Murat no haría nada por esta causa; al menos, no abiertamente. Su orgullo de turco no le permitiría entablar una guerra por una mujer y, si insistía demasiado en el asunto, podría llegar a ser de conocimiento público. El sultán Murat no se pondría en ridículo por perseguir a la arisca viuda de su padre, cuando podía tener a cualquier otra mujer.

La idea de burlarlo le parecía irresistible y rió entre dientes. Desde luego, él no esperaría una cosa así de ella. Siempre había menospreciado su inteligencia. Teadora sabía muy bien lo que esperaba de ella: que se acobardase y aguardase, impotente, a que él la llamase a su cama. Por un momento, se detuvo a pensar. Incluso ahora, después de lo de esta noche, lo amaba. Siempre lo había amado. Y ahora, al haber enviudado, al fin era libre de estar con él, de pertenecerle, de darle hijos. ¿Por qué tenía que huir de él? ¡Lo amaba!

Suspiró profundamente. El era arrogante, terco… y no podía perdonarle que no fuese virgen. No podía quedarse con él, porque sólo la dañaría. Y ella odiaría a cada joven hurí que mirase a Murat. No; era mucho mejor volver a Constantinopla.

Volvió a su cama y durmió, y se despertó con un plan de acción tan sencillo que se preguntó cómo no se le había ocurrido inmediatamente. Al día siguiente, después de que Orján fuese llevado a su tumba con gran acompañamiento, su viuda más joven visitó el convento de Santa Catalina para rezar por él.

Su litera se movía fácilmente por las calles de Bursa, completamente inadvertida y libre de guardias. Cada uno de los días que siguieron pasó parte de su tiempo en la iglesia del convento. En un par de ocasiones, envió la litera a palacio y volvió a pie, velado el semblante, como otras respetables mujeres de la ciudad. Entró por una parte del jardín poco utilizada.

Había acertado al creer que el sultán presumiría que había aceptado su orden. Y Murat estaba ahora demasiado ocupado con los asuntos de su gobierno para preocuparse de ella.

Teadora envió a Iris a Nicea, para comprobar que la princesita Alexis seguía bien. Ahora estaba libre de entrometidos y sabía que podía pasar al menos una noche fuera sin que nadie la buscase.

Al llegar un día al convento, casi un mes después de la muerte de Orján, envió la litera a palacio, diciendo:

– Pasaré la noche aquí. Venid a buscarme mañana, a última hora de la tarde. Ya he informado a Alí Yahya de mis planes.

La litera bajó por la estrecha calle, mientras Teadora llamaba a la portera y ésta le abría. Pero, en vez de ir a la iglesia del convento, la princesa se encaminó a su casita que siempre estaba lista para recibirla.

Entró a solas en su antiguo dormitorio y, después de abrir un pequeño baúl a los pies de la cama, sacó las prendas propias de una campesina. En las dos ocasiones en que había enviado la litera a palacio, había ido a un mercado próximo y comprado la ropa y otras pocas cosas que necesitaría para escapar. Y al volver, las había guardado en el viejo baúl. Ahora se quitó rápidamente el rico vestido, lo dobló con cuidado y lo metió en el baúl. Luego lo cubrió con una manta.

Abrió un frasquito que había sobre una mesa y se frotó todo el cuerpo desnudo con un ligero tinte de color de nuez, cuidando bien de teñir las orejas y los dedos de los pies. Pudo alcanzar los hombros y la espalda valiéndose de un cepillo de mango largo, envuelto en un trozo de suave gamuza. Permaneció varios minutos temblando bajo el aire frío, para que se secase el tinte.

Satisfecha al fin, se puso la ropa nueva y se peinó en largas trenzas. Envolvió en un pañuelo las otras cosas que necesitaría, y las guardó en una cesta tapada.

Teadora salió a hurtadillas de la casa. El jardín del convento estaba desierto, ya que las monjas se hallaban rezando en la iglesia. Tampoco había nadie en la entrada, salvo un caballo y una carreta. El viejo carretero estaba abriendo la puerta.

– Eh, dejad que os ayude -dijo Teadora, corriendo hacia él.

Agarró al caballo de la brida y lo sacó a la calle, mientras el viejo cerraba la puerta detrás de ellos.

– Gracias, jovencita -dijo el hombre, quien se acercó a ella-. ¿De dónde has salido?

– De ahí -respondió Teadora, señalando hacia el convento-. He visitado a mi hermana, la hermana Lucía. Es monja.

