Además, Dándolo se había interesado peligrosamente en las defensas de Constantinopla. Cuando se descubrieron estas dos malas acciones, fue castigado exponiendo sus ojos demasiado curiosos a un espejo cóncavo que reflejaba la luz del sol. Ciego, fue devuelto a Venecia, donde pasó años superando su incapacidad y soñando con la venganza. Al final, fue elegido para el puesto más alto de Venecia, posición que le brindó una buena oportunidad para vengarse. Además de sus motivos personales, el viejo dux quería la destrucción de Constantinopla por las ventajas económicas que resultarían de ello para su propia ciudad.

La excusa para esta traición a una ciudad cristiana por parte de amigos cristianos fue la restauración de un monarca destronado. Este era Alejo IV, aunque los jefes cruzados sabían que había muerto. Había sido estrangulado por Alejo V, que entonces huyó de la ciudad ante el ejército europeo atacante y dejó a su pueblo abandonado a su terrible destino. Constantinopla fue tomada en 1204 y saqueada despiadadamente por soldados, clérigos y nobles. Ninguna ciudad infiel había sufrido tanto en manos de invasores cristianos como sufrió Constantinopla, capital de la cristiandad oriental.

Lo que no quedó destruido por el fuego o el vandalismo fue saqueado. Oro, plata, joyas, vajillas, sedas, pieles, estatuas y gente…, todo lo que tenía valor y podía trasladarse o ser transportado. La ciudad nunca se había recobrado y Elena temía que la siguiente invasión fuese la última.

Su miedo aumentó considerablemente cuando el sultán Murat y un pequeño pero formidable ejército se presentaron delante de las murallas de la ciudad.

– Por el amor de Dios, devuelve Tea al sultán -suplicó Elena a su marido.

– ¿Crees que Murat se iría si lo hiciese? -se burló Juan Paleólogo-. ¡Por Dios, Elena, no quieras ser más tonta de lo que ya eres! Lo último que dijo Orján a sus hijos fue que tomasen Constantinopla. El no ha venido por Teadora, querida, sino por mi ciudad. Pero no permitiré que se apodere de ella.

Elena no sabía qué hacer, ni siquiera a quién acudir. En la ciudad adoraban a su hermana y al marido de ésta. Los juglares callejeros incluso contaban la historia de la fuga de Tea. De pronto, pareció que sus preces eran escuchadas. Solicitó audiencia a Elena un hombre alto y de aspecto simpático que se presentó en estos términos:

– Soy Alí Yahya, Majestad, jefe de la casa del sultán. Deseo ver a la princesa Teadora y espero que podáis arreglarlo.

– Mi hermana no os verá, Alí Yahya. Recientemente ha contraído nuevo matrimonio con el señor de Mesembria. Ahora están pasando la luna de miel en una pequeña villa de la costa. Elena no pudo resistir la tentación.

– ¿Quiere realmente el sultán a mi hermana en su harén?

– Desea que la princesa vuelva con su familia y aquellos que la quieren -fue la evasiva respuesta. Elena frunció el ceño.

– Tal vez podría arreglarse -dijo-. Pero tendría que hacerse a mi manera.

– ¿Y cuál es esta manera, Majestad?

– Con mi padre y mi hermano apartados de la vida secular, yo soy la jefa de la familia Cantacuceno. En esta calidad, soy responsable del destino de los miembros de esta familia. Venderé a mi hermana al sultán Murat por diez mil ducados venecianos de oro y cien finas perlas de Oriente. Las perlas deben ser de buen tamaño. Mi precio es fijo. No regatearé.

– ¿Y qué me decís del nuevo marido de Su Alteza, Majestad? Nuestras leyes prohíben quitarle la esposa a un hombre vivo.

– Por este precio, Alí Yahya, haré que mi hermana enviude rápidamente. Su nuevo marido me ha ofendido. Es un insolente que no siente el menor respeto por el Imperio.

Lo que no dijo Elena fue que Alejandro de Mesembria la había insultado de modo imperdonable al negarse a acostarse con ella cuando se lo había ofrecido. Ningún hombre había rechazado a Elena hasta entonces. Generalmente, se sentían muy honrados por el favor. Pero Alejandro había mirado a Elena desde su altura y dijo fríamente: «Yo elijo mis rameras, señora. No me eligen ellas a mí.» Y se había marchado.

El eunuco sospechó algo así y compadeció a Teadora y a su marido. Después se encogió de hombros. Los sentimientos le estaban vedados. Su primera obligación era para con su dueño, el sultán Murat, y su dueño le había enviado a buscar a Teadora. Sin embargo, bajo estas nuevas circunstancias, Alí Yahya no estaba seguro de si él querría que Teadora volviese. Tenía que ganar tiempo para averiguar a ciencia cierta la voluntad del sultán.

