Dejando aparte las consideraciones prácticas, Alejandro era un hombre apuesto, educado y que la comprendía como mujer con una mente propia. No estaba enamorada de él, pero creía que podría llegar a estarlo. Se sentía fuertemente atraída. No sería difícil convivir con él. Por otra parte, quería tener más hijos.
Dejó distraídamente que sus mujeres la desnudasen, la lavasen con agua caliente y perfumada y le pusiesen un caftán de color de rosa. Después las despidió y se tumbó en la cama.
Si Murat la hubiese amado de veras, le habría ofrecido el matrimonio, no la vergonzosa esclavitud que había sugerido. Alejandro le ofrecía su corazón y su trono.
Sonrió para sí en la oscuridad. Alejandro era un hombre muy terco y ella no creía que aceptase una negativa. Se le escapó una risita divertida. Un Murat resuelto a su derecha y un Alejandro igualmente resuelto a su izquierda. La verdad era que no tenía más alternativa que aceptar a uno de los dos.
No le sorprendió ver aparecer de pronto una sombra en el balcón, detrás de las finas e hinchadas cortinas de seda. Había pensado que Alejandro podía venir para defender su causa por la fuerza. Había veces en que incluso los hombres más ilustrados se valían del sexo para persuadir. Ella sabía que le decepcionaría saber que había tomado ya una decisión en su favor, empleando la lógica para ello.
Alejandro entró en la habitación y se acercó rápidamente a la cama.
– ¿Estás durmiendo, hermosa?
– No, Alejandro. Estoy pensando.
– ¿En lo que hemos hablado esta noche?
– Sí.
Él se sentó en la cama, sin esperar la invitación de Teadora. -Hace mucho tiempo que no te he besado -dijo, y la abrazó y besó delicadamente.
La soltó y ella dijo, con dulzura:
– ¿Es así como quieres hacerme el amor, Alejandro? Recuerdo mi primera noche en Focea; fuiste mucho más elocuente, aunque hacía mucho menos tiempo que nos conocíamos. Ven, mi señor, no soy un juguete que se rompa fácilmente. Si tu amor es tan apacible, tal vez no debería casarme contigo. No soy lasciva, pero incluso mi viejo marido era un amante más vigoroso.
Una risa profunda y divertida resonó en la oscuridad.
– Así pues, hermosa, ¿no quieres que te ponga sobre un pedestal y te adore como a una diosa de la antigüedad?
– No, mi señor, pues soy una mujer de carne y hueso.
Oyó que él se movía de un lado a otro y pronto se encendió una de las lámparas junto a la cama, y después otra y otra más.
– Quiero verte cuando te haga el amor -dijo él, incorporándola en la cama.
Desabrochó rápidamente los botones de perlas del caftán, que resbaló sobre los hombros de ella y cayó al suelo. Sus propias vestiduras siguieron inmediatamente a las de Teadora, sobre la blanda alfombra. Tumbándose de espaldas en la cama, sostuvo a Teadora encima de él, frotándole los senos con la cara. Después la reclinó lentamente, asiéndola entre los vigorosos brazos. Ella suspiró profundamente. Él invirtió hábilmente sus posiciones y Teadora se encontró de pronto debajo de su amante. Alejandro la miró y ella se ruborizó bajo su inspección.
– ¡Oh, qué hermosa eres! -murmuró roncamente, acariciándole los pechos.
Las puntas suaves de los dedos frotaron una y otra vez la piel y ella sintió que empezaba la conocida tensión. Alejandro se sentó y la atrajo entre sus piernas. Tomó los senos cónicos, pellizcando suavemente los grandes pezones coralinos, y ella sintió su virilidad contra la parte inferior de la espalda. Ahora yació sobre el regazo de Alejandro y las manazas acariciaron su vientre con una fuerza que la hizo encogerse un poco.
Él rió en voz baja.
– Ya veo, hermosa, que reconoces a tu dueño. ¿Te hizo sentir alguna vez de esta manera el que fue tu marido de barba gris? ¡Apuesto a que no! Cásate conmigo, querida, y te enseñaré a anhelar mi contacto. Puedo complacerte más que cualquier hombre, y ninguna mujer me complacerá nunca más que tú, hermosa.
– Hablas mucho, mi señor -se burló ella, y la boca de él le apretó los labios, magullándolos, mientras los dientes blancos hacían brotar una gota de sangre salobre y la lengua de él dominaba la de Teadora.
Resiguió los senos y el vientre con una serie de besos ardientes, y encontró la suavidad de la cara interna de los muslos. Teadora se puso rígida cuando él llegó con la lengua donde nadie se había atrevido nunca a hacerlo. Encogió el cuerpo apartándose de él, y protestó:
– No… ¡No!
