– ¿Dónde diablos has aprendido estas cosas, Adora?

– Las mujeres del harén de Orján podían estar encerradas, pero sabían mucho y tenían poco que hacer, salvo hablar.

– Es deber del marido corregir y castigar a su esposa -la pinchó él.

– No si después quiere hacer el amor con ella -lo zahirió

Adora a su vez.

Aquella noche, Alejandro le hizo el amor lentamente y con una pasión tan controlada que ella le gritó varias veces que acabase de una vez. Nunca lo había visto tan pausado. Empleaba su cuerpo como un instrumento de precisión, con gran delicadeza y con una habilidad que la dejaba sin resuello y pidiendo más.

Él movió lentamente la cabeza sobre su cuerpo, besándola suavemente, hasta llegar al lugar secreto. Adora gimió y sacudió violentamente la cabeza. El levantó la suya, de cabellos de oro.

– ¿Te acuerdas de la primera vez, hermosa? ¿De la primera vez que te amé de esta manera?

– Sí… ¡Sí!

Él le sonrió cariñosamente.

– Has aprendido un poco, ¿no?

– ¡Sí!

– Eres como un suave vino dulce -dijo Alejandro, y saltó encima de ella.

Adora se retorció debajo de él, suplicantes los ojos amatista, y él la penetró suavemente.

– ¡Oh, Alejandro! -jadeó ella, recibiéndole de buen grado.

Y por primera vez empleó un antiguo arte sexual que le habían enseñado en el harén de su primer marido. Contrajo los músculos vaginales, suavemente al principio y aumentando después la presión al acelerarse el ritmo. El gimió, agradablemente sorprendido, y le murmuró al oído:

– ¡Dios mío! ¡Eres una bruja! Detente… ¡o no tendrás tiempo de alcanzar la cima de tu propia montaña!

Ahora dominaba ella, y este sentimiento de poder le resultaba delicioso.

– ¿Me amarás sólo una vez esta noche, mi señor? -Y lo estrechó con fuerza, casi dolorosamente. Él gritó y, sollozando de alivio, expulsó la torturada simiente-. ¡Amado mío! -murmuró Adora, acunándole cariñosamente la cabeza sobre los senos.

Yacieron inmóviles durante un rato y, entonces, ella sintió que Alejandro se excitaba de nuevo.

– Vamos, hermosa -dijo Alejandro, con voz de nuevo firme-. Tengo que gozar de mi dulce venganza.

Y se movió tan rápidamente que ella no pudo sujetarlo y sintió, una tras otra, oleadas de placer. Entonces empezó a subir con él a la cima de aquella montaña que los dos conocían tan bien. Nada importaba, salvo la dulce y ardiente intensidad entre ellos. Adora no podía más, pero él la obligó a seguir hasta que, de pronto, se sintió caer en una vorágine dorada hasta una suave paz perfecta.

Cuando al fin recobró el sentido, se encontró en el cálido y seguro círculo de los brazos de su marido. Levantó la cabeza y miró los bellos ojos de aguamarinas. Él sonrió.

– Nos hemos amado bien, hermosa, ¿no es verdad?

– Sí -respondió ella-. Siempre es bueno entre nosotros.

– Tal como te prometí -la pinchó él.

– Vanidoso -contraatacó débilmente ella. Y después, en un tono más serio, dijo simplemente-: Nunca había sido tan feliz, Alejandro. ¡Te amo tanto!

– ¡Y yo a ti, hermosa! Sin ti, no habría un lugar para mí en el mundo. Eres mi corazón, el aire que respiro.

Suspirando satisfecha, Adora apoyó la cabeza en la curva del brazo de él y se quedó dormida.

Alejandro sonrió, mirándola. Era tan adorable que su corazón se contrajo dolorosamente con el conocimiento de lo que tenía que hacer. Poco a poco, cerró los ojos y se durmió.

Cuando Adora se despertó, varias horas más tarde, la luz del amanecer inundaba su dormitorio. Alejandro se había ido. Pero muchas veces se levantaba antes que ella. Llamó a Ana, le ordenó que preparase el baño y pasó una hora de ocio bañándose. Después, mientras Ana le ayudaba a ponerse la túnica, preguntó:

– Ana, ¿desayunará conmigo mi señor?

– No, mi señora -y la sirviente se volvió rápidamente.

– ¡Ana! ¿Qué sucede?

– ¿Sobre qué, mi señora?

La mujer se mostraba deliberadamente evasiva.

– ¿Dónde está mi señor Alejandro? -preguntó llanamente Adora.

Ana suspiró. Tomando a su señora de la mano, la condujo a la terraza y señaló hacia el mar.

– Aquel punto de allá a lo lejos, mi princesa, es el barco del señor Alejandro. Zarpó antes del amanecer.

– ¡Jesús! -exclamó furiosa Adora-. ¿Cómo ha podido? ¡Prometió que yo podría ir también!

