– Hasta luego, hermosa -murmuró.
Ella asintió con la cabeza y siguió a Ana.
Una de las habitaciones de Teadora era un soleado salón con una gran chimenea de mármol, las columnas de cuyos lados eran tallas de jóvenes diosas desnudas. Las llamas saltarinas proyectaban sombras rojas y doradas sobre las estatuas, dándoles un aspecto seductor. De las paredes pendían los más hermosos tapices de seda que jamás hubiese visto Adora. Había doce de ellos, cada uno de los cuales representaba un episodio de la vida de Venus. El suelo de mármol estaba cubierto de gruesas alfombras. Cortinas de seda pendían en las ventanas, y los muebles eran una mezcla de los estilos bizantino y oriental. El azul celeste y el dorado eran los colores dominantes.
El dormitorio de Adora estaba pintado de rosa coral y de un color crema pálido con ligerísimos toques de oro. Tal como había prometido Alejandro, allí estaba el tocador idéntico al del barco. Pero, para regocijo de ella, la cama grande tenía también la forma de una enorme concha. Los pies eran de delfines dorados que se apoyaban en las curvadas colas para sostener la concha con el hocico. La cama estaba rematada con una corona de oro y resguardada por cortinas de gasa de color rosa coral. Esta habitación de cuento de hadas tenía vistas sobre el mar. Un escalofrío le recorrió el cuello al imaginarse a Alejandro y ella misma haciendo el amor en la maravillosa cama de aquella maravillosa habitación.
– Vuestro baño está aquí, mi princesa -le sobresaltó la voz de Ana.
Entraron en un cuarto embaldosado de azul, con una bañera hundida, donde esperaban varias jóvenes doncellas. Una hora después, Teadora se había bañado y quitado la sal de la piel y los cabellos. Luego se puso un caftán holgado de seda de pálido color de albaricoque y entró de nuevo en el salón, donde encontró la mesa de la cena preparada junto a las ventanas. El cielo había empezado a oscurecerse y la luna se alzaba, reflejándose en el mar en calma.
Alejandro la estaba esperando envuelto en un caftán de seda blanca. Los servidores habían desaparecido como por arte de magia.
– ¿Te importará hacer de camarera, mi amor?
– No. Quiero estar sola contigo. Llevamos horas sin poder estar juntos y lejos de la multitud. -Le sirvió una copa de dorado vino de Chipre y, después, riendo, le llenó el plato de ostras crudas, pechuga de capón y aceitunas negras-. Nuestro cocinero no es muy sutil. ¡Incluso el postre está hecho de huevos!
Él se rió; después se puso serio y le recordó:
– Mesembria necesita un heredero, Adora. Yo soy el último de mi estirpe. No queda nadie tras de mí, nadie que pudiese gobernar si yo muriese. El fuego que mató a mis hermanos y a sus familias se llevó también a muchos de mis tíos y primos, a todos los parientes de mi padre. Estaban todos allí aquella noche, celebrando el cumpleaños de mi hermano mayor. Mientras no tengamos un hijo, soy el último de los Heracles.
En pie al lado de él, ella atrajo su cabeza sobre la blandura perfumada de sus senos.
– Tendremos un hijo, mi señor. ¡Te lo prometo!
Los ojos de aguamarina de Alejandro se fijaron en los de amatista de su esposa y vieron en éstos grandes promesas: la promesa de muchos años felices, de una familia numerosa para reemplazar a la que había perdido, de mil noches deliciosas, seguidas de diez veces mil. Él se levantó, la asió ligeramente de los hombros y la miró a la cara.
– La comida puede esperar, mi amor -murmuró Alejandro. Y tomando a su esposa en brazos, la llevó a la gran cama en forma de concha.
CAPÍTULO 15
Teadora se había prendado fácilmente de Mesembria. Pero ésta, como había dicho Alejandro, debía ser reconstruida. Tenía mil novecientos años de antigüedad. Sus gobernantes estudiaron una minuciosa maqueta a escala de la ciudad y decidieron que, antes de renovar los edificios públicos, había que mejorar las viviendas de los pobres. Había al menos tres barrios de casas de madera que estaban siempre expuestas a un incendio que, si era grave, podía causar serios daños a toda la ciudad.
Alejandro convocó a los propietarios de aquellas casas. Con Adora a su lado, explicó pausadamente lo que pretendía hacer. Los actuales edificios de madera serían derribados y, en su lugar, se levantarían otros de piedra. Los dueños podían elegir entre vender si así lo deseaban, pero fijando él el precio, o correr con la mitad del costo de los nuevos edificios. Los que no vendiesen sus casas y trabajasen con Alejandro, estarían exentos de impuestos durante cinco años.
