– Nadie -dijo enérgicamente el emperador al mayordomo-, nadie, ni siquiera la emperatriz, sobre todo la emperatriz, tiene que acudir a mi presencia, salvo que yo lo autorice. Si no me obedecéis en esto, os va en ello la vida. Emplead todos los medios, incluso físicos, para preservar mi intimidad.

La puerta se cerró detrás del mayordomo. Retrepándose en su trono, Juan Paleólogo miró a su cuñada y dijo:

– Bueno, Tea, dime por qué has venido.

– Orján ha muerto -empezó a decir ella.

– Habíamos oído rumores en este sentido -replicó el emperador-, pero, hasta ahora, no tenemos confirmación oficial.

– Murió hace casi un mes. Murat fue declarado su heredero y ahora es sultán. Yo me vi obligada a huir de Bursa, porque el sultán Murat quiere incorporarme a su casa.

– ¿Como esposa?

– No -murmuró ella, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas-. Sólo como miembro de su harén. Tengo que ser sincera contigo, Juan, ya que te pido que me des asilo y desafíes a tu señor.

»Antes de ser llevada a palacio en Bursa, para convertirme en esposa de Orján, conocí por casualidad a Murat. Nos vimos en secreto en el huerto del convento, durante muchas semanas. Nos enamoramos y confiamos en que nunca sería llamada a la cama de mi esposo. En realidad, proyectamos casarnos cuando muriese Orján.

»Pero entonces mi padre quiso ayuda militar del sultán para teneros a raya a ti y a Elena, y Orján exigió Tzympe, para tener una cabeza de puente en Europa. Por consiguiente, había que cumplir el contrato matrimonial… y esto significaba que tenía que darle un hijo a mi marido. Me sacaron sin previo aviso de Santa Catalina y me llevaron inmediatamente a la cama de Orján.

»Desde entonces, Murat y yo estuvimos enemistados. El cree que yo podía evitar de algún modo mi destino y seguir siéndole fiel. Desde luego, esto no es verdad. Yo nada podía hacer. ¡Es un imbécil!

Lanzó un sollozo y el emperador se levantó de su trono y la rodeó con un brazo. ¡Cuánto había sufrido! Y había tenido que soportar el dolor a solas. Le pareció un milagro que hubiese sobrevivido.

– ¡Oh, Juan! Si conservé mi cordura fue solamente porque mantuve vivo aquel amor, en mi mente y en mi corazón. ¿Tienes idea de lo terrible que fue para mí ser la dócil esposa de Orján, mientras amaba a su hijo?

– Entonces, ¿por qué has huido de él, Tea? Estoy seguro de que debiste interpretarlo mal. Seguramente quiere tomarte por esposa.

– No, Juan; está dolido y quiere hacerme daño. Yo le amo. Siempre le he querido. ¿Por qué tengo que aceptar este insulto? ¡No lo aceptaré! Deja que me quede aquí, mientras decido lo que he de hacer. Incluso Murat necesitará algún tiempo para seguirme la pista, si somos discretos.

– No importa que sepa que estás aquí -declaró el emperador-. Yo te protegeré. Nuestras murallas te protegerán. Pero dime, ya que estoy ardiendo de curiosidad, ¿cómo has llegado hasta aquí?

Teadora rió entre dientes y se lo contó. El emperador rió de buena gana.

– ¡Qué ingeniosa eres, hermanita! Una inteligencia como la tuya es más propia de la Edad de Oro de Atenas o de algún lugar en el futuro.

– Tal vez yo estaba allí o me encarnaré de nuevo en una era más ilustrada. Pero, por ahora, estoy aquí, y si me considero en paz con este tiempo, éste debe considerarse en paz conmigo.

Juan Paleólogo sonrió.

– Te daré todo lo que necesites, Tea. Me alegro de que hayas acudido a mí. Supongo que, ante todo, querrás bañarte. Haré que los servidores te proporcionen una indumentaria más adecuada, querida.

– ¡Oh, sí! Piensas en todo, Juan.

El emperador se levantó y sonrió, asiendo de la mano a Teadora.

– Veamos si podemos evitar completamente a Elena. Pareces demasiado agotada para enfrentarte a ella. Yo me encargaré de Su Majestad la emperatriz.

TERCERA PARTE

Alejandro y Teadora
1359-1361

CAPÍTULO 13

Teadora se instaló en silencio en una gran sección del palacio. Fiel a su palabra, el emperador mantuvo a su esposa lejos de la hermana menor de ésta durante más de una semana, mientras Teadora comía y dormía, recuperando su fuerza y su tranquilidad mental.