– ¿Lo prometió?

Ana estaba perpleja.

– Bueno -dijo evasivamente Adora-, creí que lo daba por hecho.

– Dejó esto para vos, mi princesa.

Adora cogió el pergamino enrollado. Rompió el sello y leyó «Perdóname, hermosa, pero una noche más como la última y no habría podido dejarte. ¿Y qué habría sido entonces de nuestra bella ciudad? Volveré dentro de dos meses. Cada minuto lejos de ti será como un día entero, y cada día, como una eternidad. Es para mí un castigo mucho peor que el que tú podrías imponerme por este engaño. Gobierna bien durante mi ausencia. Y no olvides nunca, mi Adora, que te amo. Alejandro.»

El pergamino quedó colgando de su mano. De pronto, Adora se echó a reír. Después, con la misma rapidez, lloró y maldijo a Alejandro. Viendo la mirada de espanto de Ana, le explicó:

– No temas por mi cordura, mi buena Ana. Estoy bien. Sencillamente, mi señor me ha superado en la partida de ajedrez que estamos jugando continuamente. Debo aceptarlo de buen grado, aunque preferiría tomar un barco e ir tras él.

Pasó un mes, pasaron dos, y Alejandro tenía que volver. Entonces, una tarde, llegó la noticia de que habían avistado la galera del príncipe a pocas millas de la costa. Adora ordeno que preparasen su falúa. Vestida de seda de un pálido azul y con los oscuros cabellos trenzados y sujetos con cintas de oro sobre las orejas, se hizo a la mar para recibir a su esposo.

Viendo que la pequeña falúa se acercaba a ellos sobre las olas azules, los hombres de Alejandro aclamaron a su reina. Cuando las dos embarcaciones se encontraron, el señor de Mesembria saltó desde su embarcación a la pulida de la pequeña falúa. En un ágil movimiento, tomó en brazos a su esposa. Sus bocas se encontraron con ardor. Adora se sintió desfallecer de dicha. Por fin, él la soltó.

– No fueron los minutos, sino los segundos de estar lejos de ti que me parecieron días. Los minutos eran como meses.

– También para mí -respondió suavemente ella-. Pero tú tenías razón.

– ¿Razón? ¿Sobre qué?

– Sobre la posibilidad de que concibiese un hijo.

El abrió mucho los ojos y ella se echó a reír al ver su expresión de entusiasmo.

– Si se te hubiese llevado una furiosa tormenta, mi señor Alejandro, Mesembria habría tenido aún un Heracles para reinar en ella.

– ¿Estás embarazada?

– ¡Sí!

La falúa cabeceó sobre las colas y Alejandro se apresuró a reclinar a Adora sobre los cojines.

– ¡Siéntate, hermosa! No quiero que os ocurra ningún mal a ti o a nuestro hijo.

– ¿Estás seguro de que será un varón?

– No tengo ninguna hija -dijo reflexivamente él-, pero, aunque fuese una niña, podría amarla igual. -La rodeó con su brazo-. Una hija con tus ojos violetas, hermosa.

– Y tus cabellos de oro -añadió ella.

– Será como una antigua ninfa de los mares -continuó él-y la llamaremos Ariadna.

– O la llamaremos Alejandro -replicó Adora.

Rieron satisfechos. De pronto ella exclamó:

– He estado tan absorta en mis propias novedades que no te he preguntado por las tuyas. ¿Ha sido fructífero tu viaje a Trebisonda? ¿Enviarán los Comneno sus naves comerciales en nuestra dirección?

– Sí, hermosa, lo harán. Mi tío Xenos se alegra de tener la oportunidad de trabajar con Mesembria. Como recordarás, tiene todas las concesiones comerciales de Trebisonda. Su hermano, el emperador, acepta su palabra para todo. He traído conmigo un convenio firmado entre Trebisonda y Mesembria que garantizará nuestra superioridad sobre Constantinopla durante los dos próximos años. Nuestra ciudad será pronto una potencia con la que habrá que contar, hermosa. Nuestros hijos no heredarán una cascara de huevo vacía.

– ¿Nuestros hijos? -lo zahirió ella-. ¿Tengo que entender que no te basta con un hijo, oh gran y codicioso déspota de Mesembria?

El rió entre dientes.

– Los hijos parecen ser un resultado natural del amor, hermosa mía. Y como yo siempre querré amarte, presumo que nuestra familia será numerosa.

Adora suspiró. Era completamente feliz. ¡Increíblemente feliz! Amaba y era a su vez amada. Y ahora iba a tener otro hijo. Había vacilado, pero ahora que esta nueva vida anidaba en su interior, se daba cuenta de lo mucho que la deseaba. Sonriendo para sí, se preguntó por qué la prueba tangible del amor, un hijo, era tan importante para una mujer.

