– ¡No! ¡No!

Te amo, hermosa, y si tú me amas, debes dejarme marchar. Nunca nos podrán quitar lo que ha habido entre nosotros. Nuestra historia está firmemente grabada en las páginas de la historia del mundo. Siempre tendrás tus recuerdos.

– ¡Alejandro!

Fue un grito de angustia. ¡Adora, por favor!

Ella comprendió la súplica. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, pero no las sentía. El corazón le dolía tanto que pensó que iba a estallar. La voz se atascó en su garganta, pero consiguió decir:

– Adiós, Alejandro. ¡Adiós, mi amado esposo!

¡Adiós, hermosa!

¡Ella oyó su voz!

– ¡Alejandro! -chilló entonces, pero la sala estaba en silencio.

«¡Alejandro!», repitió el eco frenético y burlón. Y ella se levantó despacio.

Al día siguiente encomendarían a Dios el alma del último Heracles que había reinado en Mesembria, y entonces ella encontraría una nueva dinastía cuyo primogénito, juró, se llamaría Alejandro.

La mañana despertó con una intensa lluvia; sin embargo, las calles de Mesembria se llenaron de dolientes ciudadanos. Tomaban fuerza de su reina. Ella estaba sentada, muy tiesa, en el blanco palafrén conducido por Basilio. Llevaba una túnica de terciopelo negro, sencilla, de mangas largas y sin ningún adorno. Sus únicas joyas eran el brazalete de casada y, sobre los sueltos y oscuros cabellos, la pequeña corona de oro de reina consorte. El patriarca de Mesembria ofició la misa de réquiem en la catedral de San Juan Bautista, que los antepasados de Alejandro habían construido unos cuatrocientos años antes.

Después, los asistentes al entierro se dirigieron al cementerio de encima de la ciudad, donde yacía la familia de Alejandro. Allí fue depositado todo su ataúd en una tumba de mármol de cara al mar. El pequeño féretro de Ariadna fue colocado al lado del de su padre.

Adora realizó sus deberes de viuda en frío silencio. En palacio, contestó bruscamente cuando Ana la interpeló:

– Lamenta a tu manera lo de tu marido, vieja, que yo lamentaré a la mía lo del mío. Y también lo de mi hija, si me place. Alejandro me dejó una gran misión, y lo defraudaría si perdiese el tiempo llorando. ¡Jamás lo defraudaré!

Pero en las calladas horas frías que precedieron al amanecer lloró en secreto. Su dolor era algo privado, que no podía compartir con nadie. Desde aquel momento, se negó a desahogar sus sentimientos por Alejandro o Ariadna. Lo que sentía por la pérdida de los dos seres más próximos a su corazón era una cuestión que no compartiría con nadie en absoluto, desde entonces hasta el día de su muerte.

A diario presidía su consejo, siguiendo los progresos que se hacían en la restauración de la ciudad, impartiendo justicia y trabajando con los mercaderes de la urbe. Entonces, un día, llegó una delegación de Constantinopla, presidida por un noble, Tito Timónides. Adora sabía que era un amante ocasional de Elena. Traía dos mensajes. El primero, de Elena a su hermana, estaba lleno de una falsa simpatía que Adora reconoció inmediatamente. Arrojó a un lado el ofensivo pergamino y abrió el segundo mensaje. Era un edicto imperial, firmado por la emperatriz, donde designaba al señor Timónides gobernador de Mesembria. Adora, sin decir palabra, lo tendió a Basilio. Éste lo leyó y, después, dijo al consejo reunido:

– La emperatriz quiere designar a ese hombre como nuestro gobernador.

– ¡No! -fue la indignada respuesta unánime del consejo. Basilio se volvió a Timónides.

– Ya lo veis, mi señor. Ellos no os quieren. Pero lo más importante es que la emperatriz no tiene derecho a hacer este nombramiento. Nuestro fuero, que es tan antiguo como esta ciudad y más que la propia Constantinopla, nos da derecho a elegir nuestros gobernantes. Y hemos elegido a la princesa Teadora para que nos gobierne.

– Pero es una mujer -fue la condescendiente réplica.

– Sí, mi señor -respondió el viejo-. Sois muy inteligente por haberos dado cuenta. ¡Es una mujer! ¡Una hermosa mujer! Y en todo caso, una dirigente muy capacitada. Mesembria la ha elegido. Vuestra emperatriz no está facultada para nombrar la persona que debe gobernarnos.

– Pero la emperatriz quiere que su hermana vuelva a casa. En un dolor tan grande, seguramente necesita el consuelo de su familia.

Adora enrojeció de cólera.