Diez días después de su regreso a la ciudad, el emperador celebró un banquete, al que fue invitada. Ella entró en el gran comedor del palacio de Blanquerna y fue calurosamente recibida por personas a las que no había visto desde su infancia y a las que apenas recordaba en la mayoría de los casos. Parecía que todos estaban encantados de verla. La condujeron a la mesa principal, donde la esperaban el emperador y la emperatriz. Elena sonrió y besó a su hermana menor en ambas mejillas, murmurándole al oído:

– ¡Zorra! Si nos has puesto en peligro, ¡te mataré! -Y después proclamó en voz alta-: ¡Loado sea Dios, querida hermana, porque te ha traído a salvo de la tierra del infiel!

– ¡Loado sea Dios! -repitieron todos los que estaban en el salón.

Teadora se sentó a la izquierda de su cuñado. Los nobles bizantinos tuvieron que afirmar que jamás habían visto tanta belleza como la de aquellas dos hermanas. Y sus esposas lo reconocieron de mala gana.

La emperatriz llevaba una túnica de seda blanca bordada con hilos de oro y de plata, con turquesas, perlas y diamantes rosa cosidos en los exquisitos dibujos florales de la tela. Con su tez rosada y blanca, sus ojos azul celeste y sus brillantes cabellos de oro, rematados por una corona dorada, Elena estaba en el cénit de su belleza.

Contrastando con ella, pero no menos encantadora, Teadora llevaba una sencilla túnica de seda de un verde pálido que moldeaba sus altos senos y descendía lisa después. Las mangas amplias estaban ligeramente bordadas con hilo de oro en los extremos. Su cremosa piel de gardenia estaba agradablemente sonrosada y los ojos amatista brillaban bajo las oscuras cejas con reflejos dorados. Los brillantes cabellos oscuros estaban peinados en trenzas sujetas a los lados de la cabeza por redecillas doradas.

Juan Paleólogo se inclinó y dijo en voz baja a Teadora:

– Nunca te había visto tan encantadora, mi querida hermana. Cautivarás sencillamente a nuestro invitado de honor en cuanto te vea. He dispuesto que se siente a tu lado.

– ¿Estás tratando de volver a casarme tan pronto? -bromeó ella.

– ¿No te gustaría volver a casarte, querida?

Ella guardó silencio y Juan vio la tristeza que se pintaba en sus ojos adorables.

– Amas a Murat, ¿verdad, Teadora? No, no, no digas nada. Tus ojos me lo dicen todo. Tal vez si te casaras con un buen hombre y tuvieses varios hijos con él se mitigaría tu dolor.

– ¿Quién es ese hombre al que quieres que conozca, Juan?

– El nuevo señor de Mesembria.

– ¿No tiene esposa?

– La tuvo en su juventud, pero enviudó y no volvió a casarse. Entonces no era señor de Mesembria. En realidad, si hoy lo es lo debe a una amarga jugarreta del destino. Era tercer hijo y, cuando murió su padre, heredó el hermano mayor. Gobernó bien para nosotros. Pero, desgraciadamente, no tuvo hijos. Por consiguiente, heredó el hermano segundo. Este tenía dos hijos. Hace varios meses, se incendió el palacio de Mesembria y ardió hasta los cimientos. Pereció toda la familia. Sólo sobrevivió el tercer hermano, que vivía en otra ciudad. Fue llamado, designado y coronado como déspota de Mesembria. Aunque tiene varios hijos ilegítimos, carece de un heredero legal. Por consiguiente, debe casarse.

– ¿Y has pensado en emparejarme con él?

– Si te place. Pero debes saber, querida mía, que no te forzaré a casarte con nadie. No soy tu padre, en busca de ayuda o de alianzas. Tal vez querrás quedarte soltera, hacerte monja o -hizo un guiño-escoger tú misma tu marido. Sin embargo, puede que te guste el señor Alejandro. Es atractivo y no hay una mujer en mi corte que no haya estado loca por él. Pero ha sido en vano.

– Parece insoportable y engreído. Si evita a las mujeres, tal vez será que no le gustan. ¿Estás seguro de que es un hombre de verdad?

Juan rió entre dientes.

– Estoy seguro de que lo es, Tea, pero dejaré que lo juzgues tu misma. Ahí viene.

– Alejandro, señor de Mesembria -anunció el maestro de ceremonias.

Teadora miró hacia el fondo del salón y lanzó una exclamación ahogada, como si le hubiesen descargado un golpe. El hombre que avanzaba hacia ellos era el que había conocido como Alejandro Magno. Trató desesperadamente de ordenar los pocos datos que recordaba acerca de él. Le había dicho que era el hijo menor de un noble griego, y su habla y sus modales lo habían confirmado. Pero nunca había mencionado a su padre y a ella no se le había ocurrido preguntarle quién era.

