Al lado de ellos, Elena se sentó en cuclillas, con ojos brillantes, húmedos y fláccidos los labios.
– ¡Sí, Juliano! ¡Sí! ¡Sí! ¡Hazle daño! ¡Hazle daño!
La niña se había desmayado ahora y la pasión de Tzimisces estaba alcanzando su punto culminante. Elena se arrancó jadeando su propia túnica, se tumbó de espaldas y abrió las piernas. El hombre empujó a un lado a la niña y cubrió el ansioso cuerpo de la mujer con el suyo. Juntos se retorcieron en un violento combate casi mortal hasta que, de pronto, la emperatriz lanzó un chillido y quedó satisfecha. Su pareja la imitó rápidamente.
Unos minutos más tarde, extinguidos los sonidos de su ronca y jadeante respiración, dijo Elena:
– ¿Me traeréis mañana por la noche el veneno, Juliano? Sin falta.
– Sí, Majestad -respondió el hombre a su lado-. Lo traeré. ¡Lo juro!
– Bien -ronroneó la emperatriz-, y cuando mi enemigo haya muerto, os haré otro pequeño regalo, querido Juliano. La pequeña Julia tiene un hermano gemelo. Lo guardo para vos.
Poco después, el médico salió del palacio por una discreta puerta lateral y lo llevaron en una litera a su propia residencia, por las oscuras calles silenciosas. Una vez en casa, entró en su laboratorio y buscó en el armario. Sacó un frasquito y lo sostuvo a contraluz. Resplandeció con un maligno color amarillo verdoso. Dejó cuidadosamente el frasquito sobre la mesa y vertió agua de una jarra en una pequeña jofaina. Después de destapar el frasco, dejó caer varias gotas en el agua. El color desapareció al contacto con el agua clara. Esta siguió siendo incolora e inodora.
Juliano Tzimisces volvió a tapar el frasquito y arrojó cuidadosamente el contenido de la jofaina. Se acercó a la ventana de su laboratorio y miró al exterior. El cielo era gris y empezaba a despuntar la aurora. Se preguntó quién sería el pobre infeliz que había ofendido tanto a Elena. Probablemente no lo sabría nunca, y era mejor así. No podía sentir remordimiento por contribuir a asesinar a una persona desconocida y anónima. Suspiró, salió del laboratorio y se acostó.
Mientras el médico se quedaba dormido, Teadora y Alejandro se despertaban en el dormitorio de la villa de su luna de miel, ignorantes del destino que la emperatriz les reservaba. Adora no había sido nunca tan feliz en toda su vida. En los pocos días de su matrimonio, había encontrado una paz mental extraordinaria. Ya no había ningún conflicto en su vida. Alejandro amaba a Teadora sólo por ella misma. Y la mujer se dio cuenta muy rápidamente de que también lo amaba. Pero este sentimiento era muy diferente del amor que había sentido por Murat. A fin de cuentas, Murat había sido el primero.
No; la vida con Alejandro estaba llena de un amor tranquilo y dulce; era una vida placentera, sin conflictos. Siempre sería buena, estando con él. Alejandro se mostraba amable con ella, aunque dominador. Fomentaba su ingenio y su inteligencia, y llegó a sugerir que Teadora fundara una escuela de enseñanza superior para mujeres. ¡Qué bien comprendía Alejandro a su esposa! Sí, lo que había empezado como un matrimonio de conveniencia se había convertido ciertamente en una relación amorosa.
Ahora, en la mañana temprano, el señor de Mesembria se volvió en la cama de cara a su esposa. Por un momento, observó su rostro dormido. Después se inclinó y la besó suavemente. Ella abrió despacio los ojos violetas y le sonrió.
– Vayamos al mar a saludar a la aurora -sugirió el, levantándose de la cama y tirando de Teadora. Esta agarró una bata de gasa de color de rosa para cubrir su desnudez-. No, hermosa. Iremos como estamos.
– Puede vernos alguien -protestó tímidamente ella.
– Nadie nos verá -respondió Alejandro con firmeza.
Tomándola de la mano, la condujo a la terraza, a través del pequeño jardín y bajaron una suave pendiente hasta una pequeña franja de arena que hacía las veces de playa. Miraron hacia el este, por encima del Bósforo, los montes verdes de Asia que descendían hasta el mar inmóvil y oscuro. Más allá, el cielo gris perla empezaba a iluminarse y a llenarse de colores. El rosa y el malva se mezclaban con el oro y el esplieg0 y el turbulento anaranjado.