– Elena siempre me ha sido hostil, Tito Timónides. Vos lo sabéis. Mi amado Alejandro me confió esta ciudad y esos hombres buenos de mi consejo real han confirmado su confianza. No he vivido en Constantinopla desde que era pequeña. Desaparecidos mis padres, la ciudad no tiene el menor aliciente para mí. Mesembria es mi verdadero hogar y aquí me quedaré. Volved junto a mi hermana y decídselo. Y decidle también que, si vuelve a intentar entrometerse en nuestro gobierno, tomaremos las medidas adecuadas.

– Os arrepentiréis de esto, princesa -gruñó Timónides.

– ¿Os atrevéis a amenazar a la reina de Mesembria? -gritó Basilio.

Timónides vio que algunos miembros del consejo habían llevado la mano a la empuñadura de la espada. Sus hoscos semblantes dejaban bien claro que había ido demasiado lejos. Aquellos hombres no vacilarían en matarlo.

– Volved a vuestra dueña, bizantino, y transmitidle nuestro mensaje: ¡Mesembria no tolerará intromisiones!

Tito Timónides no vaciló. Después de reunir a su grupo de ociosos cortesanos y parásitos, regresó a su barco. Volvieron a Constantinopla, donde pidió audiencia inmediata a la emperatriz.

Elena lo recibió en su dormitorio. Estaba particularmente deslumbrante con su salto de cama de seda negra, con un dibujo pintado en oro. Los largos cabellos rubios pendían sueltos sobre sus hombros. Reclinada de costado sobre un codo, dejaba que se destacase el perfil seductor de la cadera, el muslo, la pierna y el pecho. Timónides experimentó una sensación de lujuria frustrada, pues reclinado junto a Elena estaba el sonriente capitán actual de su guardia. Mientras Timónides daba cuenta de su informe, el apuesto y joven soldado, desnudo salvo por un taparrabo, acariciaba los rollizos senos de la emperatriz. Hubo un momento en que introdujo una mano entre los suaves muslos de Elena.

– ¿Por qué estáis aquí y no en Mesembria? ¿Y dónde está mi hermana? -preguntó Elena.

– Su fuero les autoriza elegir su propio gobernante. Han elegido a vuestra hermana. Esperan que vuelva a casarse y funde una nueva dinastía.

– Dicho en otras palabras, Tito, os han largado con viento fresco. Una lástima, Tito. Ya sabéis lo mucho que me disgustan los fracasos. Pablo, esto es demasiado delicioso. -Elena dio una palmada en la mejilla del soldado-. Sin embargo, Tito, os daré la oportunidad de redimiros -prosiguió-. Llevaréis un mensaje al general búlgaro Simeón Asen. Él se encargará de este enojoso asunto y mi hermana volverá a Constantinopla. Ahora id y descansad. Debéis emprender solo este nuevo viaje.

Tito Timónides hizo una reverencia y salió, alegrándose de seguir con vida. En efecto, a Elena le disgustaban los fracasos. Era tranquilizador saber que la muy zorra sentía todavía algo por él.

En el dormitorio real, Pablo se dispuso a montar a su dueña, pero ésta lo empujó a un lado. Se levantó de la cama y empezó a pasear arriba y abajo.

– Tendrás que ir a Mesembria por mar y rescatar a Teadora.

– ¿Rescatarla? Pareció perplejo.

– Sí, rescatarla. El mensaje que llevará Tito ofrece a nuestro aliado, el general Asen, la ciudad de Mesembria, si quiere tomarla. Los búlgaros capturaron Mesembria hace más de quinientos años, pero sólo la retuvieron durante un breve periodo. Siempre la han codiciado. Mi nota explicará al general que puede apoderarse de la ciudad y de su gente. Sólo quiero que mi hermana vuelva sana y salva junto a mí. Desde luego, si quisiera divertirse un poco con ella antes de que regrese yo no podría impedirlo. Tu tarea, mi valiente Pablo, será llevar tu barco a la dársena imperial y arrancar a Tea de las fauces del peligro. ¡No me falles, Pablo!

– Se hará como mandáis, mi emperatriz. -El atractivo soldado sonrió, atrajo de nuevo a Elena a la cama, y le abrió sus vestiduras y frotó la cara contra sus pechos-. ¿Y Timónides? No es tonto y establecerá rápidamente la relación entre su mensaje y la caída de Mesembria.

Los pezones rojos de la emperatriz se endurecieron.

– El pobre Tito no volverá a nosotros. Mi mensaje pedirá también que el mensajero sea ejecutado. No debe existir ninguna relación entre el general Asen y yo. ¡Pablo, querido! ¡Oh, sí!

La emperatriz yacía ahora sobre la espalda, murmurando satisfecha mientras su amante deslizaba los labios sobre su cuerpo.

– ¡Qué inteligente sois, mi hermosa Elena! -murmuró Pablo, y ambos se sumergieron en los placeres carnales.