Alejandro se inclinó, recogiendo elegantemente su larga capa al acercarse a la mesa. Tenía la piel bronceada por el sol y rubios los cabellos como siempre. Los ojos seguían siendo dos puras aguamarinas. Teadora pudo oír los suspiros de las otras mujeres y vio que su hermana valoraba rápidamente al recién llegado con ojos especulativos y licenciosos.

– Ven, Alejandro -le invitó el emperador-, reúnete con nosotros. Te he reservado un asiento junto a nuestra querida hermana Teadora.

Juan hizo encantado las presentaciones y dejó que ellos mismos acabasen de conocerse. Ella guardó silencio y Alejandro le dijo en voz baja:

– ¿No os alegráis de verme, hermosa?

– ¿Sabe Elena quién sois… quién fuisteis?

– No, hermosa. Nadie lo sabe, ni siquiera vuestro honorable cuñado. Debo confiar en que guardéis mi secreto. ¿Lo haréis, por el amor de los viejos tiempos?

Ella esbozó una sonrisa con las comisuras de los labios.

– Nunca pensé que volvería a veros -dijo.

El rió entre dientes.

– Sin embargo, aquí estoy, apareciendo de improviso, como el malo de una comedia. Y lo que es peor, ellos sugieren un enlace entre nosotros.

Teadora se ruborizó.

– ¿Estáis seguro?

Alejandro no le dijo que había sido idea suya y que la había planteado al emperador.

– El emperador y yo hemos hablado del asunto, pero él me ha dicho que sois vos quien lo ha de decidir. -Le asió la mano debajo de la mesa; la encontró cálida y firme-. ¿Creéis que podríais ser mi esposa, hermosa?

El ritmo del corazón de Teadora se aceleró.

– No me deis prisa, mi señor Alejandro. En realidad, nada sé de vos.

– ¿Qué queréis saber? Mi padre fue Teodoro, déspota de Mesembria. Mi madre fue Sara Comneno, princesa de Trebisonda. Yo tenía dos hermanos mayores, Basilio y Constantino. Mi madre murió hace bastantes años; mi padre, casi dos, y un incendio en el palacio de Mesembria, ocurrido hace varios meses, se llevó al resto de mi familia y me dejó como involuntario gobernante. El resto ya lo sabéis, hermosa.

– Lamento sinceramente vuestras grandes pérdidas -dijo ella en tono amable.

– También yo, hermosa, pues mis hermanos eran buenos. Sin embargo, como en todas las situaciones, no hay mal que por bien no venga. Como señor de Mesembria, puedo pedir al emperador la mano de su cuñada viuda. ¡Miradme, Teadora.

Era la primera vez que él la llamaba por su nombre. Lo miró, sorprendida.

– Soy un hombre impaciente, hermosa. No podéis negar la atracción que sentimos mutuamente cuando os tuve prisioneros, a vos y a vuestro hijo, en mi ciudad. Creo que podríais aprender a amarme. Sabéis de mí más de lo que la mayoría de las mujeres saben de sus novios. Decid que os casaréis conmigo.

– Me apremiáis demasiado, mi señor. Estoy confusa. Mi marido murió recientemente y tuve que huir de las importunas atenciones del nuevo sultán. Ni siquiera sé si deseo volver a casarme.

La mano que asía la suya debajo de la mesa la soltó y acarició delicadamente un muslo. Ella se estremeció.

– Ay, hermosa, vos no habéis nacido para llevar una vida de celibato. Y no sois una mujer licenciosa para tener amantes, como vuestra hermana. Os corresponde estar casada y tener hijos a vuestro alrededor. Yo quisiera teneros y tener hijos con vos.

– Dadme un poco de tiempo, mi señor Alejandro -le suplicó ella.

Él no la apremió más durante el banquete y se volvió para hablar con el emperador. Sin embargo, la observó y vio que le servían los manjares más exquisitos y que su copa estaba siempre llena de vino dulce. A eso de la medianoche, el emperador anunció que quienes quisieran marcharse podían hacerlo, y Teadora aprovechó la oportunidad para salir del salón.

Estaba segura de que Alejandro la atraía, y él había acertado en una cosa: había nacido para casada. Tiempo atrás su madre le había prometido que, cuando muriese Orján, la devolverían a Bizancio para contraer un buen matrimonio cristiano.

Pero, como princesa de Bizancio, no podía casarse con cualquiera. No había nadie en la corte del emperador con categoría suficiente para ser su esposo. Entre las ciudades-estado que pertenecían al Imperio, no había ningún príncipe, salvo Alejandro, que no estuviese ya casado o fuese demasiado viejo o demasiado joven.