– El sultán se reunirá con vos de un momento a otro, Alteza -anunció, ceremoniosamente. Después bajó la voz y añadió, en tono apremiante-: Esto no ocurriría si no fuese vuestro destino, princesa. Aceptadlo y ascended a la grandeza.
– ¿En la cama del sultán? -preguntó desdeñosamente ella. -Esto ha sido así para las mujeres desde que empezó el mundo. ¿Os consideráis más que las otras hembras?
– Tengo una mente, Alí Yahya. En Grecia, las mujeres inteligentes era bien consideradas, apreciadas. Aquí una mujer no es más que un cuerpo para saciar el hombre su lascivia. ¡Yo no quiero ser solamente un cuerpo!
– Todavía sois muy joven, mi princesa -dijo sonriendo el eunuco-. ¿Qué importa el camino que uno sigue, con tal de llegar sano y salvo a su destino?
»Decís que no queréis ser solamente un cuerpo; pero ¿qué deseáis ser? Conquistad primero al sultán con vuestro hermoso cuerpo, mi princesa. Después emplead vuestra inteligencia para conseguir lo que buscáis, si sabéis lo que es.
Entonces se volvió de pronto y la dejó sola, para que reflexionase sobre sus palabras.
– Pareces preparada para el combate, Adora. Ella giró sobre sus talones, olvidando el hecho de que tenía los pechos descubiertos. Murat acarició brevemente con la mirada los altos conos con puntas de coral, haciendo que Adora se ruborizase sin querer. Murat se echó a reír y preguntó en tono zumbón:
– ¿Cómo quieres luchar contra mí, Adora? -¿Qué clase de hombre sois? ¿Me tomaríais, aun sabiendo que os odio?
– Sí, paloma, ¡lo haría!
Sus dientes blancos y regulares brillaron en la cara bronceada por el viento, y se despojó de la túnica a rayas doradas y rojas, descubriendo un pecho igualmente bronceado y cubierto de oscuro vello. Debajo de la túnica llevaba un pantalón de suave lana blanca y unas botas oscuras de cuero. Después de sentarse en una silla, ordenó:
– Quítame las botas.
Ella pareció escandalizada.
– Llamad a una esclava para que lo haga. Yo no sé cómo Se hace.
– Tú eres mi esclava -dijo deliberadamente él, con voz Pausada-. Te enseñaré cómo has de hacerlo. -Alargó un pie-. Vuélvete de espalda a mí y sujeta mi pierna entre las tuyas. Entonces, tira simplemente de la bota.
Ella vaciló, pero obedeció y, para su secreta satisfacción, la bota se desprendió fácilmente. Entonces agarró confiada mente la otra bota y tiró; pero, esta vez, el sultán apoyó maliciosamente el pie en el lindo trasero y empujó, lanzándola d cabeza sobre un montón de almohadones. Ella no tuvo tiempo de gritar su indignación, pues Murat se le echó riendo encima volviéndola rápidamente boca arriba, la besó despacio y deliberadamente, hasta que Adora pudo ponerse en pie, con un mezcla de cólera y miedo pintada en sus ojos.
Se echó atrás. Él entornó amenazadoramente los ojos negros. Se levantó y cruzó despacio la tienda, acechándola. La situación era ridícula. Adora no podía huir. Sollozando involuntariamente, esperó a que él la alcanzase. Entonces Murat se irguió ante ella, mirándola de arriba a abajo. Alargó la mano para agarrar la fina cadena de oro que llevaba sobre las caderas y los velos cayeron sobre el suelo. Ella quedó completa mente desnuda. El sultán levantó la manaza para arrancar lo alfileres de la cabeza, y los oscuros cabellos se deslizaron hasta la cintura.
Tomándola en brazos, Murat cruzó la tienda, apartó las colgaduras de seda y depositó a Teadora sobre la cama.
– Si haces algo más para escapar de mí, Adora, te pegaré -advirtió, y empezó a quitarse el pantalón.
– Esto os gustaría, ¿verdad? -gruñó Adora-. ¡Os gustaría tener una excusa para pegarme!
Él se inclinó y, reflexivamente, le dio unas palmadas en el redondo trasero.
– Confieso que es tentador, paloma. Pero prefiero hacer otras cosas. Cosas que he estado diez años esperando.
– ¡No gozaréis conmigo, infiel!
– Yo creo que sí -replicó Murat, y se irguió desnudo ante ella, con una sonrisa burlona en el bello semblante.
Adora lo miró, tan descaradamente como Murat a ella. De de luego, ¡era magnífico! No tenía un gramo de grasa en cuerpo alto y bien formado. Las piernas eran firmes, los mus los perfectos, las caderas estrechas, el vientre plano y el pecho ancho y velloso. Entre los bellos muslos y dentro de un triángulo oscuro, hallábase su virilidad que, como había sospechado Adora, era grande aún estando en reposo. Cuando se excitaba, debía de ser enorme, como de un maldito semental. Se ruborizó al pensar esto y el sultán se rió, como si le leyese los pensamientos.