Adora, su consejo y los albañiles trabajaban de firme. Pasaron rápidamente las semanas y los planes de Alejandro para la ciudad empezaron a tomar forma. Tres barrios que habían contenido casas de madera estaban completamente reconstruidos. Los edificios públicos se estaban renovando y el antiguo hipódromo sería el primero en quedar terminado. Se proyectaba celebrar la reconstrucción con una serie de juegos, como los que se habían celebrado en tiempos pasados.

Pero, de pronto, una noche, el campo alrededor de Mesembria estalló en llamas. Desde las murallas de la ciudad se veían los pueblos y los campos ardiendo en muchos kilómetros a la redonda. Al día siguiente, las puertas de Mesembria permanecieron cerradas y Adora se plantó con sus soldados en las murallas, contemplando la tierra silenciosa. Nada se movía; no se veía un hombre ni un animal. Incluso los pájaros habían dejado de cantar. Dentro de la ciudad, la gente se movía sin ruido, nerviosamente, yendo a sus quehaceres. Su reina no quería abandonar la muralla, sino que permanecía vigilante. Entonces el viento trajo el espantoso redoble de los tambores de guerra, el rumor continuo de la marcha. Y los tambores resonaron en toda la ciudad.

– ¡Los búlgaros! ¡Por Dios! ¡Los búlgaros! -juró Basilio.

– ¿Es la guerra? -preguntó Adora.

– No lo sé, Alteza, pero no temáis. No han tomado la ciudad desde el año ochocientos doce, y entonces no estaba tan fortificada como ahora. Y tenemos el mar. Los búlgaros no son marineros.

– ¿Qué hemos de hacer, Basilio?

– Esperar. Esperaremos a ver qué pretenden. Sin embargo, creo que estaríais más segura en vuestro palacio. Ahora no discutáis con este viejo, Alteza. Sois la esperanza de Mesembria y debéis ser protegida a toda costa.

Teadora dio una palmada en la mejilla del viejo.

– Basilio, si fueseis lo bastante joven para darme hijos, os nombraría mi consorte.

El rió entre dientes.

– No, Alteza, yo sería un pobre consorte. Necesitáis una mano vigorosa, y yo no la tengo en lo concerniente a vos.

Ella se echó a reír. Le lanzó un beso con la punta de los dedos, subió a su litera y volvió al palacio. Varias horas más tarde, una explosión sacudió la ciudad. Casi en el mismo instante, Basilio llegó, muy pálido, a las habitaciones privadas de Teadora.

– ¿Qué ha sucedido?

– No me lo explico, Alteza. Los búlgaros llegaron a nuestra puerta exterior. No enviaron heraldos con mensajes; ni siquiera dispararon sus armas contra nosotros. Desde luego, nuestros arqueros se lo impedían.

»Entonces, un hombrecillo de extraño aspecto, de piel amarilla, fue escoltado hasta nuestra puerta. No vimos lo que estaba haciendo, pero volvió atrás, tirando de lo que parecía una cuerda blanda. Aplicaron una antorcha a la cuerda y se produjo aquella terrible explosión. Cuando se despejó el humo, nuestra gran puerta de bronce estaba abierta. Afortunadamente, yo estaba en las murallas superiores y salté sobre mi caballo para venir aquí a toda prisa. El tiempo apremia. Sea cual fuere la magia que han empleado para abrir la puerta exterior, volverán a emplearla para pasar por el interior. ¡Debéis huir en seguida, mi princesa! ¡El mar es la mejor ruta para escapar!

En aquel momento, otra explosión sacudió la ciudad y oyeron los gritos de triunfo del ejército invasor y los chillidos y alaridos de los aterrorizados moradores. Empezaron a estallar incendios, con las llamas apuntando hacia el palacio.

Adora sacudió la cabeza.

– No abandonaré a mi pueblo, Basilio. Los búlgaros no me atacarán. Soy la gobernadora de esta ciudad y hermana del emperador. Sólo buscan el pillaje y el botín. Les pagaremos el rescate que pidan, y se irán.

– No, mi princesa. Quieren la ciudad y, sin Alejandro, creen que vos sois presa fácil. No sé por qué arte de magia pudieron abrir la puerta de bronce, pero es una magia más poderosa que la que poseemos nosotros. ¡Tenéis que huir!

Discutieron, sin oír siquiera a los búlgaros que se acercaban, hasta que les pusieron sobre aviso los gritos de las mujeres en la cámara exterior. Ana entró corriendo y cubrió a Teadora con su corpulento cuerpo. Entre éste y el de Basilio, Adora no podía ver nada, pero sí oír los gritos y gemidos de sus mujeres atropelladas y las carcajadas crueles de los búlgaros que las atacaban. Entonces, como si hubiesen sido fulminados por la mano del propio Dios, tanto Ana como Basilio se derrumbaron en el suelo, descubriendo a Adora.