Esta miró, horrorizada, a sus dos amigos. Sus asesinos estaban enjugando tranquilamente la sangre de sus espadas en la falda de Ana. Adora recobró el sentido al ver aparecer a un hombretón como un oso. Medía más de dos metros de estatura y tenía los brazos y las piernas gruesos como troncos de árbol. Su cabeza era enorme, de cabellos rojos oscuros barba hirsuta y también roja.
– ¿Princesa Teadora? -dijo, con voz ronca-. Soy el general Simeón Asen.
Ella no supo de dónde sacó su propia voz.
– ¿Por qué habéis atacado mi ciudad?
– ¿Vuestra ciudad? No, princesa, ¡mi ciudad! En todo caso supongo que será mucho más fácil someter al pueblo si v estáis de mi parte; por consiguiente, digamos que he venido a cortejaros.
Hizo una seña casi imperceptible a sus dos hombres. Antes de que ella se diese cuenta de lo que estaban haciendo le habían arrancado el vestido. Quedó desnuda en pocos segundos y, cuando trató de cubrirse, le sujetaron brutalmente los brazos detrás de la espalda. La mirada del general Ase la aterrorizó y tuvo que hacer un esfuerzo para no desmayarse.
– ¡Por Dios! -juró el búlgaro-. Incluso desnuda se ve que es una princesa. ¡Qué piel! -Alargó una mano y le estrujó un pecho. Ella se debatió y esto pareció divertir a los hombres. Asen se relamió-. Ved si podéis encontrar un cura que viva en la ciudad. Nos casará por la mañana. Y sacad esos cuerpos de aquí. Molestan a mi futura esposa.
Los dos hombres le soltaron los brazos y sacaron a rastra a Ana y a Basilio de la habitación. Adora se quedó a solas con su captor.
Ella retrocedió y él se echó a reír.
– No hay ningún sitio al que podáis huir, Teadora; pero hacéis bien en temerme. No soy fácil de complacer. Sin embargo -y su voz se suavizó-, creo que me gustaréis. Venid y dadme un beso ahora. Tengo que ver a mis hombres antes de que nosotros podamos divertirnos. ¿Quién puede criticarnos si celebramos la boda la noche antes de casarnos? A fin cuentas, los que mandan son quienes imponen las modas.
Ella sacudió la cabeza, sin pronunciar palabra, pero el general simplemente se rió.
– ¿Una viuda tímida? Esto habla en favor de vuestra virtud, Teadora, y también me gusta.
Alargó un brazo y atrajo hacia sí aquel cuerpo que se debatía. La cota de malla le arañó los pechos, y Adora gritó. Sin la menor contemplación, él apretó la boca abierta sobre los labios de Teadora y le introdujo la lengua en la boca. Ella sufrió una arcada al percibir el sabor de vino agrio y ajo. Simeón tenía la boca mojada y pegajosa, y los labios se movieron rápidamente para reseguir los encogidos pechos. Rodeándole la cintura, con un brazo hizo que el cuerpo de ella se doblase como mejor la acomodaba, mientras la otra manaza le agarraba una nalga y la apretaba frenéticamente al aumentar su excitación. Adora luchó con más fuerza y, para su horror, sintió el hinchado miembro del hombre contra un muslo. Simeón rió roncamente.
– Me gustaría introduciros mi lanza gigantesca ahora mismo, Teadora. Pero, ¡ay!, el deber es lo primero. Por esto soy un buen general. -La soltó tan de repente que ella cayó sobre la alfombra-. Sí -murmuró-, éste es el lugar que corresponde a una mujer, a los pies de un hombre. Volveré dentro de poco, mi querida novia. No os impacientéis demasiado. -Rió estruendosamente mientras salía de la habitación.
Ella no supo el tiempo que yació allí, pero, de pronto, sintió que algo la tocaba suavemente en el hombro. Levantó la cabeza y vio los ojos azules de un capitán bizantino de la Guardia Imperial. Este se llevó un dedo a los labios, indicando silencio, y la ayudó a levantarse. La envolvió rápidamente en una capa oscura y la condujo a través de la puerta de la terraza. Cruzaron corriendo el jardín, bajaron por la escalera de la terraza hasta la playa, donde el silencioso capitán la levantó y depositó en una barca que esperaba.
El remó sin pronunciar palabra en la oscuridad de la dársena imperial. Teadora distinguió la silueta de un barco en la sombra. No llevaba luces. El pequeño bote chocó suavemente con el costado del barco y el capitán retiró los remos sin hacer ruido. Señaló una escala de cuerda que pendía del barco. Teadora subió en silencio por ella y se vio izada por encima de la borda. Su salvador subió detrás de ella. Tomándola de la mano, la condujo a un camarote espacioso. Ya dentro de él, comprobó que la portilla estuviese bien cubierta y encendió una pequeña lámpara.