Él levantó la cabeza y la miró fijamente, nublados los ojos por la pasión.
– ¿Nadie te ha saboreado aún, hermosa?
– ¡No!
– Pero tú eres como la miel. No puede ser más dulce, hermosa.
– Pero… esto está… mal -consiguió balbucear ella-. ¡No debes hacerlo!
– ¿Quién te ha dicho que está mal? ¿No te satisface, amor mío? ¿A quién perjudicamos? Pronto te enseñaré a complacerme a mí de la misma suave manera.
Entonces bajó de nuevo la cabeza y, levantándole las piernas, buscó una vez más la dulzura que anhelaba.
Al principio ella permaneció tensa bajo la aterciopelada lengua, pero de pronto la invadió una ola de puro placer que rompió sus defensas, y gimió.
En lo más hondo de su ser sintió que aumentaba la tensión hasta hacerse casi insoportable. Ansiaba desesperadamente desahogarse, pero él se apartó cuidadosamente, de modo que la tensión menguó como una ola. Empezó a crecer de nuevo cuando él se incorporó y pasó una pierna por encima de ella.
Con el instinto de Eva innato en toda mujer, buscó su virilidad con las manos y lo guió hacia ella. Lo abrazó con fuerza. Al principio, Alejandro no quiso penetrarla, sino que frotó la punta del miembro contra la carne suave y palpitante hasta que ella creyó que se pondría a chillar con la intensidad de su placer.
– Mírame -le ordenó él-. Quiero verte cuando nos amemos.
Ella lo miró, vacilante, y él la penetró lentamente, obteniendo casi tanto placer de observar el éxtasis que transformo el semblante de ella como del propio acto de la posesión.
Para su vergüenza, Teadora llegó al clímax casi al instante, y él se rió amablemente.
– Ay, hermosa -musitó con ternura-. ¿Ha sido demasiado rápido para ti? Te enseñaré a prolongar el placer, querida. No, no te apartes de mí. No sabes lo mucho que te amo, hermosa. Por favor, no te alejes nunca de mí.
Desde aquel momento, los ojos de ella no se apartaron un instante de los de Alejandro al penetrarla y aumentar, con el paso de los minutos, la intensidad de su pasión. Entonces, ella lo sorprendió hablando, y el sonido de su voz le pareció tan sensual que su cálida simiente se derramó en el valle oculto de aquel seno.
– Me casaré contigo, mi señor Alejandro -dijo-. Me casaré contigo, querido, lo antes posible.
– ¡Ay, hermosa, cuánto te amo! -murmuró él, agotado y Teadora lo abrazó, sonriendo en la penumbra.
Él no podía saberlo, pues el hombre no lo sabe jamás, pero, en definitiva, fue la mujer la triunfadora.
Alejandro se marchó con las primeras luces de la aurora y Teadora durmió tranquila y profundamente por primera vez en muchos meses. Había disfrutado mucho con la actuación amorosa de él, fruto de su maestría y experiencia, aunque nunca se había jactado de su virilidad. En la cama, los dos eran iguales, dando y tomando cada uno.
Al día siguiente, se presentaron al emperador y le pidieron permiso para casarse. Si sorprendió a Juan Paleólogo el súbito giro de los acontecimientos, una mirada a la cara de Teadora desvaneció todas sus dudas. La tensión había desaparecido de ella. Estaba radiante.
– De buen grado te autorizo para casarte con mi querida hermana -dijo el emperador al señor de Mesembria-. Pero debes hacerme un favor a cambio. Debes permanecer en Constantinopla mientras reconstruyen tu palacio de Mesembria.
– De acuerdo -asintió sonriendo Alejandro-. Hay una villa deliciosa en la orilla del Bósforo, donde hay menos espacio entre nosotros y Asia. Hace tiempo que la admiro. Su dueño murió recientemente. Conseguiré comprarla y podremos vivir allí hasta que regresemos a Mesembria. -Se volvió a Teadora- ¿Te gustaría, hermosa?
Ella asintió con un gesto y sonrió.
– Si me compras esta villa, gastaré muchísimo dinero amoblándola.
Él rió y observó maliciosamente:
– Estará muy bien, Teadora. Una vez tuve ciertos tratos con tu difunto marido, el sultán Orján, y gané mucho dinero en la transacción.
Teadora soltó una carcajada. El emperador pareció perplejo, pero Alejandro se adelantó a su pregunta diciendo:
– ¿Podemos casarnos mañana, Majestad?
– ¿Tan pronto, mi impaciente amigo? ¿Y las amonestaciones? No nos dais tiempo para los preparativos. A fin de cuentas, Tea nació princesa.
