Sus ojos echaban chispas y el eunuco se estremeció interiormente. Servía a la emperatriz desde hacía cinco años y conocía su carácter. Le atemorizaba, sobre todo cuando sus ojos emitían un destello de malicia. Había permanecido en silencio a su lado, en más de una ocasión, y observado la tortura de algún desgraciado, con frecuencia hasta la muerte, simplemente para divertir a Elena. El eunuco había sobrevivido obedeciendo al instante, cumpliendo con su trabajo y no dando nunca su opinión. Ahora trajo a Zenón a su señora y abandonó rápidamente la estancia, contento de escapar.

Zenón se arrodilló, aterrorizado, ante la emperatriz, pero alegrándose de no tener que permanecer en pie. Temía que sus piernas no hubiesen podido sostenerlo. Tenía agachada la cabeza y bajos los ojos. El corazón le martilleaba con mareantes palpitaciones la estrecha caja torácica. Reinaba en la habitación un silencio letal cuando Elena se levantó lánguidamente del diván y caminó despacio alrededor del hombre postrado. Si éste se hubiese atrevido a levantar la mirada, habría visto algo increíblemente bello, pues la emperatriz vestía una túnica de seda de Bursa, de suaves topos turquesa, y sus carnosos brazos se traslucían como mármol pálido y pulido a través de las mangas de gasa. Llevaba alrededor del cuello una doble hilera de perlas, intercaladas con cuentas redondas de oro. Pero lo único que Zenón veía era el dobladillo de su túnica y las zapatillas con franjas de oro y plata.

Ella se plantó detrás de él y habló suavemente, con dulzura, en contraste con el significado de sus palabras.

– ¿Sabes, amigo Zenón, cuál es la pena por asesinato en nuestro reino?

– ¿Ma… majestad?

Tenía la garganta atenazada por el miedo y apenas si pudo pronunciar aquella palabra.

– La pena por asesinato -prosiguió Elena a media voz-. Como el que cometió tu buena esposa Ana. ¿Cuántos años tenía vuestra hija, Zenón? ¿Diez? ¿Once?

El poco aplomo que conservaba el criado se desvaneció. Nadie había sospechado nunca que Ana había asfixiado a María. La niña se estaba muriendo de una enfermedad de la sangre. Los médicos habían sido muy francos. No había esperanza. Día tras día, se iba extinguiendo ante sus angustiados ojos. Por fin, una noche, cuando María yacía medio dormida, casi delirando, Ana había colocado en silencio una almohada sobre la cara de la pequeña. Cuando la levantó, María estaba muerta, con una dulce sonrisa en su carita. El marido y la mujer se habían mirado, comprensivos, y nunca habían vuelto a hablar de aquello. El hombre no sabía cómo había descubierto su secreto aquella diabólica mujer.

– La pena por asesinato, Zenón, es la ejecución en la plaza pública. No es una manera muy agradable de morir, sobre todo para una mujer. Deja que te lo cuente, para que sepas lo que le espera a Ana.

»La noche antes de la ejecución, el carcelero y sus ayudantes, así como los presos más favorecidos, se turnarán para abusar de tu mujer. Yo he visto en ocasiones esta diversión, aunque dudo de que a ti te pareciese divertido. Por la mañana, le afeitarán la cabeza. La atarán detrás del carro que transportará a sus torturadores y al verdugo, y la obligarán a caminar detrás de él hasta el lugar de la ejecución, descalza y desnuda, y mientras tanto será azotada. A la plebe le gustan los buenos espectáculos, y le arrojarán basura y la escupirán…

– ¡Misericordia, Majestad!

Dando media vuelta para plantarse delante de él, Elena continuó con su recital:

– Desde luego, se le negarán los últimos ritos de nuestra Iglesia, pues el asesinato está prohibido por los mandamientos de Dios. Y la muerte de un niño es un crimen lo bastante odioso para asegurar la condena eterna.

Un sollozo brotó de la garganta de Zenón y la emperatriz sonrió despectivamente para sí. ¡Qué cobardes eran todos los plebeyos!

– Ana -siguió diciendo-será atada, con los miembros extendidos en el potro del tormento. Le arrancarán los pechos, le desgarrarán el vientre y le cortarán las manos y los pies. Será cegada con carbones al rojo. Por fin, la colgarán por el cuello y permanecerá así hasta que los pájaros descarnen su esqueleto. Entonces serán molidos los huesos y arrojados a los cuatro vientos.

Por fin se atrevió Zenón a mirar a la reina.

– ¿Por qué? ¿Por qué me decís esto, majestad? Si queréis la muerte de mi querida Ana, ¿por qué me torturáis a mí?

