– Sí que lo tiene, querida -murmuró enérgicamente Elena-. Lo parió la hija de un sacerdote griego en Gallípoli, hace algunos años. El príncipe no lo reconocerá oficialmente, porque la reputación de la joven no es tan pura como cabría esperar de la hija de un santo varón. Pero ésta tiene valor. Ha llamado Cuntuz al niño y no permite que sea bautizado, diciendo que es musulmán como su padre.

Teadora guardó silencio unos momentos, para tranquilizarse. Por fin, preguntó:

– ¿Era de esto de lo que querías hablarme en privado, Elena?

– ¡No! ¡No! ¿A quién le importan las mujeres con quienes se acueste el príncipe? Se trata de mi hija. Por favor, Tea, ¡sé buena con ella! Haré todo lo que quieras con tal de asegurarme de que tratarás bien a Alexis. No hagas que nuestra enemistad recaiga sobre mi hija inocente, ¡te lo suplico!

– Como he dicho a menudo, Elena, eres todavía tonta, y me conoces muy poco. No tengo la menor intención de maltratar a Alexis. Será como una hija para mí. Recordarás que nunca fui rencorosa con los demás. -Teadora se levantó-. Ven conmigo, hermana; las otras están esperando nuestra llegada para empezar el festín.

Condujo a Elena al salón del banquete, dentro del harén, donde estaban esperando Anastasia y las otras mujeres de la casa.

Allí estaban las hijas del sultán y las hijas de éstas. Estaban las viejas hermanas del sultán y sus primas y toda la descendencia femenina. Estaban sus favoritas y aquellas que todavía esperaban llamarle la atención. Estaban las mujeres de la corte bizantina que habían acompañado a la emperatriz y a su hija. En total, se reunieron más de cien hembras en el banquete de boda de la novia. Teadora presentó su hermana a las pocas que eran lo bastante importantes para merecer la presentación de la emperatriz de Bizancio. Cuando hubo terminado de hacerlo, Alexis fue introducida en el salón.

La pequeña novia fue conducida a su suegra, la cual la besó en ambas mejillas antes de hacer ademán a los eunucos de que la levantasen sobre una mesa donde todas pudieran verla. Allí, en presencia de las otras mujeres, la novia fue despojada de sus prendas bizantinas y vestida al estilo turco. Solamente entonces empezó el festín.

Cuando éste hubo terminado, varias horas más tarde, llego el príncipe Halil, acompañado de su padre. Junto con Teadora, ambos escoltaron a la princesa Alexis hasta el convento de Santa Ana, donde viviría durante los siguientes años.

Al día siguiente, el emperador Juan y sus dos hijos, el príncipe Andónico y el príncipe Manuel, se arrodillaron delante del sultán Orján y renovaron el juramento de vasallaje a su señor. Después, los bizantinos regresaron a Constantinopla y 'a familia real otomana volvió a Bursa.

CAPÍTULO 12

Teadora yacía en el mundo crepuscular entre el sueño y X la vigilia. Percibió el ruido lejano de pies que corrían y golpes en las puertas de sus habitaciones, cada vez más apremiantes. Entonces, Iris la sacudió de un hombro. Teadora la rechazó, gruñendo adormilada, pero Iris insistió. -¡Señora, despertad! ¡Debéis hacerlo! Poco a poco se despejó la niebla y Teadora se despertó a medias.

– ¿Qué pasa, Iris?

– Un recado de Alí Yahya, mi princesa. El sultán está muy enfermo. Aunque los médicos no lo han dicho, Alí Yahya cree que el sultán Orján se está muriendo.

Teadora estaba ahora completamente despierta. Se incorporó y preguntó:

– ¿Ha enviado él a buscarme?

– No, mi señora, pero será mejor que estéis preparada cuando os llame.

Con ayuda de Iris, Teadora se vistió rápidamente. Todavía era de noche cuando empezó a pasear inquieta por su antecámara. Cuando las esclavas hubieron encendido un buen fuego en el hogar revestido de azulejos de un rincón, las envió de nuevo a la cama. Teadora prefería velar a solas. Por fin vino Alí Yahya a buscarla y, tomando una capa de seda roja forrada de marta, ella lo siguió en silencio a las habitaciones del sultán.


La cámara mortuoria estaba llena de médicos, los mullahs, funcionarios del gobierno y militares. Teadora se quedó quieta, asiendo la mano de Nilufer, la madre de Murat, en un esfuerzo por consolarla. Nilufer, esposa del sultán durante tantos años, amaba realmente a Orján.

