– ¡Te odio! -gimió ella.
– ¿En serio? -Sus ojos negros brillaron maliciosamente-. Entonces, tal vez esto explica que me suplicaras hace un rato que no parase de hacerte el amor. ¡Tontuela! Esta noche no es más que el principio para nosotros, Adora.
Entonces su boca volvió a cerrarse salvajemente sobre la de ella. Y al mirar fijamente aquellos ojos negros y apasionados, Teadora supo que estaba perdida. El milagro de su efímero matrimonio con Alejandro había pasado para siempre. Ésta era una nueva vida, y no tenía más remedio que hacerle frente.
CUARTA PARTE
CAPÍTULO 16
Durante unos pocos días, permanecieron acampados en los montes. Murat no permitía que nadie, salvo Adora, cuidase de él. Aunque los otros servidores podían cumplir las órdenes de ella, el sultán insistió en que su hermosa esclava real lo hiciese todo para él, desde bañarlo hasta cocinar su comida. Esto último resultó desastroso y Murat la reveló al fin de esta tarea particular después de cocinar desastrosamente y quemar varios platos.
– No puedo creer que una persona tan inteligente como tú sea tan torpe e inepta en la cocina -gruñó el sultán, mientras frotaba grasa de cordero sobre la carne quemada. Ella retiró furiosamente la mano.
– ¡Me enseñaron a emplear la mente, no las manos! ¡Inepta en la cocina! ¡Es natural! ¡Soy una princesa de Bizancio, no una sirvienta!
Una lenta y perezosa sonrisa se pintó en las facciones de él.
– Eres mi esclava, Adora, y aunque no seas hábil en cocer los manjares, tu maestría en otras cuestiones me hace olvidar tu incapacidad culinaria.
Lanzando un grito de indignación, ella le arrojó un cojín de seda, agarró una capa y salió corriendo de la tienda. Pero la siguió una risa grave y burlona. Huyó a un pequeño claro rocoso de encima del campamento, que había descubierto el día anterior. Estaba lujosamente alfombrado de musgo y oculto por hayas y pinos. Se sentó en un pequeño hueco natural escavado en la roca por el agua.
Y lloró. ¡Ella no era una esclava! ¡No lo era! Era princesa de nacimiento. No sería, no podía ser una ramera para él. Retorció el empapado pañuelo de hilo. El problema consistía en que los hombres la trataban como un lindo juguete, un cuerpo suave con el que satisfacer su lascivia. Un recipiente vacío, como un orinal, en el que podían vaciarse. ¡Dios mío! ¿Había sido siempre así? ¿Debía seguir siéndolo?
Las cortesanas de la antigua Grecia eran respetadas por su inteligencia tanto como por su cuerpo. También lo eran las reinas del antiguo Egipto, que habían gobernado con sus hombres como iguales. Pero difícilmente podía ella esperar esta clase de ideas en una raza salida de la estepa hacía solamente una generación y que todavía prefería las tiendas a los palacios. Estos hombres esperaban que sus mujeres cocinasen en fogatas y cuidasen de los animales. Se echó a reír en voz alta. Al menos no la habían sometido a la indignidad de poner a prueba su ingenio contra un rebaño de cabras. Tenía la desagradable impresión de que las cabras habrían podido más que ella. Casi oyó la risa de Murat.
En una rama a su lado, un canario silvestre entonó su exquisito canto y ella lo miró tristemente.
– ¡Ay, pequeño! -suspiró-. Al menos tú eres libre de vivir como quieras.
¡Un pájaro era más dueño de su vida que una mujer! Se levantó para volver al campamento y se sobresaltó al ver que el sultán, de pie a la sombra de una roca grande, la estaba observando.
La invadió una cólera irracional. Había considerado aquel claro como un refugio personal.
– ¿Es que no puedo estar sola? -gruñó.
– Temí por tu seguridad.
– ¿Por qué? Lo que quieres de mí pueden dártelo fácilmente mil mujeres más ansiosas de complacerte que yo. -Trato de pasar por delante de él, pero Murat la agarró fuertemente de un brazo-. ¡Me harás daño! -gritó ella.
– ¿Y qué? ¡Eres mía, Adora! ¡Puedo hacer contigo lo que me plazca!
– Mi cuerpo es tuyo, ¡sí! -le espetó ella-. Pero, si no lo tienes todo de mí, no tienes nada. ¡Y nunca poseerás mi alma!
Su voz era triunfal.
