Al recordar las horas preciosas que había pasado en el huerto con Murat, le parecía que era la única vez en su vida que había sentido ternura en un hombre. ¿Se habría mostrado tan tierno si hubiese sido su marido? Nunca lo sabría. Teadora se lamió reflexivamente los dedos. Después se los lavó en un pequeño aguamanil de cobre, tomó una manzana y la mordió.

– ¿Te ha gustado la cena?

Ella levantó la cabeza, sorprendida, y vio que Murat había entrado en la tienda.

– Sí -respondió-, pero he estado muy sola. ¿Por qué no has comido conmigo?

– ¿Con una mujer? ¿Comer con una mujer? ¿Le dio alguna vez a mi padre por comer con sus mujeres?

– ¡Claro que no! Pero esto es diferente. Yo soy la única mujer aquí, y ni siquiera tengo una esclava que me haga compañía. Tú eres la única persona noble que me era asequible.

El rió entre dientes, recobrando su buen humor.

– Ya veo. Tú sólo quieres mi compañía porque ambos somos príncipes. No sabía que fueses tan presuntuosa, Adora.

– ¡No! ¡No! Me interpretas mal -protestó ella, ruborizándose.

– Entonces, explícate -la pinchó Murat, arrodillándose entre los cojines delante de ella.

Teadora levantó la cara adorable y le miró.

– Quería decir que, ya que nuestra situación es informal, pensé que habrías podido hacerme compañía mientras cenaba.

Él la miró a su vez, con sus ojos negros como el azabache, y antes de que la joven pudiese darse cuenta de lo que sucedía, la atrajo hacia sí y empezó a besarla. El mundo que la rodeaba estalló en un millón de centelleantes pedazos. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Su boca era tan dulce! El beso era tierno y, sin embargo, apasionado al mismo tiempo. Durante un minuto, ella se entregó por completo, saboreando su calor y su dulzura. Había pasado tanto tiempo, ¡tanto tiempo!

Entonces, al recobrar su peso, echó la cabeza atrás y murmuró frenéticamente:

– ¡No, Murat! Por favor, ¡no! ¡Esto está mal!

Él levantó la mano y enredó los dedos en los cabellos oscuros.

– Cállate, mi dulce Adora -le ordenó, y su boca volvió a apoderarse de la de ella. Pero esta vez la besó afanosamente, quemándole los labios, exigiendo salvajemente su completa rendición. Incapaz de dominar el deseo que crecía en su interior, ella levantó los brazos, le rodeó el cuello y lo atrajo entre los almohadones.

El tiempo perdió todo significado para Adora. Sabía que lo que hacían era contrario a los preceptos de sus dos religiones; pero se necesitaban tanto, recíprocamente, que aquel hambre furiosa borraba de sus mentes todo lo demás. Ella sabía que Murat le había desabrochado completamente la blusa, pues sus labios le recorrían ahora libremente la garganta, moviéndose hacia abajo hasta los senos y chupando hambriento los pezones hasta causarle un dolor intenso.

Él encontró el camino debajo de la seda del holgado pantalón y la acarició entre los muslos temblorosos, encontrando húmeda la piel por el ardiente deseo. Su mano la incitó delicadamente, y ella se estremeció bajo su tacto y prorrumpió en un grave sollozo cuando él introdujo dos dedos en su cuerpo. Se arqueó y se estiró, buscando desesperadamente, buscando una satisfacción que parecía no poder llegar.

– Calma, mi dulce Adora -la apaciguó él-; no te afanes tanto, mi amor. Lo que tiene que ser, será. -La estaba besando de nuevo, pero, esta vez, arrimó los labios a su oído y murmuró dulcemente-: Te quiero, Adora, pero como quiere un hombre a una mujer. Basta de juegos de amantes. Quiero penetrar en tu dulzura, gritar de alegría por el hermoso acto que realizaremos juntos.

Teadora se estremeció, flaqueando, y él le mordisqueó el pequeño lóbulo de la oreja.

– Abre las piernas, Adora. Estoy ardiendo por poseerte, mi adorable ramera bizantina. Deja que pruebe las delicias que has dado de buen grado a mi amartelado padre y a tu pirata griego.

Ella se quedó helada, incapaz de creer lo que acababa de oír.

– Yo seré para ti, mi paloma, un amante mejor que cualquiera de ellos -prosiguió brutalmente él.

De pronto, aulló de dolor cuando la rodilla de la joven le alcanzó el bajo vientre. Teadora se levantó, echando un fuego amatista por los ojos, abrochándose frenéticamente la blusa, tratando desesperadamente de contener las lágrimas que ya rodaban por sus mejillas.