Anastasia, encorvada y destrozada desde el suicidio de su hijo Ibrahim hacía solamente unas semanas, permanecía sola, mirando al vacío. Los dos príncipes estaban junto al lecho de su padre, apoyando Murat el brazo en los hombros del joven Halil.

Las mujeres se acercaron a la cama. El sultán yacía inmóvil, evidentemente drogado y sin sentir dolor. El antaño poderoso Orján, hijo de Osmán, se había encogido y parecía un frágil fragmento de su antigua persona. Sólo sus ojos negros estaban animados al recorrer con la mirada a los miembros de su familia. Así, miró a Anastasia y murmuró:

– Hay una que pronto se reunirá conmigo en la muerte. -Miró a las otras dos mujeres-. Tú fuiste la alegría de mi juventud, Nilufer. Y tú, Adora, la alegría de mi vejez. -Después se fijó en Murat-. ¡Guarda al muchacho! No representa ningún peligro para ti y pronto te será muy valioso.

– Lo juro, padre -dijo Murat.

Orján se esforzó por incorporarse. Los esclavos amontonaron almohadas detrás de él. Sufrió un acceso de tos y su voz sonó perceptiblemente más débil cuando dijo:

– ¡No ceses hasta que Constantinopla sea tuya! ¡Es la llave de todo! No puedes conservar con éxito todo lo demás sin ella. La mente ágil de Halil te ayudará. ¿Verdad que sí, hijo mío?

– ¡Sí, padre! Seré la más fiel mano derecha de Murat… y también sus ojos y oídos -declaró el chico.

La sombra de una sonrisa tembló en los labios de Orján. Después miró más allá de su familia a un sitio en el fondo de la habitación.

– Todavía no, amiga mía -dijo, en voz tan baja que Teadora no estuvo segura de haberlo oído bien.

Las lámparas parpadearon misteriosamente y un olor a almizcle, el perfume predilecto de Orján, llenó la estancia.

El jefe mullah se acercó a la cama del sultán.

– Todavía no habéis nombrado a vuestro heredero, Majestad. No sería justo que nos abandonaseis sin hacerlo.

– ¡Murat! Murat es mi sucesor -jadeó Orján, y otro acceso de tos sacudió su frágil cuerpo.

El jefe mullah se volvió a los reunidos y levantó las manos, con las palmas hacia arriba y hacia fuera.

– El sultán Orján, hijo de Osmán, sultán de los Gazi, Gazi hijo de Gazi, ha proclamado a su hijo Murat como su heredero.

– ¡Murat! -aclamaron a su vez los reunidos.

Y entonces, como por una decisión unánime, salieron todos en silencio de la habitación, para dejar al moribundo con sus esposas y sus hijos. El silencio era espantoso. Para calmar sus nervios, Teadora miró alrededor, bajando las pestañas. La pobre Anastasia estaba en pie, mirando al vacío. Nilufer, que había nacido cristiana, rezaba en voz baja por el hombre a quien había amado. Halil restregaba los pies con nervioso tedio.

Entonces Teadora miró a Murat y se tambaleó al ver que él la observaba fijamente. Se ruborizó y el corazón le latió con fuerza en los oídos, y sin embargo, no pudo apartar los ojos de la cara de él, con su sonrisa débilmente burlona.

El súbito movimiento del sultán rompió la tensión establecida entre ellos. Orján se incorporó en la cama y dijo:

– ¡Hazrael, ya voy!

Y cayó hacia atrás, extinguida la vida en sus ojos negros. Murat alargó una mano y cerró delicadamente los ojos de su padre. Nilufer rodeó a Anastasia con un brazo y la condujo fuera de la cámara mortuoria.

El joven Halil se arrodilló delante de su hermano, puso las manitas en las manazas de Murat y dijo:

– Yo, Halil Bey, hijo de Orján y Teadora, soy tu vasallo, sultán Murat. Te juro fidelidad total.

El nuevo sultán levantó a su hermano y, depositando el beso de la paz en la frente del muchacho, lo hizo salir de la habitación. Después se volvió a Teadora y ésta tembló bajo su mirada ardiente.

– Tenéis un mes para llorar a vuestro marido, señora. Terminado este tiempo, ingresaréis en mi harén.

Ella se quedó asombrada por su audacia. El padre acababa de morir y el hijo la codiciaba ya.

– ¡Soy una mujer nacida libre! ¡Soy princesa de Bizancio! No puedes obligarme a ser tu esposa y, desde luego, ¡no lo seré!

– Como sabes muy bien, no necesito tu consentimiento. Y no te he pedido que seas mi esposa. Sólo he dicho que ingresarás en mi harén. El emperador no se atreverá a negarse. También lo sabes.

– No soy ninguna esclava para estar lisonjeramente agradecida por tus favores -le escupió ella.