Un furor salvaje se apoderó de Murat. Desde hacía cuatro días, ella le había estado bufando como una gata infernal. Podía someterla a su deseo, pero cuando había terminado los ojos amatista se burlaban de él, diciéndole que en realidad no la poseía. Su ira llegó a ser incontrolable. Con una patada a las piernas, la hizo caer al suelo.
Adora se quedó sin aliento y, al descubrir su colérica mirada, tuvo auténtico miedo. Poco a poco, deliberadamente, él se puso a horcajadas sobre ella, abriéndole la capa y desgarrando metódicamente su vestido. Ella se resistió, aterrorizada.
– ¡Por favor, mi señor, por favor! ¡No! ¡Os lo suplico, mi señor! ¡No de esta manera!
Murat penetró brutalmente aquel cuerpo que se resistía. Adora gimió de dolor. El aceleró su ritmo y, de pronto, vertió en ella su simiente. Después yació inmóvil. Cuando recobró la respiración normal, se levantó y tiró bruscamente de Adora.
– Regresa al campamento. No volverás a salir de él sin mi permiso.
Envolviéndose en la capa, ella bajó dando traspiés, por el sendero. A salvo dentro de su propia tienda, dio órdenes para que le preparasen un baño. Cuando lo hubieron hecho, despidió a las esclavas. Recogió cuidadosamente su ropa destrozada, hizo un paquete con ella y la guardó en el fondo de un baúl. Podría tirarla más tarde y nadie se enteraría de lo que había pasado.
¡Él la había violado! ¡Tan brutalmente como forzaría cualquier soldado a una cautiva! ¡Era un bruto! Si había necesitado más pruebas de lo que sentía realmente por las mujeres, esto lo había sido, sin duda.
Entonces, repentinamente, unas lágrimas silenciosas rodaron por sus mejillas y fueron a mezclarse con el agua del baño. Lo odiaba, v sin embargo lo amaba. Le repugnaba confesárselo. Pero era posible que Alí Yahya tuviese razón. Si tenía que conquistar a Murat, tendría que valerse de su cuerpo. A fin de cuentas, sería una tontería permitir que cualquier estúpida jovencita llegase a dominar al sultán. Tenía que enfrentarse con el hecho de que, a sus veintitrés años y siendo madre de un niño ya crecido, no estaba en su primera juventud.
Un sollozo brotó de su garganta y miró aprensivamente a su alrededor. No estaría bien que las esclavas la oyesen llorar. Se cubrió la cara con las manos para apagar el llanto y dio rienda suelta a su dolor. Después, cuando empezó a calmarse, se dio cuenta de que ella misma lo había impulsado a hacer aquello. Era como si hubiese querido obligarlo a realizar actos bestiales para que fuese mayor el contraste con su amado Alejandro. Pero debía enfrentarse con los hechos. Alejandro estaba muerto. No volvería jamás. No volvería a oír su voz, llamándola «hermosa» en aquel tono tierno y medio divertido. Su destino estaba con el primer hombre que había tocado su corazón y su alma. Su destino estaba con Murat.
Tenerlo para ella era una oportunidad increíble. Si no se hubiese compadecido tanto de sí misma, se habría dado cuenta de esto. Maldijo en voz baja. Después de lo de hoy, no sería de extrañar que él le ordenase volver a Bursa, ¡y esto no debía suceder! Debía actuar rápidamente.
Llamó a una esclava y la envió a buscar a Alí Yahya. Cuando llegó el eunuco, se había envuelto en una túnica de seda malva. Despidió a las esclavas y contó rápidamente al eunuco lo que había sucedido, terminando con estas palabras:
– ¡Soy una tonta, Alí Yahya! ¡Una tonta! Tenías razón, pero si el sultán ordena ahora nuestro regreso a Bursa, tal vez habré perdido mi mejor oportunidad. ¿Seguirás ayudándome? El eunuco sonrió ampliamente.
– ¡Ahora habláis como una mujer prudente, Alteza! -la encomió-. Empezaba a temer que tal vez me había equivocado al juzgaros.
– ¿Y qué ganas tú con todo esto? -preguntó súbitamente ella.
– Poder y riqueza -fue la respuesta igualmente franca- ¿Qué más puedo desear? Os guiaré y protegeré contra todos los enemigos, incluso de vos misma. Cuando nazca vuestro hijo varón os ayudaré a proyectar su futuro de manera que pueda un día empujar la espada de Osmán, como hicieron su abuelo y su padre.
– ¿Y si la simiente de Murat es fructífera? -Preguntó pausadamente Teadora-. Entonces, ¿qué será de sus otros hijos con otras madres? Me ha dicho, Alí Yahya, que no tomará esposas en el sentido musulmán o cristiano, sino que más bien elegirá favoritas de un harén que pretende conservar.
