– Bueno, mi princesa, lloraréis y os arrojaréis en sus brazos sollozando y pidiendo perdón -dijo.

– ¡Alí Yahya! -Ahora rió ella-. Nunca creerá que pueda ser tan blanda. Esto más bien despertaría sus sospechas.

– Lo creerá si sois lista, Alteza. Está irritado y empieza a perder la paciencia en esta batalla entre los dos. Yo fomentaré suavemente el fuego de su cólera, diciéndole que esta tarde hizo bien en afirmar su dominio sobre vos. Y le animaré a continuar esta noche la lección.

– Y animado de esta manera -continuó Adora, tomando el hilo de pensamiento del eunuco-, entrará rugiendo en mi tienda como un toro enfurecido. Al principio yo adoptaré una actitud un poco desafiante, antes de derrumbarme por completo.

– ¡Excelente, Alteza! Como dije antes, sois rápida en captar las situaciones.

Ella rió de nuevo.

– Ve pues, viejo intrigante, y excita a mi dueño y señor. Pero dame tiempo de untarme y vestirme adecuadamente.

– Os enviaré inmediatamente dos servidoras.

Se marchó, cruzó el campamento y encontró al sultán bañándose en su tienda.

– Hola, Alí Yahya -dijo Murat-. Dispón las cosas para regresar a Bursa mañana al mediodía. Yo iré a caballo esta noche.

– Lamento que decidáis marcharos, mi señor, cuando la victoria está tan cerca. Con vuestras acciones de esta tarde, creí que al fin había comprendido la situación y estabais dispuesto a tratar con energía a la princesa Teadora.

– ¿Comprendido qué, Alí Yahya? -Se volvió a la esclava- ¡Ten cuidado con el agua caliente, estúpida! ¿Quieres escaldarme?

– Creí -prosiguió el eunuco-que os habíais dado cuenta de que para recobrar a la princesa, debéis obligarla a admitir vuestra superioridad. Casi habéis conseguido domarla. Acabo de estar en su tienda, donde la he dejado llorando a lágrima viva. ¡Os ama! ¡Os odia! -Soltó una risita-. Otra lección como la de esta tarde y la someteréis a vuestra voluntad, mi señor.

– ¿De veras lo crees así, Alí Yahya? Confieso que la amo, pero no puedo soportar su constante desafío y su mal genio. Tendrás que prepararme un harén de muchachas tranquilas y amables. ¡Una fierecilla en mi casa es más que suficiente!

– Es verdad, mi señor, pero un manjar sin un poco de pimienta resulta insípido. Id a verla de nuevo esta noche. Sé que estará arrepentida. Si vos no cedéis, reconocerá sus faltas. Y si lo hace, debéis permanecer aquí unos días más para reforzar vuestra posición. Será una dulce victoria, ¿no es cierto, mi señor? -terminó el eunuco, satisfecho de la expresión afanosa que detectó en los ojos oscuros del sultán.

Murat se levantó de la bañera y las esclavas secaron el cuerpo alto y musculoso. Por fin, habló.

– Muy bien. Puedes retrasar la orden de volver a Bursa. Veremos hasta qué punto está dispuesta mi encantadora esclava a mostrarse sumisa.

Extendió los brazos para que sus sirvientas le pusiesen la túnica de seda negra. Estaba bordada de ramas de mimosa dorada y se abrochaba con unas ranas de oro delicadamente cosidas. Le calzaron unas zapatillas negras de cabritilla forradas con lana de oveja nonata. Entonces, sin añadir palabra, salió Murat de la tienda y cruzó el campamento en dirección a la de Teadora.

Alí Yahya miró al cielo y murmuró en voz muy baja:

– Quienquiera que seas, ¡has que mi plan tenga éxito!

– ¡Ahí viene, señora! -murmuró excitadamente una esclava que atisbaba por una rendija de la tienda.

– ¡Marchaos! ¡Todas! ¡Deprisa! ¡Deprisa! -ordenó Adora.

Las mujeres huyeron al entrar Murat.

¡Por Alá, qué hermosa era! Se contuvo rápidamente, antes de dar muestras de debilidad. Ella llevaba una túnica holgad de seda de color lila pálido, parecida a la de él pero mucho más sencilla. Se cerraba con una hilera de pequeños botones de oro que empezaba entre los senos. El observó, con satisfacción, que los ojos estaban ligeramente enrojecidos.

Murat no dijo nada y ella lo miró desafiadoramente durante un instante. Entonces, su labio inferior empezó a temblar. Ella lo mordió con sus pequeños dientes blancos y enjugó rápidamente dos lagrimones que se deslizaban por sus pálidas mejillas.

– Mi señor -dijo, y su voz era un murmullo-. Oh, mi señor, no sé cómo… pediros… pediros…

Se lanzó sobre Murat, y él la abrazó automáticamente. Ella lloró con suavidad, humedeciéndole la túnica sobre el pecho.

El estaba encantado, pero no se atrevía a demostrarlo. Había esperado cólera, después de lo que le había hecho por la tarde, y sin embargo, aquí estaba ella, suave y femenina, tratando de disculparse.

– Mírame, Adora.