– Aunque Halil es el gozo de mi vida, nunca fui de buen grado a la cama de tu padre -le espetó, furiosa-. Y aunque esto no es de tu incumbencia, ¡Alejandro no fue jamás mi amante! A diferencia de vosotros, malditos otomanos, que consideráis que la utilidad de la mujer está limitada a la cama del hombre, los griegos admiran a las mujeres inteligentes. No temen, como pareces temerlo tú, que una mujer ilustrada pueda convertirlos en impotentes. Y en cuanto a mi propia inteligencia, empiezo a dudar de que la tenga. Porque si la tuviese, ¿cómo hubiese podido creer que me apreciabas como antaño? -Ahora estaba llorando a lágrima viva, sin preocuparse de su aspecto-. ¡Te odio! Sal de mi tienda o empezaré a gritar. ¡Los soldados de tu padre no vacilarán en matar al violador de la esposa del sultán! -Y le volvió la espalda.

El se levantó despacio, empleando la mesa de latón para conservar el equilibrio. Por un momento lo invadió una oleada de vértigo, sucesiva al dolor; pero respiró despacio, profundamente, y su cabeza se despejó.

– Teadora. Perdóname, paloma.

– ¡Vete!

– Te he deseado ardientemente desde el día en que te vi caer del muro de tu convento. Estuve físicamente enfermo cuando te convertiste en esposa de mi padre. Ayer, al llegar a Focea, me encontré con que aquel engreído pirata te cortejaba abiertamente.

– Y presumiste que me había comportado como una ramera. ¡Nunca te perdonaré! ¡Nunca! ¡Vete!

– Pensé que eras como tus hermanas.

– ¡Vete!

– Mi padre es viejo, Adora. Pronto irá a reunirse con sus antepasados, y yo pediré tu mano, como prometí hace tanto tiempo.

– ¡Antes moriría que entregarme a ti!

El rió roncamente.

– No, no lo creo, paloma. Hace solo un momento eras como una perra en celo. Vendrás a mí cuando yo lo ordene.

Giró sobre sus talones y salió de la tienda.

Teadora apretó los puños con fuerza. ¡Él tenía razón! ¡Que Dios lo maldijera, pero tenía razón! Teadora lo deseaba tanto como Murat a ella. Y hundida entre los cojines, lloró lágrimas amargas.

CAPÍTULO 11

Orján, el sultán, miró a su tercera esposa. Se ponía particularmente bella cuando se enfurecía. Casi lamentó no poder funcionar ya con ella como hombre. Mantuvo impasible el semblante, aunque estaba sumamente divertido. No había otra mujer en su harén que se atreviese a levantarle la voz y, aunque la castigaría por ello, admiraba su valor.

Alzó la mano y la descargó contra su mejilla con suficiente fuerza para dejar una huella.

– ¡Cállate, Adora! Halil es también hijo mío; pero, ahora que he descubierto que tu hermana Elena está detrás de este secuestro, no pagaré otro dinar a ese pirata griego. -¿Vais a abandonar a mi hijo?

– No, querida, no pienso abandonar a Halil. Y de nuevo te recuerdo que también es hijo mío. Ya que tu hermana fue lo bastante imprudente para tratar de atacarme valiéndose de mi esposa y de mi hijo, creo que Bizancio debe pagar el resto del rescate. También te diré que, si Alejandro Magno no fuese tan codicioso, tú y Halil estaríais ahora muertos. Tu hermana quería que os asesinase, pero él sabía que no podría pagarle y decidió que le seríais de mayor provecho vivos que muertos. Un hombre inteligente, ese pirata.

Teadora tenía desorbitados los ojos por la impresión.

– Pero ¿por qué, mi señor? ¿Por qué quiere mi hermana vernos muertos a mí y a su inocente sobrino? Yo nunca la he perjudicado.

Orján rodeó con un brazo amable la cintura de su esposa y sacudió cansadamente la cabeza. ¡Pobre Adora! Había estado demasiado protegida. Ya era hora de que madurase. Si no lo hacía, temía por su seguridad después de que él muriese.

– Tu hermana esperaba que tu muerte y la de Halil ocasionasen la mía. Después trataría de fomentar la discordia entre Solimán y Murat. Cuando éstos se hubiesen destruido, sólo quedaría mi pobre hijo loco, Ibrahim. Aunque nuestras leyes prohíben que hereden los mental o físicamente incapaces, alguien coronaría a Ibrahim y se valdría de él. Tu hermana lo sabe. Y la agitación dentro de nuestro reino otomano conviene a Bizancio.

