Murat llegó a Focea muy avanzada la tarde. Habría sido imposible terminar el asunto del rescate antes del anochecer; por otra parte, se hubiese considerado una tremenda descortesía rechazar la hospitalidad del jefe pirata. Para sorpresa de Murat, esta hospitalidad no era solamente lujosa, sino también de un gusto exquisito.

Pero, antes que nada, lo llevaron a ver que Teadora y Halil estaban a salvo y se les trataba con toda dignidad. Murat había estado inquieto durante todo el viaje desde Bursa. No había visto a Teadora desde hacía casi ocho años. ¿Habría cambiado? Probablemente. Las mujeres bizantinas eras propensas a engordar, y a su padre le gustaban las mujeres con carne sobre los huesos.

No ayudó a serenar la turbada mente de Murat el hecho de que ella fuese todavía esbelta o de que, cuando lo miró a los ojos, los de ella estuviesen rebosantes de una emoción que él no comprendió. Entonces, ella se levantó y fue hacia él, tendiéndole las manos en ademán de bienvenida y con una máscara de cortesía en el semblante.

– Príncipe Murat. Habéis sido muy amable al venir a rescatarnos. ¿Cómo está mi señor Orján? Espero que no le haya hecho sufrir demasiado nuestra desgraciada situación.

El hizo una breve reverencia.

– Mi padre está bien. ¿Habéis sido bien tratados, Alteza?

– El señor Alejandro ha sido el alma de la cortesía casi desde el primer momento de nuestra captura -respondió ella.

¿Había un atisbo de risa en su voz? ¿Por qué parecía tan incómodo aquel alto bufón rubio que se hacía llamar Alejandro Magno?

– Mañana terminaré las negociaciones del rescate y vendré a buscaros, a vos y a Halil -dijo bruscamente Murat-. Estad preparados.

Sin embargo, la cosa no fue tan fácil como había previsto el príncipe Murat. Después de un banquete maravilloso, unas atracciones excelentes y una exquisita virgen circasiana rubia para calentarle la cama, despertó a una mañana lluviosa y al conocimiento de que su anfitrión era inflexible en sus exigencias.

– Pedí a vuestro padre cien mil ducados venecianos de oro, príncipe Murat. No soy un mercader con el que se pueda regatear, ni podemos tratar el rescate de la princesa y su hijo como haríamos con los precios de melones en el mercado. Aceptaré los cincuenta mil que habéis traído a cambio de la princesa. Pero el muchacho debe quedarse aquí, en Focea, hasta que reciba los otros cincuenta mil ducados.

– ¿Por qué no soltáis al muchacho y retenéis a su madre?

Alejandro se echó a reír.

– Porque no soy tonto, príncipe Murat. Vuestro padre tiene muchas mujeres con las que divertirse, pero pocos hijos. Si soltase al muchacho tal vez no volvería a tener noticias de vuestro padre. La princesa Teadora no permitirá que vuestro padre abandone en el cautiverio al único hijo de ella. No, Alteza; podéis regresar a Bursa con la princesa, pero el príncipe Halil permanecerá aquí hasta que yo reciba todo el rescate.

– No la conocéis, Alejandro. Es muy testaruda. No se marchará dejando a su hijo aquí.

– Este es vuestro problema, príncipe Murat. Pero creo que sois vos quien no la conocéis. Es una mujer sumamente lógica y nosotros, los griegos, siempre hemos estimado a las mujeres inteligentes. Ella comprenderá la sensatez de mi posición.

Murat apretó los dientes y fue a decirle a Teadora que su hijo tendría que quedarse, porque Orján no había enviado todo el rescate. Para su sorpresa, ella no se puso histérica ni se enfureció.

– Vuestro padre es un gran guerrero y gobernante, pero muy mal diplomático -dijo la princesa serenamente-. Está bien. Halil permanecerá aquí. Haré que Iris se quede con él y yo me iré con vos.

– ¡Por Alá! ¿Qué clase de madre sois? ¿Ni siquiera ofreceréis quedaros en lugar del niño?

Ella pareció sorprendida.

– ¿Lo permitiría el señor Alejandro? Creo que no, pues no es tonto. Vuestro padre regatearía seguramente mi rescate, pues si tuve importancia para él, fue solamente por Tyzmpe, que ahora es suya. Pero no regateará por Halil, pues está orgulloso de mi hijito. En su vejez, el niño es prueba de que conserva la virilidad, y esto parece ser muy importante para él.

Murat estaba enfurecido por su calma, y todavía más por el hecho de que Alejandro, en tan poco tiempo, pareciese conocerla mejor que él.

– Os tenéis en muy baja estima, señora -espetó fríamente-. Vuestro marido no paraba de llorar y de lamentarse por vuestra seguridad.