– Bienvenida a bordo, princesa Teadora. Soy el capitán Pablo Simónides, de la Guardia Imperial, a vuestro servicio.
El aire frío de la noche había aclarado la cabeza de Adora y ésta había perdido el miedo.
– ¿Cómo habéis venido aquí, capitán, a tiempo para rescatarme? No puedo creer en esta clase de destino.
El capitán rió. ¡Señor, qué hermosa era! Incluso más que Elena. Y también inteligente.
– La emperatriz fue informada, por un viejo amigo de la Sección de los Bárbaros, del inminente ataque del general Asen contra vuestra ciudad. También supo que el búlgaro tenía consigo a un gran mago de Catay, capaz de abrir grandes puerta de bronce, como las de vuestra ciudad. Me envió en seguid para ayudaros, en caso de que lo necesitaseis. Lamento no haber llegado antes, Alteza. Cuando llegué, el general estaba y en vuestra habitación y tuve que esperar a estar seguro de que se había marchado.
Teadora asintió con un gesto.
– No tengo ropa; ni siquiera zapatos.
– Lo encontraréis en el baúl, Alteza. La emperatriz ha pensado en todo.
– Elena siempre piensa en todo, capitán -replicó secamente Teadora.
El capitán hizo una reverencia.
– Con vuestro permiso, Alteza -dijo mientras retrocedía hacia la puerta del camarote.
Una vez fuera, rió entre dientes. La princesa tenía tanto ingenio como inteligencia y belleza. Tal vez lograría convertirse en su amante. Si era tan apasionada, desenfadada y caprichosa como Elena, Dios había creado realmente a la mujer perfecta.
Mesembria estaba en llamas. Observándola desde la borda, Pablo se maravilló. El odio de la emperatriz contra una mujer había destruido toda una ciudad, y la princesa no se había dado cuenta de ello. Se preguntó qué destino tenía reservado Elena a su hermana, pero se encogió de hombros. Esto no era asunto suyo. Había hecho su trabajo y la emperatriz estaría satisfecha. Sobre todo cuando le hablase de la intención del general de casarse con la princesa. La había rescatado a tiempo.
Cuando la nave atracó en la dársena del palacio de Bucoleón varios días más tarde, Elena estaba esperando ansiosamente. Los mirones poco enterados atribuyeron su excitación al alivio y la alegría por la afortunada huida de su hermana de la ciudad caída. La verdad era muy diferente. Pronto… pronto…, pensó entusiasmada Elena, ¡me veré libre de ella para siempre!
– ¡Gracias a Dios y a la bendita Virgen, estás a salvo! -dijo la emperatriz estrechando a Teadora sobre su robusto pecho.
Teadora se desprendió de su hermana. Arqueó una ceja perfecta y dijo tranquilamente:
– Vamos, Elena, creo que temo tu interés más que tu verdadera cólera.
Elena se echó a reír a su pesar. A veces la viva lengua de Tea resultaba divertida.
– Es posible que no siempre simpaticemos, Tea -replicó-, pero eres mi hermana.
– Y ahora que me tienes a salvo, Elena, ¿qué debo esperar?
– Esto depende de ti, hermana. Parece que todos tus maridos viven poco. Tal vez sería mejor que descansases una temporada antes de elegir otro compañero.
– Nunca volveré a casarme, Elena.
– Entonces tendrás amantes.
– No, hermana, no tendré amantes. Ningún hombre volverá a poseerme jamás. Cuando haya descansado, consideraré si debo ingresar en el convento de Santa Bárbara. Para mí no hay vida sin Alejandro.
A Elena le costó disimular su alegría. Sería mejor de lo que había esperado. En el harén de Murat, Teadora sufriría las torturas del infierno. Era, sencillamente, demasiado delicioso. Elena asintió gravemente con la cabeza.
– Pensé que todavía estarías afligida, Tea, y por esto he dispuesto que te alojes aquí, en el palacio de Bucoleón, en vez de venir conmigo a Blanquerna, a nuestra ruidosa corte. ¿Te parece bien o prefieres el Blanquerna?
A Adora le sorprendió el tacto de Elena.
– No, me satisface quedarme aquí, Elena. No es simplemente la muerte de Alejandro lo que me atormenta, sino también la captura de Mesembria por los búlgaros. ¡Fue tan rápido! ¡Tan devastador! En pocas horas destruyeron todo lo que habíamos hecho para restaurar la ciudad. ¡Un trabajo de meses!
– No quiero aumentar tu dolor…, pero ¿cómo murió exactamente Alejandro? Vuestro consejo se limitó a informarme de su muerte.
Ni siquiera ahora se atrevió Adora a contar a Elena el viaje de Alejandro a Trebisonda.