Elena sonrió con dulzura y Zenón se quedó asombrado. ¿Cómo podía ser tan cruel una mujer que sonreía con tanta dulzura? Y entonces le vio los ojos. No había sonrisa en ellos. Eran como piedras azules pulidas.

– Lo que te he dicho puede no llegar a realizarse, y tu esposa vivirá contigo y alcanzará una tranquila vejez…, si me prestas un pequeño servicio.

– ¡Todo lo que queráis!

Elena sonrió de nuevo, mostrando esta vez sus perfectos y pequeños dientes blancos.

– Te daré una caja con un frasquito de líquido. Dentro de unos pocos meses, y tendrás que calcular exactamente el tiempo, abrirás el frasco y empezarás a echar unas cuantas gotas cada día en el agua que emplea Alejandro para afeitarse. Solamente en esta agua. Úntate las manos con aceite perfumado, para que, si el agua toca tu propia piel, no te cause ningún daño. Después lávatelas bien y de inmediato. Cuando el frasco esté vacío, arrójalo al mar. Esto es cuanto pido de ti, Zenón. Ya ves que es muy poco. Hazlo, y la… indiscreción de tu esposa será olvidada.

– ¿Es veneno, majestad?

Ella lo miró fríamente.

– ¿Me obedecerás? -Él asintió, aturdido, con la cabeza-. Está bien, Zenón, puedes marcharte. Asegúrate de que nadie te ve salir de mis habitaciones. -Él se levantó, tambaleándose, y corrió hacia la puerta-. Recuerda, Zenón -le advirtió ella-, que Mesembria todavía forma parte del Imperio y que tengo espías en todas partes.

Se cerró la puerta.

De nuevo a solas, Elena rió para sus adentros. Había ganado. El servidor estaba aterrorizado y la obedecería. Más tarde se encargaría de él.

Al día siguiente, Elena se unió a su marido para despedir a Teadora y Alejandro. Estaba tranquila y parecía muy cariñosa. Después Adora expresó sus sospechas hacia su hermana mayor, pero Alejandro se echó a reír.

– Estarás lo bastante lejos de Constantinopla para que no tengas que temer a la arpía real. Pronto le llamará la atención alguna otra cosa: un desaire imaginado o un joven de buenos muslos.

Ahora fue ella quien se echó a reír. Aquella fácil apreciación del carácter de Elena hizo que ésta pareciese tan poco importante que se desvaneció todo su miedo. Él le enlazó la cintura con un brazo y se quedaron observando en silencio cómo se alejaba su pequeña villa hasta que no pareció más grande que un juguete. Delante de ellos, se ensanchó el Bósforo al abrirse al mar Negro. Adora sintió que el corazón aceleraba sus latidos ante aquella vasta extensión de ondulante agua azul. Alejandro se dio cuenta e hizo que se volviese de cara a él.

– No te asustes, hermosa. Es majestuoso e imponente, y no hay pequeñas islas que den la tranquilidad de tierra constantemente a la vista. No es como nuestro Egeo de color turquesa. Este mar tan grande puede ser muy traidor y malvado, pero puede convertirse también en un buen amigo. La cuestión es no fiarse de él, como de una de esas mujeres de la calle. Pero esta vez no nos internaremos en las aguas, amor mío. Seguiremos la costa hasta nuestra ciudad.

– ¿Esta vez, Alejandro? Entonces, ¿no piensas renunciar al mar?

– El mar es el alma de Mesembria, hermosa. No podemos vivir para siempre de las ganancias de Focea. Hay tres rutas comerciales a través del mar Negro, la más importante de las cuales empieza en Trebisonda, mi ciudad natal. Si ofrezco a los mercaderes un precio por sus artículos mejor que el de Constantinopla y un viaje más corto, vendrán hacia mí, en vez de viajar hasta tan lejos. Entonces llevaremos nosotros los artículos a Constantinopla y deberán pagar el precio que pidamos, pues no tendrán alternativa.

Adora abrió los ojos, sorprendida y admirada.

– ¿Puede hacer esto un súbdito fiel del emperador?

– Mi primera fidelidad debe ser con Mesembria, hermosa. Durante demasiado tiempo ha estado Constantinopla chupando de sus ciudades vasallas, dándoles muy poco a cambio. El joven emperador Juan ya tiene bastante trabajo con los turcos. Cuando Constantinopla se dé cuenta de lo que he hecho, será demasiado tarde para que pueda remediarlo.

– Eres despiadado, Alejandro -dijo ella y sonrió-. No me había dado cuenta.