– Bueno, gracias de nuevo. Me llamo Basilio y soy el pescadero del convento. Si puedo servirte en algo…

– Pues sí -dijo ella-. Mi hermana me ha dicho que o preguntase si podéis llevarme hasta la costa. Puedo pagaros algo por la molestia.

El viejo la miró con recelo. -¿Por qué vas a la costa? -Vengo de la ciudad. Me llamo Zoé y soy hija de Constancio, el herrero, el que tiene la forja fuera de la Puerta de San Romano. Enviudé recientemente y he venido a visitar a mi hermana y hacer un retiro religioso. Ahora he recibido la noticia de que mis dos hijos gemelos están enfermos y no puedo esperar a ir con la caravana. Si puedo viajar a la costa con vos, podré tomar el barco y llegaré rápidamente a casa.

La expresión de su cara, vuelta hacia arriba, era una mezcla perfecta de preocupación y sinceridad.

– Vamos pues allá, Zoé, hija de Constancio -gruñó el viejo-. Que no se diga que Basilio, el pescador, no ha querido ayudar a una madre en apuros.

¡Fue tan fácil! ¡Tan increíblemente fácil! El viejo Basilio y su esposa insistieron en que se quedara a pasar la noche en su casita, pues hacía rato que había anochecido cuando llegaron al pueblo de la costa. A la mañana siguiente, la llevaron hasta el barco, que cruzó rápidamente el mar de Mármara y entró en el puerto de Eleutheria. Teadora sintió un estremecimiento de gozo al llegar a su ciudad natal, la ciudad que no había visto desde que había salido de ella como esposa del sultán Orján. ¡Constantinopla! ¡Su simple nombre le daba escalofríos! ¡Estaba a salvo y en casa!

Ni siquiera sabía que estaba sonriendo cuando una voz le dijo:

– Un hombre cuerdo sería capaz de matar por ti, si le sonrieses de esa manera, linda joven. Supongo que no tendrías tiempo de beber un vaso de vino con un marinero, ¿eh?

Teadora se echó a reír, y fue la suya una risa alegre.

– Oh, señor -dijo en el dialecto común de la ciudad-, hacéis que le dé vueltas la cabeza a una viuda. Pero, ¡ay!, tengo que ir corriendo a la casa de mi padre, donde están enfermos mis hijos pequeños.

El marinero sonrió a su vez, pero con tristeza.

– Otra vez será -dijo, mientras la ayudaba a bajar por la pasarela y tendiéndole su cesta.

– Tal vez -asintió ella, quien sonrió de nuevo y se perdió apresuradamente entre la multitud.

Mientras caminaba, buscó algo y lo encontró. Plantándose delante de un soldado imperial, le dijo:

– Soy la princesa Teadora, hermana de la emperatriz, y acabo de huir de Bursa. Forma una escolta para mí y llévame a presencia del emperador. ¡Inmediatamente!

El soldado miró de arriba a abajo a la campesina de cara morena y levantó una mano para alejarla.

– ¡Tócame y eres hombre muerto! ¡Estúpido! ¿Cuántas campesinas hablan la lengua de la clase alta de la ciudad? ¡Llévame al emperador o haré que te arranquen la piel y la echen a los perros!

El soldado se encogió de hombros. Que mi superior se entienda con esta loca, pensó. Hizo ademán a Teadora de que lo siguiese y la condujo a un cercano puesto de guardia. Entró y llamó a su capitán.

– Aquí hay una loca que quiere veros, capitán Demetrio. Asegura que es hermana de la emperatriz Elena.

– Soy la princesa Teadora, capitán Demetrio. Si hacéis que me traigan una jofaina de agua caliente, os lo demostraré.

El capitán, un hombre viejo, sintió curiosidad por aquella campesina tostada por el sol, que hablaba el griego elegante de la clase alta de la ciudad y se comportaba tan orgullosamente.

– Traed agua -ordenó, y cuando la trajeron, Teadora se lavó el tinte de la cara y de las manos.

– Como podéis ver, capitán, no soy una campesina -declaró, tendiéndole las finas y blancas manos. Después buscó en el paquete que llevaba en la cesta y sacó un bello crucifijo con piedras preciosas engastadas-. Está grabado en el dorso. ¿Sabéis leer?

– Sí -respondió el capitán, tomando la joya.

– Mi padre me lo regaló en ocasión de mi boda con el sultán Orján.

– «A mi hija, Teadora, de su padre» -leyó el capitán-. Es interesante, pero no demuestra que seáis la princesa, señora.

– Sin embargo -replicó Teadora-, debería bastar para que me llevaseis al emperador. ¿O tal vez vienen aquí todos los días campesinas que se lavan el tinte de sus cuerpos, os muestran joyas valiosas y piden ver al emperador?