Sólo tres viejos eligieron vender. Sus casas fueron rápidamente compradas, no por Alejandro, sino por sus compañeros. Sólo se trabajaría en un barrio cada vez, y sus residentes se alojarían en una ciudad de tiendas.
Después se reconstruirían los edificios públicos. También se arreglarían los parques.
Mientras tanto, progresarían también los planes de Alejandro para convertir Mesembria en un gran centro comercial.
Estaba ya proyectando un viaje a Trebisonda para negociar un acuerdo. Trebisonda, en un extremo de la ruta por tierra desde el Lejano Oriente, estaba magníficamente situada.
Había ya una ruta comercial establecida desde el norte: desde Escandinavia, a través del Báltico y del golfo de Finlandia, y después por tierra hasta el lago Dadoga, Novgorod y Esmolensko, donde se encontraba con otra ruta que cruzaba el Báltico hasta el golfo de Riga y seguía por tierra. Teniendo buen cuidado de no apartarse de la costa, las flotas de los mercaderes se detenían en Tyras y Mesembria para tomar agua, antes de seguir hasta Constantinopla.
Este año, cuando las flotas comerciales atracaron en Mesembria, sus dueños fueron invitados a comer con el nuevo gobernante. Como Alejandro no era un cortesano bizantino aficionado a los juegos de palabras, siempre iba directamente al grano.
– Decidme -preguntó tranquilamente-, ¿qué os pagarán en Constantinopla por vuestras mercancías?
Un mercader, más astuto que los demás, dijo una cifra que, según comprendió el príncipe, doblaba la auténtica. Alejandro se echó a reír.
– La mitad de vuestro precio, mi codicioso amigo, y añadidle el veinticinco por ciento. Ésta es la oferta que os hago. Podéis tomarlo en oro, en mercancías o en ambas cosas. Puedo ofreceros mercancías de calidad tan alta como las de Constantinopla, y más baratas.
Los mercaderes guardaron silencio unos momentos. Entonces, uno de ellos preguntó:
– ¿Por qué ofrecéis comprar nuestra carga a un precio que sabéis que sería una tontería rechazar? No solamente podemos volver a casa con buenas mercancías para vender, sino que, por primera vez en muchos años, tendremos también oro en los bolsillos.
– Deseo reconstruir mi ciudad, amigos -respondió Alejandro-. Durante demasiado tiempo Constantinopla ha estado tomando de nosotros sin darnos nada a cambio. Con vuestra colaboración convertiré Mesembria en un gran centro comercial. Pronto iré a Trebisonda, el estado del que vino mi madre. Hablaré con mi tío, el emperador. Sus emisarios me han comunicado ya que está interesado en mi plan. Cuando volváis el año próximo, las riquezas del Lejano Oriente las sedas, las joyas, las especias, estarán aquí para vosotros, pues Trebisonda hará primero negocios conmigo. La familia Commeno no aprecia mucho a la familia Paleólogo.
– Dejadnos ver la calidad de vuestros artículos, mi señor -pidió el portavoz de los mercaderes, y Alejandro comprendió que había ganado el primer asalto.
Batió palmas y envió a un criado en busca de Basilio.
– Mi chambelán os acompañará -dijo-. Comprendo que mi presencia podría intimidaros. Hablad con toda libertad entre vosotros. Cuando hayáis visto mis artículos, hablaremos de nuevo.
Los mercaderes salieron y Alejandro se retrepó en su sillón, sorbiendo reflexivamente vino de una copa de cristal veneciano con incrustaciones de plata y turquesas. Los mercaderes serían tontos si rehusasen la oferta de Alejandro. Y cuando viesen sus mercancías estarían más que deseosos de acudir a Mesembria en vez de ir a Constantinopla. Mesembria representaba un viaje más corto, pero lo que significaba un mayor ahorro de tiempo era el hecho de que Alejandro compraría todo su cargamento. No habría más regateos con los mercaderes de Constantinopla por fracciones de la carga. Ya no más impuestos de puerto, tasas de desembarco ni permisos de comercio. Tampoco habría oficiales que buscasen propinas. Por otra parte, Mesembria ofrecía a los marineros diversiones tan variadas como las de Constantinopla.