– No quiero que se celebren fiestas, Juan. Cuando me casé con Orján, me adornaron como a un ídolo pagano. La fiesta duró dos días. ¡Fue horrible! Quisiera casarme en la intimidad, y que sólo estéis presentes tú, el cura y mi querido Alejandro. Haz que el obispo nos dispense de las amonestaciones. ¿Me harás este favor, hermano?
Juan Paleólogo accedió y a media mañana del día siguiente, Teadora Cantacuceno y Alejandro, déspota de Mesembria, se casaron en el altar mayor de la iglesia de Santa María de Blanquerna. Sólo asistieron el emperador, el obispo que los casó, el cura que le ayudó y dos monaguillos.
En la comida del mediodía, el emperador provocó un griterío divertido de los comensales al anunciar la boda sorpresa. Aunque las damas nobles de la corte tuvieron una desilusión al ver que Alejandro se había casado con tanta rapidez, sus maridos se mostraron sumamente complacidos. Todos se agruparon alrededor de los recién casados, felicitando al señor de Mesembria y reclamando besos a la ruborosa novia.
Solamente la emperatriz parecía malhumorada. Ni siquiera ahora quería bien Elena a su hermana. No podía soportar verla feliz, y ahora Teadora estaba radiante. Cuando se hubo acallado el griterío, Elena le dijo en voz baja:
– Esta vez me has sorprendido, Tea; pero ándate con cuidado. La próxima vez seré yo quien te sorprenda.
CAPÍTULO 14
La emperatriz de Bizancio era presa de una cólera fría.
– ¿Has perdido el poco seso que tenías? -Preguntó a su marido-. ¡Que Dios se apiade de nosotros! Eres como tu padre, con una diferencia. Él, al menos, hizo que mi padre gobernase el Imperio.
El emperador no se inmutó.
– Si mal no recuerdo, no te gustó cuando tuvimos a tu padre gobernando nuestro Imperio. Estabas impaciente por echarlo.
Ella hizo caso omiso de la observación.
– ¡Has expuesto la ciudad a un ataque, imbécil! Si el sultán Murat quiere a Teadora, la tendrá, aunque no comprendo por qué habría de interesarle esa zorra flaca y de ojos violetas. Y tú, tonto, ¡te has atrevido a casarla con el señor de Mesembria!
– Murat no irá a la guerra por una mujer, Elena. Esto es Constantinopla, no Troya. Tu hermana ha sido increíblemente valiente y muy inteligente al escapar del sultán. Él no tiene ningún derecho sobre Teadora y yo no la he obligado a contraer este nuevo matrimonio. Ella y Alejandro acudieron a mí. Sí, ¡les di mi bendición! Tea tiene derecho a un poco de felicidad. Sabe Dios que no la tuvo con Orján. Tu padre la sacrificó a aquel viejo con el fin de usurpar mi trono. Espero que siempre sea feliz. Se lo merece.
– Nos pone en peligro con su sola presencia. Además, ¿qué será de nuestra hija, sola en una tierra hostil y a merced de los turcos? ¿Has pensado en Alexis, estúpido?
– Tu hermana viajará con su marido a Mesembria dentro de unos meses. No me parece que constituya un peligro. En cuanto a Alexis, el sultán Murat es un hombre de honor y me ha asegurado que está a salvo y bien en Santa Ana.
Elena levantó las manos, asqueada. El no quería comprender. O quizá, pensó, se mostraba deliberadamente obtuso, para fastidiarla. Juan Paleólogo era tonto y siempre lo había sido. No quería ver que molestando a su señor, el sultán, invitaba prácticamente a Murat a atacar la ciudad. Y ella perdería su trono por esta estupidez.
Bizancio estaba sola, como un faro cristiano, débil y continuamente amenazado, en el borde del oscuro mundo infiel. Los soberanos de Europa sólo hablaban de boquilla de proteger a Bizancio. Esto se debía a las luchas religiosas.
De hecho, en el año 1203, la Cuarta Cruzada, encaminada en principio para reconquistar Jerusalén de los musulmanes sarracenos, se desvió hacia Constantinopla. Esto fue obra de los venecianos y su vengativo dux, Enrico Dándolo, que había sido cegado treinta años antes, cuando estaba retenido como rehén por los griegos en Constantinopla.
Se le había permitido andar libremente por la ciudad, por haber dado su palabra de que no trataría de escapar. Dándolo no pensaba en huir. Hijo de una noble familia de mercaderes, le interesaba mucho más atraer hacia Venecia las casas de comercio extranjero que eran la fuerza del Imperio de Bizancio.
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