– ¿En serio? -preguntó ella, con ligero interés-. ¡Qué raro! Hace varios años que no lo veo, salvo en ceremonias oficiales. -Se encogió de hombros y añadió-: Debo informar a mi hijo del giro que han tomado los acontecimientos. ¿Cuándo deseáis partir?

– Dentro de una hora.

– Estaré preparada.

El permaneció sentado inmóvil durante unos minutos, después de marcharse Teadora. Había cambiado; ya no era la niña inocente y traviesa de antaño. Ahora estaba serena; pero en una cosa no había cambiado: era incapaz de disimular su inteligencia y, en realidad, ni siquiera lo intentaba. Había madurado en los años transcurridos desde su primer encuentro y él se jactaba de ser también más inteligente. Sin embargo, todavía le costaba aceptar el hecho de que Teadora pensara por su cuenta. Era algo antinatural en una mujer, sobre todo en una mujer tan bella. Las mujeres y en particular las hermosas estaban hechas para dar satisfacción al hombre, y el hombre no quería discutir con ellas asuntos importantes. ¡Por Alá! ¡No!

Rió en voz alta y salió al patio bajo la lluvia, para ultimar los preparativos de la partida. Se había visto obligado a dejar su escolta fuera de las murallas de Forcea y había llegado solo. Alejandro Magno tomó medidas para que Teadora viajase a través de la ciudad en una litera cerrada. Cuando su escolta la recibiera, la princesa se trasladaría a un vehículo real otomano y la litera sería devuelta al pirata.

Teadora salió al patio vestida para el viaje, acompañada de Iris y Halil. El muchacho corrió al encuentro de su medio hermano mayor y Murat lo cogió en brazos.

– ¡Bueno, Halil! ¡Por fin vas a separarte de tu madre y ser un hombre!

– ¡Sí, hermano mío! -Los ojos del niño brillaban de excitación. Después bajó la voz y murmuró, confidencialmente-; He aprendido muchas cosas que serán de valor para ti, Murat. Porque soy un muchacho al que no prestan mucha atención, y creen que yo no los comprendo. -Hizo un guiño malicioso-. ¡Pero lo entiendo todo! Cuando tú seas sultán, te seré de gran ayuda, pues tengo muy despejada la cabeza.

– Nuestro hermano Solimán es el sucesor elegido por nuestro padre, Halil.

El chico miró al hermano mayor con los ojos violetas de su madre y dijo:

– Esto es verdad, Murat, pero, ¿le dejarás reinar?

– A los monos sabios con frecuencia les pellizcan la nariz, hermanito -rió el príncipe Murat.

Al bajar al muchacho, éste repitió su guiño descarado y corrió hacia su madre.

Teadora lo abrazó con fuerza.

– No me gusta dejarte, Halil, pero si no trato personalmente con tu padre…

Vaciló. El chico se echó a reír.

– Acabaría siendo un hombre mayor y con hijos propios antes de que volvieses a verme, madre -terminó por ella.

Ahora le tocó a ella reír y a Murat le dolió ver juntas sus cabezas tan parecidas. Había una intimidad entre ellos que no podía penetrar, y se sentía casi celoso.

– Tenemos que marcharnos -dijo bruscamente-. Quiero estar fuera de las murallas antes de que anochezca.

Ella lo observó y su mirada fue tan penetrante que Murat sintió que se ruborizaba. Teadora se inclinó y abrazó con fuerza al chico.

– Obedece a Iris y no hagas enfadar demasiado a Alejandro, mi querido Halil. Te quiero, cariño, y esperaré con ansiedad el día en que volvamos a reunimos.

Lo besó y subió a la litera que la estaba aguardando. Alejandro salió al patio y, en voz baja y para que sólo ella le oyese, dijo:

– No temáis, hermosa. Vuestro pequeño estará tan seguro aquí como mis propios hijos.

Ella sonrió y le apretó el brazo con los dedos.

– Sé que cuidaréis bien de él, Alejandro. Pero no lo miméis demasiado, os lo suplico. Sabéis que es un pequeño mono muy inteligente; por consiguiente, tenedlo ocupado.

– Lo haré, hermosa, pero ¿quién me tendrá ocupado a mí? Echaré de menos nuestras partidas de ajedrez.

– También yo. En mi mundo, los hombres no tratan a sus mujeres con tanto respeto. No os olvidaré, Alejandro. Quedad con Dios.

– Adiós, hermosa.

El jefe pirata se irguió y vio que el príncipe Murat lo estaba mirando con ojos chispeantes e irritados. ¡Santo Dios!, pensó. Me pregunto si se ha dado cuenta. ¡Conque tengo un rival! Pero yo te conozco, mi buen príncipe, mientras que tú no puedes saber realmente cuáles son mis intenciones. Se acercó al sitio donde estaba el príncipe montado en su semental.