– Y soy yo quien elegirá el harén, mi princesa. Elegiré a las más jóvenes, adorables y exquisitas criaturas para el placer de mi amo y señor. Cada doncella que ocupe su cama superará en belleza a la anterior. -Se interrumpió y rió maliciosamente-. Y cada doncella superará a la anterior en estupidez. Murat puede reírse de vuestra inteligencia, Alteza, pero es vuestra mente lo que le fascina, mucho más de lo que él sabe o está dispuesto a reconocer. Vos brillaréis como la luna llena en mitad del verano, en medio de un grupo de pequeñas e insignificantes estrellas. No temáis a los hijos de esas otras mujeres, pues no habrá ninguno. Hay antiguas maneras de evitar la concepción, unas maneras que yo conozco.
– Y esas muchachas, ¿serán tan tontas que permitan que las esterilices? ¡Vamos, Alí Yahya! Me cuesta creerlo.
– Nunca lo sabrán, Alteza. Los eunucos no nacen, mi princesa, sino que se hacen. Yo nací libre, muy al este de esta tierra, en un lugar donde todavía se practicaba la religión de la antigua Caldea. Y todavía se practica ahora. Mis propios padres me castraron y consagraron a los antiguos dioses. Serví en nuestro templo como aprendiz del sumo sacerdote. Juntos servimos a Istar de Erech, la diosa del amor y de la fertilidad. Las sacerdotisas del templo eran adiestradas para el servicio de los libidinosos devotos masculinos de la deidad, pues cada doncella era Istar encarnada y cohabitar con una sacerdotisa de Istar de Erech era como yacer con la propia diosa. Los padres llevaban a sus hijos a realizar su primer acto carnal en brazos de Istar. Hombres con problemas de impotencia pagaban grandes cantidades para que aquellas hábiles mujeres los curaran. Los novios pasaban la noche anterior a su boda con aquellas sacerdotisas, con el fin de asegurar su propia fertilidad y la de las novias.
»Si no se tomasen precauciones, pocas mujeres serían sacerdotisas durante mucho tiempo. Las muchachas consagradas a Istar de Erech ingresan en la escuela del templo a los seis años de edad, para un adiestramiento de al menos otros seis años. Cuando alcanzan la pubertad deben servir a la diosa durante cinco años. Por consiguiente, antes de que sacrifiquen su virginidad a Istar el sumo sacerdote médico las sume en un ligero trance y les inserta un pesario en la vagina. Este aparato se quita y coloca de nuevo con regularidad, siempre y cuando la muchacha se halla en estado de trance.
»A ninguna se le permite realizar sus deberes sin la protección de este aparato, hasta que ha servido los cinco años a la diosa. Al terminar este periodo, se quita el pesario para el Festival de Primavera de Istar, y quedan embarazadas doncellas suficientes para convencer a los devotos de la influencia divina sobre la fertilidad.
»Yo serví diez años en el templo, desde que cumplí los siete. Aprendí las artes de sumir a otra persona en trance y de hacer e implantar aquellos pesarios.
»Cuando tenía diecisiete años, una tropa musulmana irrumpió en mi remoto pueblo y destruyó nuestro templo. El sacerdote y la suma sacerdotisa fueron asesinados. A nosotros nos llevaron de allí como esclavos. Yo he empleado muchas veces las artes que me enseñaron. Y las emplearé con vos, si estáis de acuerdo en dar hijos al sultán.
Teadora miró gravemente al eunuco. -En efecto, eres un amigo poderoso, Alí Yahya. Pero dime una cosa, para satisfacer mi curiosidad. ¿Por qué yo? ¿Por qué no alguna de las jovencitas núbiles, bonitas y tontas?
– Es vuestra inteligencia la que me impulsa a elegiros, Alteza. Comprendéis y captáis rápidamente las situaciones.
Seréis leal al sultán… y a mí. Estáis por encima de las mezquinas riñas de las doncellas del harén y ejerceréis una influencia estabilizadora sobre vuestro señor. Criaréis sabiamente a vuestros hijos para que sirvan bien al Imperio.
»Una muchacha estúpida y más joven ambicionaría inevitablemente la riqueza y el poder. Trataría de hacer política. Tendremos cierta cantidad de ellas, Alteza, pero mientras sigáis siendo la primera en el corazón del sultán, la pequeña influencia de esas muchachas será como una picadura de insecto, en ocasiones irritante, pero carente de importancia. Ella asintió con un ademán.
– Ahora -prosiguió, preocupada-debo considerar la mejor manera de recobrar el favor de Murat. El eunuco parpadeó.
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