– Por consiguiente, obligaréis a Juan Paleólogo a pagar el resto del rescate de Halil. Tendrá que hacerlo, desde luego, porque nosotros somos mucho más poderosos que él.

El sultán sonrió, al observar que había empleado la palabra «nosotros». Teadora prosiguió.

– Pero yo castigaría a mi hermana por lo que ha tratado de hacer.

– ¿Y qué harías tú, querida?

– Elena tiene dos hijos, mi señor, pero sólo una hija, a la que adora. Mi sobrina, Alexis, tiene la misma edad que nuestro hijo Halil. En su correspondencia conmigo, Elena se ha jactado a menudo de la belleza rubia de la niña. Mi hermana espera casarla con alguien de la Casa de Saboya o de la real Casa de Moscovia. También le ha gustado, como sabéis, burlarse de nuestro matrimonio, porque yo soy cristiana y vos, mi señor, sois musulmán. ¿Y si pidiésemos a la princesa Alexis como esposa de nuestro hijo, el príncipe Halil? Elena no se atrevería a negarse, por miedo de que la destruyésemos.

El sultán rió entre dientes. Tal vez, a fin de cuentas, no tendría que preocuparse por su pequeña Teadora. Su aspecto era muy engañoso.

– Eres diabólica, querida -asintió, satisfecho.

Ella lo miró directamente, casi con dureza.

– Los dos veneramos el mismo libro sagrado, mi señor. ¿No dice la Biblia «ojo por ojo»?

El asintió despacio con la cabeza.

– Se hará como tú sugieres, Adora, e incluso pediré tu consejo en esta delicada negociación, ya que es evidente que conoces a la emperatriz y a su esposo más de lo que yo había sospechado.

Así, los ciudadanos del tambaleante Imperio de Bizancio se encontraron con que su nuevo emperador, Juan Paleólogo, estaba a merced del sultán tanto como lo había estado el viejo emperador Juan Cantacuceno. Orján se mostró inflexible. El joven emperador no solamente tenía que pagar los restantes cincuenta mil ducados de oro del rescate del príncipe Halil, sino que también debía ir personalmente a Focea, para escoltar al muchacho hasta Bursa.

La emperatriz Elena se enfureció, frustrada y ofendida. Apenas había la mitad de aquella suma en todo el tesoro real, y ello gracias a los impuestos que acababan de percibir por la fuerza de la ya abrumada población. Habría que vender las joyas que la emperatriz había obtenido cuidadosamente de sus amantes. Hacía muchos años que las joyas reales no eran más que imitaciones.

Elena persuadió a su atribulado esposo de poner sitio a Focea en vez de pagar el rescate. Tanto Orján como Teadora encontraron divertida la acción del emperador y el desesperado intento de Elena de conservar sus joyas. Sabía que Halil estaría a salvo con Alejandro, y Orján aseguró al pirata que el rescate sería pagado. El sultán aprovechó la ausencia de las fuerzas bizantinas de Tracia como invitación a invadirla hasta más lejos. Esta invasión no tropezó virtualmente con la menor resistencia. En realidad, la población local más bien recibió a los turcos como liberadores, harta de servidumbre bajo los codiciosos señores locales.

Avisado de esta actitud por su esposa, el emperador se apresuró a volver a Constantinopla, sólo para que el sultán lo enviara de nuevo a Focea. Fatigado, sintiéndose como una lanzadera más que como un hombre, Juan Paleólogo puso nuevamente rumbo a Focea…, y allí se encontró con que su flota había levantado el asedio y no estaba dispuesta a continuarlo.

El emperador, desesperado, pidió clemencia a Orján. El sultán otomano era reconocido ahora como superior del infeliz emperador, y permaneció firme: había que pagar el rescate Corría ahora el año 1359, y Juan acudió humildemente a SL señor en Scutari, como un vasallo que pidiera perdón a su soberano. Allí se le dijo que debía pagar el rescate, aumentado ahora con una multa de cinco mil ducados. También tuvo que aceptar el statu quo en Tracia y dar a su única hija, Alexis, como esposa al príncipe Halil. El emperador accedió, llorando amargamente. No tenía alternativa.

Pero la emperatriz era harina de otro costal. Elena casi derribó a gritos su palacio. Se mesaba los largos y rubios cabellos. Arrojaba al suelo cuanto se ponía al alcance de su mano y azotaba a las esclavas lo bastante desdichadas para acercarse a ella. Los ingenios de la corte dijeron que no se podía saber de fijo lo que más lamentaba la emperatriz: si la pérdida de sus joyas o la pérdida de Moscovia, pues casi habían terminado las negociaciones para el noviazgo de Alexis con el heredero del zar.