El sultán se tumbó junto a ella y la abrazó. Adora se puso rígida, pero él no siguió adelante. Esto sólo aumentó el recelo de la mujer. Entonces, de pronto, una mano inició un suave movimiento acariciador, mitigando la tensión de la espalda y de las nalgas. Teadora estaba confusa. El sultán hubiese podido abusar de ella. Buscó sus ojos con la mirada, interrogándolo en silencio.
– Una vez, hace mucho tiempo -dijo él a media voz-, en un huerto iluminado por la luna, me enamoré de una inocente doncella. Me la quitaron una vez y después volví a perderla. Pero ahora vuelve a estar en mis brazos. ¡Esta vez, nadie me la quitará!
Ella tragó un nudo que se le estaba formando en la garganta.
– Yo no soy una doncella inocente, mi señor -murmuró.
¿Por qué le hacía él esto?
– No, Adora; ya no eres inocente en el verdadero sentido de la palabra. Te fue brutalmente robada tu doncellez. Viviste como esposa de mi padre y le diste un hijo. En cuanto al noble griego, no podía amarte tanto como yo. Creo que, en tu corazón, eres todavía virgen.
– ¿Cómo podéis saber estas cosas? -preguntó ella, con voz trémula.
No le digas nada de Alejandro, le advirtió una voz interior.
– ¿No estoy en lo cierto, paloma? -Y al no obtener respuesta, siguió diciendo-: ¡Soy un estúpido, Adora! Conociéndote, ¿cómo podía creer que habías traicionado nuestro amor? Sin embargo, lo creí. Creí que eras ambiciosa y, cuando pensaba que te acostabas con aquel viejo libidinoso, ¡creía volverme loco! Pero nada podía hacer.
– Yo tampoco podía hacer nada, mi señor.
Yacieron en silencio durante unos minutos y su corazón saltó de alegría. Todo acabaría bien. Sabía la razón del cambio de actitud de Murat. Evidentemente, Alí Yahya le ha contado lo que ella había sido demasiado orgullosa para decirle. Al saber la verdad de su boda con Orján, la cólera de Murat se había desvanecido. ¡Ella sería ahora su esposa! Lo miró tímidamente.
– ¿Nos casaremos en cuanto volvamos a Bursa, u os habéis casado ya conmigo? -le preguntó. Sintió que él se ponía tenso.
– No tomaré esposa en el sentido cristiano ni en el musulmán, y tampoco la tomarán mis descendientes. Los otomanos somos cada día más poderosos y no necesitamos contraer alianzas políticas a través del matrimonio. Tomaré kadins, como hicieron mis antepasados.
Irritada, decepcionada y herida, Adora se apartó de él.
– ¡Dos hombres me quisieron lo suficiente para casarse conmigo, mi señor Murat! ¡No quiero ser una ramera para vos!
– ¡Serás lo que yo quiera que seas! ¡Adora, Adora, mi dulce y pequeño amor! ¿Por qué niegas la verdad de lo que sientes por mí? ¿Pueden unas palabras pronunciadas por un hombre santo cambiar estos sentimientos?
– No soy una campesina ignorante que considera un honor las atenciones de un sultán -gritó ella-. ¡Soy Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio!
Él se echó a reír.
– Ante todo eres una mujer, Adora. Y en segundo lugar, paloma, aunque todavía no te hayas acostumbrado a ello, eres legalmente mi esclava. Tu deber -la zahirió-es complacerme.
La tomó de nuevo en brazos y la besó. Pero fue como besar a una muñeca, pues Adora se puso rígida y apretó los labios con fuerza.
Él llenó cariñosamente su cara de besos, esperando vencer su resistencia. Y Adora tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para permanecer impasible a los suaves labios que acariciaban delicadamente sus párpados cerrados, su frente, la punta de la nariz, las comisuras de la boca, la enérgica barbilla. Volvió furiosamente la cabeza, dejando imprudentemente al descubierto el delgado y blanco cuello, y él aprovechó la oportunidad. Adora sintió en lo más hondo de su ser el principio de un temblor cuando Murat le mordisqueó el lóbulo de la oreja y después los senos. Consiguió dominar aquel temblor, pero el pánico se apoderó rápidamente de ella y trató de apartar con las manos a Murat.
– ¡No! ¡No! -dijo, con voz entrecortada-. ¡No! ¡No quiero que me hagáis esto!
Él levantó la cabeza y sus ojos negros se fijaron en los de amatista.