Cuando volvieron los mercaderes, no pudieron disimular su entusiasmo. El trato se cerró rápidamente. El príncipe inspeccionaría personalmente los cargamentos y pagaría al contado. Alejandro estaba radiante. Sus sueños empezaban a hacerse realidad.
Adora había estado trabajando de firme para realizar el suyo de dar educación a toda la juventud de la ciudad. Se inauguraron escuelas que ofrecían instrucción tanto clásica como práctica. La nueva reina decretó que todos los niños de la ciudad debían aprender a leer y escribir. Desde los seis a los doce años, se esperaba que asistiesen a la escuela seis meses al año. Pero los de mayor edad que lo deseasen serían igualmente bien recibidos.
Incluso se esperaba que las niñas pequeñas fuesen a la escuela. Cuando se rumoreó, al principio, que educar a las mujeres era una tontería, Adora recordó a los padres de Mesembria su orgullosa herencia griega. Las doncellas de la antigua Grecia habían recibido instrucción junto con sus hermanos. Después ofreció dotar a las diez mejores estudiantes hembras cada año, resaltando así el valor de una esposa educada.
Los días se deslizaban rápidamente en un torbellino de afanoso trabajo, pues ni Alejandro ni Teadora eran gobernantes ociosos. Las noches se convirtieron en lentos intervalos de delicias sensuales. Los amantes se esforzaban por fundar una nueva dinastía para Mesembria, pero Adora no concebía.
Dos días antes de su partida hacia Trebisonda, Alejandro sorprendió a su esposa designándola como regente en su ausencia. Adora se enfureció.
– Pero yo quiero ir contigo -protestó-. ¡No quiero estar separada de ti! ¡Y no lo estaré!
El se echó a reír, se la sentó sobre las rodillas y le besó la irritada boca.
– Tampoco quiero yo estar separado de ti, hermosa. Pero tengo que marcharme y no podemos estar los dos fuera de nuestra ciudad al mismo tiempo.
Los ojos violetas se rebelaron.
– ¿Por qué?
– ¿Y si estuvieses embarazada? ¿Y si vinieses conmigo y se hundiese el barco? Mesembria se quedaría sin un Heracles por primera vez en cinco siglos.
– Mesembria sería más pobre sin la familia Heracles -respondió lógicamente ella-. Lo admito. Pero sobreviviría. Además, acabo de tener la regla y, por consiguiente, no estoy embarazada y tú lo sabes muy bien.
– Ay, hermosa, tenemos esta noche y el día de mañana ante nosotros. -Sus manos empezaron a moverse, provocativas.
– ¡No! -Ella se levantó de un salto-. ¡No soy una yegua! El sitio de la esposa es junto a su marido. Quiero ir contigo,^ ¡e iré! El suspiró.
– Te estás comportando como una chiquilla, Adora.
– Y tú, mi señor marido, con toda tu cháchara acerca de las dinastías, pareces un asno cada vez más engreído. No estoy embarazada, y la probabilidad de que conciba en los siguientes dos días es nula. En cambio, si dejas que vaya contigo, tal vez volveremos de Trebisonda, no sólo con un acuerdo comercial, sino también con la esperanza de un heredero. ¿O acaso tienes alguna agradable criatura que espera ansiosamente tu llegada en Trebisonda?
– ¡Teadora!
– ¡Alejandro!
La indignación y la resolución aumentaban su belleza, y a punto estuvo él de sucumbir. Pero un hombre tiene que ser dueño de su propia casa. Con una rapidez que la sorprendió completamente, la agarró, la puso sobre sus rodillas y, después de subirle la túnica, le azotó el trasero. Ella chilló, más de cólera que de dolor.
– Si te comportas como una chiquilla, debes ser tratada como tal -dijo severamente él, propinándole una última palmada.
Y la levantó de nuevo.
– Nunca te lo perdonaré -gimió ella.
– Sí que me lo perdonarás -respondió él, con tranquilidad irritante, y torció la boca en una sonrisa maliciosa al inclinarse para besarla.
Ella apretó fuertemente los labios. Alejandro insistió, riendo, mordisqueándole la boca, mientras los ojos de Adora echaban chispas. Después él se detuvo y dijo a media voz:
– Teadora, ¡mi dulce Adora! ¡Te amo!
– ¡Maldito seas, Alejandro! -replicó ella, con voz ronca, y le enlazó el cuello con los brazos-. Primero me pegas y después quieres hacerme el amor. Había oído hablar de hombres como tú, ¡y no sé si los apruebo!
El empezó a reír.
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