La pareja se quedó de pie, inmóvil en su perfección desnuda, como dos estatuas exquisitas. Un viento ligero los acariciaba suavemente. Todo estaba tranquilo a su alrededor, sólo el canto ocasional de un pájaro rompía el silencio.
Alejandro hizo que su esposa se volviese despacio, de cara a él; la miró y dijo:
– Nunca había sido tan feliz como en estos últimos días contigo. Tú eres la perfección, hermosa, y te amo muchísimo.
Ella le enlazó el cuello con los brazos, sin pronunciar palabra, y le bajó la cabeza para que pudiesen besarse. Lo que empezó con ternura se convirtió rápidamente en pasión, al aumentar su recíproco deseo. Pronto no pudieron contenerlo. Ella sintió la excitación de Alejandro y gimió contra su boca.
Sus cuerpos entrelazados cayeron despacio sobre la arena y ella separó ansiosamente las piernas. El la penetró despacio. La cara de ella estaba radiante de amor. Los ojos como joyas se miraron fijamente, y Teadora sintió que su alma misma salía de su cuerpo para encontrarse con la de Alejandro en algún lugar lleno de estrellas, muy lejos del mundo mortal. Flotaron juntos hasta que de pronto todo fue demasiado dulce, demasiado intenso. Su pasión llegó al punto culminante y estalló sobre ellos como una de las olas que lamían la arena a pocos pasos.
Cuando se hubieron recobrado, ella habló en un tono divertido, medio avergonzado:
– ¿Y si alguien nos ha visto, Alejandro? El rió entre dientes.
– Dirán que el señor de Mesembria sirve muy bien a su bella esposa. -Se levantó y tiró de ella-. Bañémonos ahora en el mar, hermosa. La playa es un sitio muy romántico, pero tengo arena en los lugares más extraños.
Riendo, se sumergieron en el agua. Y más tarde, si los criados los vieron llegar desnudos por el jardín, nada dijeron, pues estaban encantados con el amor que imperaba entre su amo y su dueña.
Alejandro quería a su ciudad y tenía planes para reconstruirla. Mesembria había sido colonizada en principio, hacía muchos siglos, por los griegos jonios de Corinto y Esparta, y más tarde fue conquistada por las legiones romanas. El nuevo señor de Mesembria habló con su esposa de sus planes para pavimentar de nuevo las anchas avenidas, restaurar los edificios públicos y, después de derribar los barrios bajos de la ciudad, construir viviendas decentes para los pobres.
– Las avenidas deben estar flanqueadas de álamos -dijo Teadora-, y la señora de Mesembria plantará flores alrededor de las fuentes para que se alegre el pueblo. El sonrió, satisfecho de su entusiasmo. -Quiero que Mesembria sea tan hermosa que no añores jamás Constantinopla. Quiero que sea una ciudad feliz para ti y para nuestro pueblo.
– Pero, amor mío, esto costará muchísimo dinero. -No podría gastar todo el dinero que tengo aunque viviese cien años, hermosa. Antes de que volvamos a Constantinopla, te diré dónde está escondida mi riqueza, para que, si me ocurriese algo, no tuvieses que depender de nadie.
– Tú eres joven, mi señor. Acabamos de casarnos. Nada te sucederá.
– No -respondió él-. Espero que no. Sin embargo, todo lo mío es también tuyo, hermosa.
En Mesembria, toda la ciudad se alegró de la boda de Alejandro con Teadora Cantacuceno. La familia del novio había gobernado ininterrumpidamente la ciudad durante más de quinientos años y era amada por sus ciudadanos. En tiempos buenos y malos, en periodos de guerra y de paz, la familia de Alejandro había puesto siempre el bienestar de su pueblo por encima del suyo propio. Su recompensa había sido una lealtad hacia sus gobernantes no igualada en ninguna otra ciudad.
Mesembria se alzaba en la costa del mar Negro, en una pequeña península del lado norte del golfo de Burgos. Estaba unida al continente por un estrecho istmo fortificado con torres de guardia que se erguían en las murallas a cada ocho metros. En el extremo de tierra, el istmo terminaba en un arco de piedra con una enorme puerta de bronce. Esta puerta se cerraba todos los días al ponerse el sol y se abría al amanecer. En tiempo de guerra, permanecía cerrada. Una puerta parecida, en el extremo del istmo correspondiente a la ciudad, convertía en una fortaleza natural.