– No. No lo eres. Una esclava tiene un valor. Hasta ahora, tú no me has demostrado que lo tengas.

Durante un instante, ella se quedó sin habla por la indignación. Él la había amado antaño. Estaba segura de ello. Sin embargo, ahora sólo parecía querer ofenderla. Sus dardos brutales iban dirigidos contra su corazón y su orgullo.

Se dio cuenta, tristemente, de que, contra toda lógica, él la hacía responsable de todo lo que había pasado entre ella y Orján. Quería que fuese una hembra mansa y complaciente… y sin embargo, ¡había esperado que desafiase a su padre! ¿Acaso no comprendía que no había tenido alternativa?

No estaba dispuesta a que la destrozasen. Pretendía casarse de nuevo y hacerlo con un hombre que la amase y le diese más hijos. Teadora no pasaría el resto de su vida luchando contra los fantasmas de Murat. Fijó en él los ojos amatista y dijo pausadamente, con la mayor dignidad:

– Una vez me llamaste ramera bizantina, pero no lo soy, como sabes muy bien. Quisiste tratarme como a tal, pero no te dejé, sultán Murat. Me insultas diciéndome que debo ingresar en tu harén. No ingresaré en él, ni siquiera como esposa tuya. Diriges tu cólera contra mí por algo que, como débil mujer que soy, no pude evitar. -Y añadió, maliciosamente-: Serás más feliz si me alejas de tu pensamiento y llenas tu harén de vírgenes intactas.

– ¿Crees que jamás podré olvidarte, bruja de ojos violetas? -silbó él, adelantándose y agarrándola con fuerza.

Le clavó los dedos en la suave carne de los brazos. Ella se estremeció, casi llorando, pero negándose a darle esta satisfacción.

– Yací desnuda en los brazos de tu padre -le dijo, cruelmente-. Él conoció completamente mi cuerpo, de muchas maneras, como ningún otro hombre lo conoció jamás. Pero estaba en su derecho, ¡porque era mi marido!

Él alargó de pronto una mano y asió un grueso mechón de sus cabellos. Habiéndola sujetado de esta manera, la besó furiosamente, apretando con brutalidad la boca contra sus finos labios hasta hacerle daño. Ella levantó las manos y le arañó colérica la cara. Demasiado tarde se dio cuenta de su error. La rabia que brillaba en los ojos de Murat era difícil de reprimir. Se volvió para salir huyendo, pero la mano que le sujetaba los cabellos tiró de ella hacia atrás. Los ojos se enzarzaron en una batalla sin palabras. Él parecía casi loco de furor. La obligó a cruzar la habitación hasta hacerla caer de espaldas en el diván. Con un grito de espanto, ella comprendió lo que se proponía.

– ¡Dios mío, Murat! ¡Aquí no! ¡Por lo que más quieras, no!

– Él te arrebató de mí en vida. Dejemos ahora que sepa que yo te tomo en su cámara mortuoria, cuando aún no se ha enfriado su cuerpo -fue la bárbara respuesta.

Teadora luchó contra él como poseída por el diablo, pero todo fue inútil. Sintió que le levantaban la ropa por encima de la cintura y, entonces, una embestida brutal contra su cuerpo seco y frío, que le causó un dolor terrible.

– ¡No! ¡No! ¡No! -sollozó una y otra vez, pero él no la oía.

Entonces sintió crecer una tensión conocida en su interior y, horrorizada, reemprendió su lucha contra él. ¡Ella no debía sentir esto! ¡No bajo un ataque tan violento! Pero, impotente contra su propio cuerpo, se rindió al fin al éxtasis que la invadía y lanzó un grito en el momento de su mutuo desahogo. Él la soltó, con una sonrisa de satisfacción en su semblante; la levanto, la llevó hasta la puerta y, empujándola a través de ésta, dijo:

– Un mes, Adora.

La puerta de la cámara mortuoria de Orján se cerró detrás de ella, dejándola sola y temblorosa en el frío pasillo. Poco a poco, con los ojos secos, volvió tambaleándose a sus habitaciones y se dejó caer cansadamente en un sillón, delante del fuego que se estaba apagando.

Tenía un mes. Un mes para escapar de él. No sabía cómo iba a conseguirlo, pero encontraría una manera. Tendría que dejar a su hijo. Pero esta idea no la inquietaba. Halil pasaba ahora la mayor parte de su tiempo en su propia corte de Nicea, y estaba a salvo de todo mal, porque Murat lo quería.

Teadora debía volver a Constantinopla. Juan Paleólogo le daría asilo, aunque Elena se enfureciese. A pesar de que su cuñado era vasallo del caudillo otomano, la protegería.