentida y malcriada. Si hubiese sido su mujer, la habría enseñado a obedecer. De pronto, su recuerdo lo asaltó con una intensidad que lo aturdió. Recordaba un cuerpo joven y ligero, de suaves senos; una cara en forma de corazón, con ojos amatista que miraban confiadamente; una boca dulce que temblaba al recibir los besos. ¡Por Alá! Era tentadora, pensó con amargura. Si tenía oportunidad, se convertiría probablemente en una zorra, como sus dos escandalosas hermanas en Constantinopla. Sofía y su último amante habían sido muertos hacía poco, y la emperatriz Elena cambiaba descaradamente de amantes. Apretó los dientes y obligó a su mente a captar lo que estaba diciendo su padre:

– … y los acompañarás personalmente hasta Bursa, hijo mío. Sin duda mi pobre Adora habrá sufrido muchísimo. Y también el pequeño Halil.

¡Bah!, pensó agriamente Murat. La bruja habrá estado sin duda alguna muy cómoda. Lo único que tenía que hacer era hechizar al jefe pirata con aquellos ojos fabulosos. En cuanto a mi pequeño medio hermano, probablemente considera todo esto como una gran aventura.

El humor del príncipe Murat no mejoró cuando, al llegar a Focea, descubrió que había acertado en sus suposiciones. La tercera esposa del sultán vivía en una casa muy elegante, y el príncipe Halil era evidentemente mimado por su apresador. En realidad, el pirata parecía hallarse en excelente relación con ambos cautivos reales.