Fundada por los tracios, la ciudad había sido colonizada en el siglo IV antes de Cristo por un grupo de griegos jonios de las ciudades de Esparta y Corinto. Bajo su guía, la pequeña ciudad mercado se había convertido en una urbe culta y elegante que, más tarde, llegó a ser una joya de la corona del Imperio bizantino. En 812 a. de C, los búlgaros lograron capturar Mesembria por breve tiempo, durante el cual saquearon su importante tesoro de oro y plata y, más importante aún, su provisión de fuego griego. La familia gobernante de la época había sido aniquilada, y cuando los mesembrianos se libraron al fin de los invasores bárbaros, eligieron como su gobernante a su general más popular, Constantino Heracles. Era antepasado de Alejandro. La familia Heracles había gobernado Mesembria desde entonces.
Ahora, con el matrimonio de Alejandro, el pueblo anheló el regreso de su príncipe. Pusieron inmediatamente manos a la obra para construir un nuevo palacio digno de Alejandro y Teadora. La antigua residencia real había estado situada en una colina sobre la ciudad. Conociendo la afición al mar de su señor y considerando que reconstruir el antiguo palacio traería mala suerte, el pueblo situó el nuevo en un parque recién creado a orillas del mar. La construcción se inspiró en el estilo griego clásico. Era de mármol amarillo pálido, con columnas en el porche de mármol veteado de rojo anaranjado. No era un palacio grande, pues los Heracles no habían sido nunca gente de mucha ceremonia. Sólo había un gran salón de recepciones, donde el señor de Mesembria podía celebrar audiencia o juzgar en público. El resto del palacio era privado y estaba separado del salón de recepciones por un largo pasillo descubierto.
Delante del palacio, en el centro de un óvalo de verde césped, había un gran estanque ovalado con azulejos azul turquesa. En el centro del estanque destacaba un delfín de oro macizo, con la boca abierta como si estuviese riendo. El antiguo dios del mar, Tritón, hacía cabriolas sobre su espalda. Desde los lados del óvalo, unas pequeñas conchas de oro en espiral lanzaban agua hacia el centro, pero sin alcanzar al delfín.
Detrás del palacio, un hermoso jardín se extendía hacia abajo, hasta una terraza enarenada que pendía sobre una playa. Con la marea alta, las olas salpicaban la balaustrada de mármol de color coral.
Todos los ciudadanos de Mesembria, desde los más importantes artesanos hasta la gente más sencilla, trabajaron de firme para terminar el nuevo palacio en el tiempo asombrosamente breve de tres meses. Incluso los niños ayudaban, transportando cosas pequeñas, trayendo comida y bebida a los trabajadores, haciendo recados. También las mujeres desempeñaron un papel decisivo en el esfuerzo de la ciudad para traer rápidamente a casa a sus gobernantes. Trabajaron juntas, la doncella y la matrona, la esposa del pescadero y la dama de la nobleza. Con delicadas pinceladas, pintaron frescos en las paredes; tejieron colchas y colgaduras de fina seda de Bursa y lana pura, y adornaron las paredes con hermosos tapices.
Alejandro y Adora viajaron a Mesembria apenas tres meses después de su boda. La pequeña villa del Bósforo fue cerrada y los servidores enviados a Mesembria. Sólo la pareja que servía a los recién casados como doncella y ayuda de cámara acompañarían al príncipe y a su esposa en el barco. Aunque echaba de menos a Iris, Adora se consideraba afortunada de que la sirviese Ana. Mujer corpulenta y amable, que medía casi un metro ochenta de estatura, trataba cariñosamente a su señora, pero con gran respeto. Nadie, según puso muy pronto en claro para las otras servidoras, podía cuidar de su ama como ella. Su marido, Zenón, hombre delgado y de apenas un metro sesenta y cinco de estatura, la adoraba a ojos ciegas. Ana le gobernaba con benévola mano de hierro.
Elena sabía todo esto, como sabía todo lo que podía en definitiva serle útil. Como el déspota y la reina de Mesembria no volvían a Constantinopla, sino que iban directamente a su ciudad desde la villa del Bósforo, el emperador y su esposa les hicieron el honor de ir a despedirlos personalmente. El hecho de ver feliz a su hermana menor hizo que Elena sintiese alternativamente una cólera de frustración y una alegría secreta. Le complacía enormemente saber que, al cabo de unos pocos meses, destruiría la felicidad de su hermana.
Reclinada en un diván de las agradables habitaciones que je habían destinado en la villa, Elena dio instrucciones a su eunuco personal.
– Ve a buscar a Zenón, el ayuda de cámara de Alejandro, y trámelo. Asegúrate de que no os ven a ninguno de los dos. No quiero que me hagan preguntas.
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