– Me perteneces -declaró pausadamente, con su voz grave-. No necesito títulos de propiedad para saberlo. Deseas entregarte a mí tanto como yo deseo poseerte. ¿Por qué luchas contra mí, tontuela? Ya estás temblando de deseo y pronto gritarás de placer en el dulce lazo que estableceremos entre los dos.
Bajó de nuevo la oscura cabeza y cerró la boca sobre un pezón tenso, lo chupó suavemente y arrancó un gemido involuntario de la garganta de Adora. Derrumbadas las murallas, él redobló sus caricias, separándole los muslos con tanta rapidez que ella no tuvo tiempo de resistirse. Murat se arrodilló entre ellos para acceder más fácilmente a su adorable cuerpo.
Inclinado hacia delante, encontró una vez más sus labios. Ahora la dulce boca de Adora se ablandó bajo la del sultán y los labios se abrieron con facilidad. Las lenguas se encontraron hasta que ella echó la cabeza atrás con un gemido que él reconoció como de pura pasión, y su deseo de ella se inflamó todavía más.
Mientras sus labios le acariciaban una vez más los pechos, Adora sintió que el miembro se endurecía contra ella e, incapaz de reprimirse, lo tomó en sus manos. Un gemido de intenso placer brotó de la garganta de Murat al recibir aquella caricia. Y Adora sintió los dedos de él que la buscaban y sus suspiros de impaciencia por encontrarla dispuesta a recibirlo.
Murat no pudo contenerse más. Deslizando las manos debajo de las nalgas, la atrajo firmemente, una y otra vez, hasta que el fin ella exclamó:
– ¡Me rindo, mi señor!
Sólo entonces se libró él de la crueldad que había crecido en su interior. Adora sintió que la acariciaba suavemente, moviéndose con un voluptuoso abandono que le producía un placer total.
– ¡No te detengas! ¡Por favor, no te detengas! -Y se horrorizó al oír su propia y suplicante voz. Su propio cuerpo no quería estarse quieto. Se movía frenéticamente, tratando de absorberlo. Era demasiado intenso, demasiado dulce-. ¡Oh, Dios mío! -gritó-. ¡Me matarás, Murat!
– No, mi insaciable y pequeña amada -oyó que murmuraba roncamente él-. Sólo te amaré.
Ella sabía que hubiese debido resistirse, pues la estaba empleando descaradamente. Sin embargo, no podía hacerlo. Quería sentirlo en su interior. Ya no podía negar que sus venas ardían de deseo y, con un suspiro de desesperación, se rindió completamente a él.
A través de una niebla medio consciente, oyó que él pronunciaba su nombre. Poco a poco abrió los ojos y vio que la miraba con pasión. Se puso intensamente colorada.
– Nunca te perdonaré ni me perdonaré por esto -murmuró furiosamente, con los ojos llenos de lágrimas.
– ¿Por qué? -preguntó él-. ¿Por hacer que te confieses la verdad? ¿Que eres una mujer hermosa y deseable y que, aunque lo niegues, en realidad me amas?
– ¡Por hacer de mí una ramera!
– ¡Por Alá, Adora! ¿Por qué no quieres comprender? Eres mi favorita. Dame un hijo y te convertiré en mi kadin. Te pondré por encima de todas las otras mujeres de mí reino.
– ¡No!
Saltó de la cama.
– ¡Detente! -Y aunque resulte extraño, ella obedeció a la voz irritada-. Ahora, esclava, ven a tu amo. -Por un momento, ella permaneció petrificada, y la voz de Murat restalló de nuevo-. ¡Ven a tu amo, esclava! -Adora se acerco a él, de mala gana-. Ahora, esclava, arrodíllate y pídeme perdón.
– ¡Nunca! ¡Nunca!
El la tomó de nuevo en sus vigorosos brazos y empezó a besarla apasionadamente. Ella se debatió y el sultán se echo a reír.
– Seguiré besándote como castigo, hasta que me obedezcas, Adora.
– ¡Discúlpame!
– He dicho que te arrodilles y me pidas perdón. Ella le dirigió una mirada furiosa.
– Prefiero arrodillarme ante ti, libertino, a soportar tus besos. -Se desprendió del abrazo y, cayendo de rodillas, imitó a una humilde esclava-. Perdóname, mi señor.
– Mi amo y señor, Adora.
Ella rechinó los dientes.
– Mi amo y señor -consiguió balbucear al fin. El la atrajo y la besó de nuevo.
– ¡Lo prometiste! -gritó ella, indignada de que faltase tan pronto a su palabra-. ¡Prometiste no volver a besarme!
– No es verdad -rió él, complacido de haberse hecho obedecer-. Dije que no te besaría como castigo. Ahora te beso en recompensa por haber mejorado tu comportamiento.
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