– Decid a vuestro padre, mi señor príncipe, que el príncipe Halil estará a salvo y bien atendido en mi casa hasta que se pague su rescate.

Y sin dar a Murat ocasión de replicar, dio media vuelta y entró en casa.

Furiosamente, el príncipe tiró de las riendas e indicó a los otros que se pusiesen en marcha. Los esclavos levantaron la litera y salieron del patio hacia la ciudad. Alejandro les había destinado una pequeña pero imponente escolta que los acompañó hasta la puerta del norte de la ciudad, donde estaban esperando los soldados del sultán.

Había empezado a llover de nuevo y el príncipe Murat desmontó para trasladar a Teadora de una litera a otra. Ella lo miró un momento a la cara, antes de bajar modestamente sus maravillosos ojos de amatista. Era suave y dulce, y su perfume le emborrachaba. Tropezó y ella rió en voz baja. Él sintió que la sien le latía. ¡La deseaba! ¡Por Alá, cuánto la deseaba!

La depositó bruscamente en su litera y volvió a montar el semental. Todavía tendrían algunas horas de luz, las suficientes para poner más millas entre ellos y la ciudad de Focea. Cabalgó en silencio al frente de la comitiva y los soldados que lo acompañaban pensaron que su aire malhumorado se debía a haber tenido que dejar a Halil. Murat, bey otomano, siempre se enorgullecía de hacer bien su trabajo.

Pero la verdad era que el príncipe estaba pensando en la joven de la litera. Nunca le habían faltado mujeres, pero Teadora Cantacuceno había sido la única que le había robado el corazón.

Recordaba que una vez le había dicho que, cuando muriese el sultán, la haría su esposa. Se sorprendió al confesarse que todavía la deseaba. Pero no como esposa. ¡No! Sacudió irritado la cabeza. Era una ramera bizantina como sus hermanas y no había que confiar en ella. Había que ver cómo lo había tentado hacía un rato, riéndose después de su turbación.

Cuando estaba a punto de anochecer, dio Murat la orden de acampar. Los hombres estaban acostumbrados a dormir al raso, pero se levantó una tienda para Teadora. Le gustó, porque era muy lujosa. Como había dejado a Iris al cuidado de su hijo, la atendió un soldado veterano. Le trajo agua caliente para lavarse y se ruborizó y sonrió como un tonto cuando ella le dio amablemente las gracias.

Su tienda había sido montada sobre una plataforma de madera cuyas toscas tablas estaban cubiertas con gruesas alfombras de lana de colores y pieles de cordero, para resguardarla del frío y de la humedad. Pero no era muy grande. Había una bandeja de latón colocada sobre patas plegables de ébano, un brasero de carbón y una cama hecha de pieles de cordero, con un colchón de terciopelo y varias almohadas de seda. Dos pequeñas lámparas de cristal pendían de cadenas sujetas a los postes de la tienda.

El viejo soldado volvió para traerle comida: pedacitos de cordero asado con pimienta y cebolla, sazonados con romero y unas gotas de aceite de oliva, y servidos sobre una capa de arroz con azafrán. Como acompañamiento, una pequeña y espesa hogaza de pan, acabado de cocer sobre las brasas de la fogata, una bota de agua fría de un riachuelo cercano, perfumada con esencia de naranja y cinamomo, y dos manzanas maduras. Dio las gracias al soldado. Al preguntar por el príncipe, aquél le dijo que estaba comiendo con sus hombres.

Compadeciéndose un poco, Teadora se dispuso a cenar sola. Hacía tiempo que había superado su irritación contra el príncipe Murat. Hoy, cuando él había tropezado al transportarla, había sentido los latidos de su corazón y se había reído de alegría al pensar que todavía se interesaba por ella. De pronto, todos los viejos sentimientos salieron a la superficie, sorprendiéndola con su intensidad.

Hacía varios años que no compartía la cama de Orján y, aunque su marido la había excitado una vez físicamente, solamente sus propias fantasías habían impedido que se volviese loca. En su vejez, y en su desesperado intento de conservar su potencia, Orján se había inclinado hacia la perversión. La última vez que Teadora había compartido su cama, él había incluido una virgen de diez años de la cuenca del Nilo, una niña de piel dorada y hermosos ojos de ónix. Orján había obligado a Teadora a estimular sexualmente a la niña, mientras él observaba y se excitaba. Después había desflorado brutalmente a la llorosa víctima, mientras Teadora vomitaba el contenido de su estómago sobre la cama. Y nunca más, para su gran alivio, se le había ordenado compartir el lecho de su señor. Si se lo hubiesen pedido, habría preferido la muerte a repetir una experiencia parecida.