– Desde luego -dijo suavemente-, nos proporcionareis los documentos legales necesarios para acreditar la venta.

– Por supuesto -respondió con calma Elena-, y haré que os la podáis llevar rápidamente de la ciudad, antes de que mi marido descubra que se ha ido.

– Aunque tengo poderes del sultán para convenir todo lo que sea necesario para el regreso de la princesa, ésta es una situación anómala, Majestad. Debo hablar con mi señor.

Elena asintió con la cabeza.

– Os daré dos días, Alí Yahya. Venid a esta misma hora. Recordad a vuestro señor que, cuanto más tarde en decidirse, más tiempo estará en brazos de otro hombre aquella a quien desea. -Lanzó una risa cruel-. El nuevo marido de mi hermana es muy atractivo. Las tontas mujeres de mi corte lo comparan a un dios griego.

El eunuco se retiró de la cámara privada de la emperatriz. Volvió dos días más tarde y fue igualmente recibido.

– ¿Y bien? -preguntó ella, con impaciencia. El buscó debajo de su túnica y sacó dos bolsas de terciopelo. Abrió la primera y vertió parte de su contenido en una bandeja plana. Los ojos azules de Elena se abrieron, codiciosos, al ver las perlas de tamaño y semejanza perfectos. La otra bolsa contenía una barra de oro.

– Hacedlo pesar, Majestad, y comprobaréis que su valor es de diez mil ducados.

Para su regocijo, ella se dirigió a un armario y sacó unas balanzas. Pesó el oro.

– Una pizca de más -observó, como buena entendedora-. El sultán es más que justo. -Volvió a dejar las balanzas en el armario, sacó un pergamino enrollado y lo tendió a Alí Yahya-. Estos documentos confiesen a vuestro señor, el sultán, la custodia total y la propiedad legal de una esclava conocida como Teadora de Mesembria. Ella y su marido están todavía en la villa próxima a la ciudad. Sin embargo, no os la podéis llevar de allí sin que el público sospeche de vuestro señor, cosa que él no deseará. La ejecución de mi plan requerirá algún tiempo. Actuar precipitadamente provocaría preguntas que sin duda quiere evitar nuestro señor. No; es mejor que mi hermana enviude en Mesembria. Nadie de allí pensaría en causar daño a Alejandro. Todos le adoran. Por esta razón, su muerte parecerá absolutamente natural.

»Cuando muera, dentro de unos meses, pediré a mi hermana que venga a casa. La alojaré espléndidamente en el palacio Bucoleano, que está precisamente junto a la dársena imperial. Vos y yo fijaremos la hora y yo cuidaré de que su vino esté drogado el día convenido. Entonces, vos y vuestros hombres os la llevaréis por un pasadizo secreto que conduce al puerto. Los guardias habrán sido sobornados. Os dejarán pasar sin hacer preguntas.

Alí Yahya se inclinó, admirando a su pesar a la emperatriz. Era una mujer malvada, pero esto le permitía llevar a un buen término su misión. Las manos del eunuco no se mancharían de sangre.

– ¿Qué droga emplearéis para hacerla dormir? -preguntó. Ella buscó una vez más en el armario, de donde sacó un frasquito que le tendió. Él lo destapó y lo olió. Quedó satisfecho y se lo devolvió:

– No tengo que deciros lo que pasaría si trataseis de engañarme o si la princesa sufriese algún daño -dijo a media voz.

Ella sonrió con malignidad. -No le haré daño. ¿Por qué? Me gustará más saber, en las semanas sucesivas, que es una esclava. Deberá obedecer a su amo y señor, o será castigada. Si obedece, sufrirá, porque creo que es una mujer frígida. Pero, si opone resistencia a su amo y señor, será apaleada. No sé qué me causa más satisfacción, si la idea de Tea desnuda y soportando las vigorosas atenciones del sultán, o la de Tea siendo azotada.

– ¿Por qué la odiáis tanto? -preguntó Alí Yahya, incapaz de contener por más tiempo su curiosidad. Por un momento, Elena guardó silencio. -Yo soy la mayor, pero mis padres prefirieron siempre a Tea -explicó luego-. Nunca lo dijeron, pero yo lo sabía. Cuando murió mi madre, yo la cuidé, ¿y sabéis cuáles fueron sus últimas palabras? Os lo diré, Alí Yahya. Lo último que dijo fue: «¡Teadora, querida! Ya no volveré a verte.» ¡Ni una palabra para mí! ¡Y yo también la quería! ¡Siempre Tea!