– No me erigí en rey pirata de Focea por casualidad, hermosa. Para sobrevivir en este mundo, uno debe saber que está poblado en su mayor parte por gente despiadada. Y ha de pensar como ellos, si no quiere que se lo coman vivo. -Tocó la seda del vestido de ella y su voz se ablandó-. Pero no hablemos más de esto, Adora. Todavía estamos en plena luna de miel y el barco está en buenas manos. Divirtámonos en nuestro camarote, pues aquí sólo estamos de paso.

– Los camarotes del barco son pequeños, mi señor, y las literas no se prestan mucho a la clase de diversión que tú propones -se burló ella-. Después de todo, Alejandro, en esta ocasión no tienes el privilegio del camarote del capitán.

– No, hermosa. Pero, en cambio, ¡tengo el privilegio del camarote del príncipe!

Tiró de ella y le hizo subir varios escalones hasta la cubierta. Esta tenía solamente unos dos metros de suelo despejado, porque un camarote ocupaba todo el resto del espacio. Una pequeña puerta de doble hoja, de roble tallado y dorado, servía de entrada. El hizo girar los tiradores de oro y la introdujo en una habitación de lujo inverosímil.

La habitación estaba cubierta con una tela de seda de color aguamarina, con estrellas de oro y plata bordadas. Hacía que el techo pareciese una tienda. Las lámparas que pendían de finas cadenas de oro eran de cristal veneciano de color ámbar claro. Una ventana salediza, con rombos emplomados, también de cristal veneciano hecho a mano, adornaba la pared de enfrente de la puerta y ofrecía una visita privada del mar. En un hueco del camarote había una cama de matrimonio cubierta con una colcha azul oscuro, con escenas bordadas en oro y plata de Neptuno y toda su corte. Había ninfas montando caballitos de mar sirenas peinándose los largos cabellos mientras las observaban sus tritones amantes, delfines saltarines y peces voladores que hacían alegres cabriolas en el rico terciopelo azul. Las tablas de debajo de sus pies habían sido enteramente cubiertas con suaves vellones blancos de corderos nonatos. Adora tuvo la impresión de estar en un torbellino de espuma marina.

A los pies de la cama había dos pequeños baúles gemelos planos, forrados de cedro fragante y asegurados con tiras de latón pulido. Encima de cada uno de ellos destacaba, en pan de oro, la insignia real de la Casa de Mesembria. Debajo se leían las palabras «Alejandro, Déspota» en uno de ellos, y «Teadora, Déspota» en el otro. Junto a la pared opuesta a la cama había una larga mesa rectangular que ocupaba buena parte de la habitación. Era de ébano pulimentado y tenía muy trabajadas las patas. En el centro había un gran cuenco de plata con un dibujo en relieve de Paris, las tres diosas y la manzana de oro, lleno de grandes y redondas naranjas, gordos higos purpúreos y racimos de abultadas uvas de color verde pálido. A ambos lados de la mesa había unos sillones gemelos, con cojines de terciopelo dorado.

Era una habitación exquisita y, al examinarla Adora abrió de nuevo mucho los ojos y lanzó un grito de entusiasmo, pues, junto a la pared de la izquierda de la puerta, estaba el tocador más hermoso que jamás hubiese visto. Sujeta a la pared, había una concha de venera abierta y dorada. El espejo, engastado en la mitad superior de la concha, era de plata pulida. Su base, en la mitad inferior de la concha, tenía cuidadosamente incrustados cuadrados de nácar rosa pálido. Una media concha más pequeña, con un cojín de seda de color coral y lleno de espliego, servía de asiento.

– Procede de tu gente, hermosa. Tengo entendido que hicieron dos; uno para el barco y otro, con el espejo de cristal, para tus habitaciones de nuestro palacio. Ya te quieren, pues vas a ser la madre de su casa gobernante.

Su voz grave vibraba de pasión, y ella sintió que empezaba desfallecer con aquel anhelo que ya conocía bien.

Los ojos de aguamarina de él la tenían como hechizada y ni siquiera oyó que se cerraba la puerta de su pequeño mundo y se corría el pestillo. El alargó las manos y la atrajo dentro del círculo de sus brazos. Teadora apoyó la oscura cabeza en el hueco del hombro de su esposo, respirando despacio, pero el ritmo se aceleró cuando él empezó a desnudarla delicadamente. Desnuda al fin, Alejandro se apartó para admirarla, regocijándose con su rubor rosado. No se cruzaron palabras entre ellos. Los únicos sonidos eran los de las voces lejanas y el movimiento de los que gobernaban el barco, y el chasquido de las olas y el suave susurro de la estela detrás de ellos.