Llegó el otoño. Y al tiempo que maduraban los frutos en los huertos, así maduró el hijo en el seno de la reina de Mesembria. Los vecinos de la pequeña ciudad-estado estaban locos de alegría.

En cambio, en Constantinopla, la emperatriz estaba frenética. ¿Por qué Zenón, aquel estúpido cobarde, no había destruido a Alejandro? Ahora Tea estaba embarazada y, si Murat olvidaba su pasión por ella, la venganza de Elena habría fracasado. Envió un espía para investigar y aterrorizar más al servidor del príncipe. El espía le informó de que Zenón consideraba que no era el momento adecuado. Había que dejar que el príncipe y la princesa se sintiesen completamente seguros, para que no se descubriese el complot y apareciese el nombre de Elena. La emperatriz se vio obligada a esperar. Envió un mensaje secreto a Alí Yahya, prometiendo que su hermana sería entregada pronto al sultán.

Alí Yahya recibió el mensaje en Bursa con gran escepticismo. Sus propios espías le habían dicho que Teadora era feliz y que pronto daría un hijo a su marido. Sin embargo, esperó que regresase a Bursa, pues Murat la deseaba desesperadamente, tan desesperadamente que no quería tomar otra mujer. Esto dejaba al Imperio otomano sin herederos hasta que el príncipe Halil y su esposa fuesen mayores y hubiesen consumado su matrimonio.

En enero del nuevo año, con dos meses de adelanto, Teadora dio a luz rápidamente a dos gemelos, un varón y una hembra. El niño, Alejandro Constantino, murió al cabo de una semana.

La niña sobrevivió. Ambos habían sido la viva imagen de su padre, pero al crecer la pequeña Ariadna sus ojos adquirieron el maravilloso color amatista de los de su madre. Adorada por sus progenitores, fue criada solamente por su celosa madre, que no podía soportar que la pusiesen fuera del alcance de su vista. Sin embargo, al transcurrir los meses y prosperar Ariadna, Teadora dejó de mostrarse tan intensamente protectora.

Una tarde de principios de otoño, cuando la princesita tenía ocho meses, la pareja se sentó sobre el suave y verde césped de los jardines del palacio y observó cómo se arrastraba su hija sobre la hierba. Entonces la niña se sentó sobre un pañuelo de seda de color de rosa, batiendo palmas y gorjeando con entusiasmo al ver el vuelo de las mariposas. Por fin se quedó dormida, con el pulgar en la boca y otro dedo doblado sobre la naricita, y con las pestañas de oro oscuro proyectando sombras sobre las sonrosadas mejillas.

– Si el niño hubiese vivido también… -comentó tristemente Adora, que siempre le llamaba el «niño», incapaz de pensar en él como Alejandro.

– Fue la voluntad de Dios, hermosa. Yo no lo comprendo, pero debo aceptarlo.

¿Por qué?, quiso gritarle ella. Pero solamente dijo:

– Tu fe es más grande que la mía.

– ¿Todavía lloras por él, hermosa?

– Lloro por lo que hubiese podido ser. Pero nunca lo conocí. Tal vez es ésta la razón de mi tristeza. Ariadna es ya una persona cabal, pero nuestro pobre hijito permanecerá siempre en mi memoria como una criatura que apenas tenía fuerzas para llorar.

– Tendremos otros hijos varones, hermosa.

Ella le asió la mano y se la llevó al corazón.

– Soy egoísta, querido, pues él era también hijo tuyo. ¡Sí! ¡Tendremos otros hijos! ¡Hijos vigorosos! Y es una bendición que tengamos una hijita tan escandalosamente bella.

– Si vamos a tener hijos -dijo seriamente él-, debes dejar de criar a la pequeña.

Adora pareció triste.

– Es demasiado pequeña para ser destetada, Alejandro.

– Entonces dale una nodriza. Si buscas con cuidado, podrás encontrar una joven sana y de leche fresca y saludable. Mimas demasiado a Ariadna. Además -añadió en tono quejumbroso-, a mí me gustaría que me mimases también.

Adora se rió. Pero al darse cuenta de su sinceridad le prometió:

– Cuando regreses de Trebisonda, Ariadna tendrá una nodriza, mi señor, y tú volverás a tener a tu esposa. -Entonces preguntó-: ¿Por qué tienes que irte de nuevo, Alejandro?

– Porque -explicó pacientemente él-en su último mensaje mi tío dice que han llegado las últimas caravanas de Oriente, y que las mercancías están siendo trasladadas a los barcos que esperan. Debo ir a Trebisonda por cortesía y para escoltar personalmente aquellos barcos hasta Mesembria. ¡Piénsalo bien, Adora! Aquellas ricas mercancías son nuestras. ¡Sedas! ¡Especias! ¡Joyas! ¡Esclavos! ¡Animales raros y exóticos! Constantinopla pagará bien estas cosas. Pero esta vez tengo que ir, o los mercaderes podrían pensar que los menosprecio.