»Y mi padre, siempre hablando de su inteligencia y diciendo que hubiese debido ser su heredera. ¡Qué tontería! ¿Qué ha ganado ella con su maravilloso cerebro? ¡Nada! ¡Nada! Ahora pone en peligro mi ciudad, y mi marido la defiende en todo y se le endulzan los ojos con sólo oír su nombre. La quiero fuera de mi vida. ¡Ahora y para siempre!

– Vuestro corazón verá satisfecho su deseo, Majestad. Dentro de pocos meses, vuestra hermana volverá a cruzar el mar de Mármara en dirección a Bursa. -El eunuco se levantó e hizo una reverencia-. ¿Cómo sabré cuál es el muelle correcto en la dársena imperial?

– Hay un muelle adornado con estatuas de leones y otros animales en el puerto de Bucoleón. Haced que vuestra galera espere allí el día que convengamos. El pasadizo tiene su salida a pocos pasos de aquel muelle. -Buscó debajo de la túnica y sacó un banderín rojo de seda con el águila bicéfala imperial bordada en él-. Poned esto en el mástil de vuestra galera y nadie os impedirá la entrada o salida.

Durante el resto del día, Elena pudo contener a duras penas su excitación. Por fin se libraría de Tea. Nunca volvería a temer la antigua amenaza de su hermana…, la amenaza de que volviera al lado del sultán para arrancar la ciudad de manos de Elena. ¡Tea sería el fin impotente! ¡Una esclava! Y cuando el sultán Murat se cansara de ella, como ocurriría inevitablemente, tal vez la enviaría aún más lejos hacia el este. Elena se echó a reír regocijada. Su venganza sería completa.

Aquella noche, la emperatriz envió a buscar a un hombre que era uno de los médicos más respetados de Bizancio. Juliano Tzimisces gozaba ocasionalmente de los favores de Elena. En esta ocasión lo esperó llevando una holgada túnica de gasa, de palidísimo color azul turquesa, a través de la cual se perfilaba su cuerpo como si fuese de madreperla. Los pezones estaban pintados de vermellón y eran provocativamente visibles a través de la seda. A su lado estaba una niña pequeña que, como Elena, era rubia y de ojos azules. Vestía como la emperatriz y también llevaba pintados de vermellón los diminutos botones de los pechos todavía no formados. Los menores eran objeto de una perversión particular de Tzimisces.

Elena le dirigió una sonrisa felina y dijo crudamente:

– Necesito un veneno muy especial, amigo mío. Tiene que matar rápidamente, dañar sólo a la pretendida víctima y no dejar rastro.

– Pedís mucho, Majestad.

Elena sonrió de nuevo.

– ¿Os gusta mi pequeña Julia? -le preguntó-. Es georgiana y sólo tiene diez años. Y es una niña muy dulce -añadió, besando a la chiquilla en la boca, que era como un capullo de rosa.

Juliano Tzimisces se agitó nerviosamente, mirando del cuerpo no formado de la niña a los grandes y resplandecientes pezones rojos de la emperatriz. Elena se tumbó de espaldas en el diván, atrayendo a la niña y acariciando lentamente el cuerpo de la pequeña esclava.

– Tengo algo nuevo, llegado de Italia -dijo Juliano Tzimisces, jadeando un poco-. La víctima, ¿es varón o hembra?

Empezaba a sudar debajo de la ropa y sentía que se estaba excitando a cada minuto que pasaba.

– Varón.

– ¿Puede ponerse en el agua de su baño?

– ¡No! Podría bañarse con su esposa, y no quiero que ésta sufra daño. En realidad, es vital que ella no sufra los efectos del veneno.

– Entonces puede ponerse en el agua que emplea para afeitarse. El veneno tardará varios días en ser absorbido a través de la piel. No habrá síntomas de enfermedad, nada que despierte sospechas. Cuando el veneno haya sido absorbido, el hombre caerá simplemente muerto. ¿Os parece satisfactorio?

– Sí, Juliano, será muy satisfactorio.

El médico no podía apartar la mirada de las dos hembras del diván. Se hallaba ante un terrible problema, pues las quería a las dos: primero a la niña y después a la mujer. La emperatriz se echó a reír. Conocía sus gustos.

– Habéis sido muy amable, viejo amigo, y seréis recompensado. Podéis tener a mi dulce Julia. ¡Pero no debéis cansaros, Juliano! Esta satisfacción debéis reservarla para mí.

El médico abrió la túnica y se lanzó sobre la niña, la cual, aunque sabía lo que la esperaba, gritó de angustia cuando el hombre la penetró. Los gritos prosiguieron durante unos minutos y por fin se extinguieron en lastimosos y débiles gemidos.