– Los médicos -respondió con absoluta sinceridad-creyeron que había sufrido un ataque al corazón. Su ayuda cámara fue a despertarlo y lo encontró muerto. ¡Pobre Zeó Estaba tan afligido que se ahorcó.
¡Bien!, pensó Elena.
– ¿No estaba su esposa a tu servicio?
– ¿Ana? Sí. Los búlgaros la mataron.
¡Excelente!, pensó la emperatriz. No quedaba ningún cabo suelto.
– Ay, hermana, seguramente has visto tragedias bastante para no olvidarlas en toda tu vida. Descansa aquí. Vendré dentro de unos días para ver cómo estás.
Una vez más se abrazaron las dos hermanas en público después, se separaron. Elena subió a su falúa, para navegar a fuerza de remos por el Cuerno de Oro hasta su palacio, Teadora fue acompañada a sus habitaciones.
Durante varios días, Adora se abandonó a un descanso t tal. Dormía, se bañaba. Comía. Sólo veía a la servidumbre No hablaba con nadie, salvo cuando tenía que pedir algo. Po a poco, su mente empezó a aclararse.
Unos meses antes, Teadora había sido una esposa extasiada, reina de una bella y antigua ciudad. Había vuelto a ser madre después de todos aquellos años. Entonces, de pronto había perdido a su hija y a su marido. Pero al menos creía que le esperaba un futuro como gobernante de Mesembria.
De repente, se encontró con que lo había perdido todo en la vida. Todo.
La emperatriz concedió a su hermana menor una semana de descanso. En dos ocasiones envió pequeños regalos a Adora: una fuente de plata con jugosos dátiles e higos, y después, un frasquito de cristal con perfume. Adora lo olió y lo tiró, riendo.
Como una araña, Elena tejió una red maligna alrededor de su desprevenida hermana. Envió a buscar en secreto a Alí Yahya y convinieron el día del secuestro.
– ¿No estará embarazada? -preguntó el eunuco-. Si aquel príncipe era un semental como decís, podría estarlo.
– No, gracias a Dios. De haberlo estado, habría tenido que hacerla abortar. No, eunuco; podéis estar tranquilo. Acaba de tener la regla -respondió la emperatriz.
Dos horas después del mediodía del día señalado, Elena, Alí Yahya y otros dos eunucos entraron en el dormitorio real del palacio de Bucoleón. Encontraron a Teadora durmiendo tranquilamente en la cama. Con sumo cuidado le ataron los tobillos y las muñecas con cordones de seda y la amordazaron con un suave pañuelo de gasa. Después la envolvieron en una enorme capa oscura con capucha.
La emperatriz abrió la puerta del pasillo secreto. Precedido por un eunuco y seguido por el otro, Alí Yahya levantó a Teadora y la transportó a lo largo del pasadizo. Salieron a pocos pasos de su galera. Subieron rápidamente a la embarcación, el jefe de los remeros empezó a marcar el ritmo y pronto salieron del pequeño puerto amurallado al mar de Mármara. Una fuerte brisa hinchó las velas y pronto se hallaron a salvo al otro lado, en territorio turco.
Entonces colocaron cuidadosamente a la todavía inconsciente princesa en un carro entoldado, para emprender el viaje hacia Bursa. Aún quedaba un poco de luz diurna para viajar, y Alí Yahya no se sorprendió mucho cuando vio llegar un grupo de jenízaros imperiales para escoltarlos. Su capitán lo buscó y le dijo:
– El sultán está acampado a poca distancia de aquí, señor. Tenemos que conduciros allí.
El jefe de los eunucos blancos estaba muy disgustado. ¡Maldita lascivia, la de Murat! Con su afán por la princesa, lo estropearía todo. Alí Yahya no se había enterado de que el sultán había cruzado el mar de Mármara desde el pequeño sitio de Constantinopla. Había esperado llevar sin tropiezos a Teadora a Bursa, donde habría podido mitigar sus temores, aplacar su cólera y razonar con ella. Con tiempo, habría podido convencerla de las grandes oportunidades que se le ofrecían. Bueno, si daba un hijo a Murat, el muchacho podría ser el próximo sultán.
Pero la doliente princesa se despertaría para encontrarse en presencia del hombre del que había huido. ¡Por Alá! Había veces en que Alí Yahya bendecía al destino que lo había inmunizado contra la pasión del hombre. Sabía que no lograría mantener mucho tiempo a Murat lejos de la princesa. Pero si podía referir al sultán, aunque fuese sucintamente, las desgraciadas experiencias sexuales de la princesa con Orján, tal vez Murat se mostraría compasivo y aliviaría los temores de Teadora. Alí Yahya no había sido capaz de explicar debidamente las cosas a Murat después de la fuga de la princesa.
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