El capitán se rió.

– Desde luego -dijo-, argumentáis como el viejo Juan Cantacuceno. Está bien. Os llevaré a palacio, pero tendré que hacer que os registren antes de que salgamos de aquí. ¿Y si fueseis una asesina? -Y al advertir la expresión ofendida de Teadora, añadió rápidamente-: Lo hará mi mujer, señora.

La condujeron a una pequeña habitación, donde una linda joven se reunió con ella y dijo:

– Demetrio dice que debéis desnudaros completamente, para que pueda estar segura de que no lleváis ningún arma escondida.

Teadora obedeció y, cuando la joven se hubo convencido, ésta le devolvió la ropa a la princesa. Mientras Teadora se vestía, la muchacha revolvió las pocas cosas que había en la cesta.

– Ningún arma, Demetrio -dijo-, ¿y sabes una cosa? ¡No tiene ni un pelo en el cuerpo! ¿No es gracioso?

El capitán miró a Teadora y dijo pausadamente:

– Sed bienvenida, Alteza.

– Gracias, capitán -respondió Teadora, con el mismo aplomo-. ¿Podemos irnos ahora?

– Desde luego, Alteza. Sin embargo, lamento tener que llevaros delante de mí en la silla. No hay ninguna litera disponible.

– No he montado a caballo desde que era pequeña -dijo Teadora, cuando salieron del puesto de guardia.

El soldado que había llevado a Teadora al capitán miró a la mujer de éste y dijo:

– La ha llamado Alteza. ¿Qué le ha convencido de que ella decía la verdad?

La joven se echó a reír.

– Sólo las mujeres de ilustre cuna se depilan el pubis, tonto, y solamente las turcas carecen completamente de vello en el cuerpo. Probablemente fue esto, además del lenguaje y de la joya, lo que lo convenció.

El capitán Demetrio colocó a Teadora delante de él sobre la silla, y cruzaron la ciudad para ir al palacio de Blanquerna, donde residía ahora la familia imperial. Teadora observó que, si bien la ciudad estaba atestada de gente, la mayoría de sus habitantes parecía no tener nada mejor que hacer que vagar por las calles. También advirtió que había más tiendas cerradas que abiertas. Suspiró. Lo que le había dicho a Elena hacía unas pocas semanas era verdad. Constantinopla era un viejo agonizante.

Entraron sin que nadie les pusiera obstáculos en el patio de Blanquerna. El capitán desmontó y ayudó cortésmente a apearse a su pasajera. Esta lo siguió hasta el capitán de guardia. Los dos hombres se saludaron cordialmente.

– Capitán Belasario -dijo el capitán Demetrio-, tengo el honor de presentaros a la princesa Teodora Cantacuceno. Ha llegado esta mañana, con este extraordinario disfraz.

El capitán Belasario hizo una reverencia.

– ¿Deseáis que os conduzca ante vuestra hermana, Alteza?

– No. Al emperador.

– Inmediatamente, Alteza. Tened la bondad de seguirme.

Teadora se volvió al capitán Demetrio.

– Gracias -dijo sencillamente, tocándole el brazo.

Después siguió al soldado de palacio. Cuando llegaron a la antecámara, les dijeron que el emperador estaba con el alto prelado de Constantinopla, su personal de obispos de menor categoría y otros eclesiásticos.

– Debo ver inmediatamente al emperador -insistió Teadora, consciente de que su hermana debía de estar recibiendo ya la noticia de su llegada a palacio-. ¡Anunciadme sin demora!

El mayordomo se encogió de hombros. Con la realeza, todo era imperativo. Abrió la puerta del salón de audiencias y anunció, en su tono más estentóreo:

– ¡La princesa Teadora Cantacuceno!

Teadora corrió hasta el pie del trono de su cuñado, se arrodilló y tendió las manos en ademán de súplica.

– ¡Asilo, Majestad! ¡Suplico el amparo de tu trono y de la santa Iglesia!

Juan Paleólogo se levantó de un salto.

– ¡Dios mío, Tea! ¿Qué estás haciendo aquí?

– ¡Otórgame asilo, Juan!

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Claro! ¡Concedido! -La ayudó a levantarse y le indicó un sillón-. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

Teadora miró alrededor.

– ¿Podríamos hablar en privado, Juan?

El joven emperador miró al prelado.

– Obispo Atanasio, esto parece ser un problema de familia bastante delicado y urgente. ¿Querríais excusarnos?

El viejo obispo asintió con un ademán y se retiró del salón, llevándose consigo a los suyos.