Ella levantó la cabeza sin vacilar. Sus adorables ojos amatista relucían con las lágrimas, y las negras pestañas estaban húmedas. Incapaz de dominarse, él se inclinó para besar los suaves, rojos e invitadores labios. Para su sorpresa, los brazos de Adora se cruzaron detrás de su cuello, y la boca se abrió de buen grado, ¡por Alá!, debajo de la suya. Ella correspondió a su beso, y después, murmuró:

– ¡Oh, Murat! ¡Qué tonta he sido! ¡Perdóname, por favor!

El no supo qué decir.

– Fue mi orgullo, mi señor -continuó Adora, quien lo atrajo hacia un montón de blandos almohadones-; supongo que lo comprenderás, porque el tuyo es tan grande como el mío y tengo muy mal temperamento. Y tanto mi padre como el tuyo me malcriaron.

Se arrodilló y le quitó las zapatillas. Después se acurrucó junto a él.

– Tu comportamiento ha sido casi imperdonable -espetó bruscamente él.

Ella se incorporó sobre un codo y se inclinó hacia delante lo suficiente, para que él pudiese contemplar los senos.

– Pero perdonarás a tu humilde esclava -suplicó delicadamente, y cuando Murat la miró, vio que su boca temblaba de contenido regocijo.

Aliviado al ver que el ánimo de ella no estaba completamente destrozado, Murat se echó a reír y la tomó en sus brazos.

– No creo que estés realmente arrepentida -espetó.

Ella se puso seria.

– Pero te pido perdón, mi señor. ¡De veras! No te censuraría si me echases de aquí. Y contuvo el aliento. -¿Quieres marcharte? -preguntó él. La pausa fue brevísima.

– No. No me apartes de ti, Murat. Los años que viví como esposa de tu padre fueron un infierno para mí. Si no enloquecí, fue solamente por creer en la promesa que me hiciste una vez en un jardín iluminado por la luna: la promesa de que un día sería tu esposa. Y cuando la otra noche me dijiste que no tomarías ninguna esposa, sino que sólo tendrías un harén… -Hizo una pausa y después dijo-: No soy más que una mujer, mi señor, y me ofendo fácilmente. Sabes lo difícil que me resultará aceptar tu decisión. Mi religión considera que una concubina es tan baja como una criatura de las calles.

– Pero mi religión te pone por encima de todas las mujeres, Adora. No quise ofenderte, amada mía. Compréndelo, paloma; si te dije que no tomaría esposa, no fue para entristecerte o humillarte. Durante las últimas generaciones, los otomanos se han visto obligados a contraer nupcias políticas para aumentar con ellas sus conquistas. Ahora entiendo que ya no lo necesitamos. Estamos a las puertas de Constantinopla. Cuando la conquistemos, la convertiremos en nuestra capital, antes de entrar en Europa. Las hijas, hermanas, sobrinas o pupilas vírgenes de los que se interpongan en nuestro camino no serán bastante para sobornarnos, pues seremos más fuertes.

»Tal vez nosotros, lo turcos, tratamos a nuestras mujeres de un modo diferente de como tratan los griegos a las suyas, pero las veneramos por una cosa que sólo ellas pueden hacer. Solamente la hembra puede aceptar y alimentar la simiente de vida dentro de su cuerpo. Solamente la hembra puede dar seguridad, alimentar y alentar aquella vida. Y es la mujer quien da inmortalidad al hombre, al darle hijos.

»Tú tienes un hijo, Adora. ¿Puedes decirme, sinceramente, si has hecho en tu vida algo más meritorio que dar la vida a Halil?

A ella le sorprendió la profundidad de sus pensamientos. Y entonces se dio cuenta de lo poco que, en realidad, conocía a aquel hombre. Nunca habían hablado como lo estaban haciendo ahora. Se preguntó si él se daba cuenta de la dulce victoria que esto representaba para ella. ¡Lo mismo daba! Por ahora, bastaba con que lo supiese ella.

Sonrió y dijo pausadamente:

– Supongo que Halil ha sido lo más meritorio que he hecho, y que mi vida habría estado muy vacía sin él.

– ¡Dame un hijo! -dijo enérgicamente Murat, y el corazón de Adora se aceleró ante la pasión de su mirada.

No podía apartar los ojos de él, se sentía extrañamente débil, cautiva, casi voluntariamente, de aquellos ojos negros que ardían con pequeñas llamas rojas y doradas en el fondo. Los dedos de Murat desabrocharon la hilera de botoncitos de oro que sujetaban la túnica de Adora y ella sintió las manazas del sultán que le acariciaban suavemente la curva de los pechos. Por primera vez, no se resistió y empezó a invadirla un sentimiento delicioso y lánguido. El tenía manos de guerrero, grandes y cuadradas, con las uñas recortadas. La piel de las palmas y de los dedos no era áspera ni suave, sino más bien una combinación de ambas cosas, y su contacto sobre la carne sedosa la hacía estremecerse. Él tomó un duro pezón entre el índice y el pulgar y lo frotó, regocijándose con la exclamación placentera que suscitó.

Para su sorpresa, ella le abrió la túnica y puso las cálidas palmas de las manos sobre él. Sus finos dedos le empezaron a acariciar el vello del pecho, retorciendo y tirando delicadamente de los suaves mechones. En sus ojos se pintaba un creciente deseo.

Murat se levantó y dejó que la túnica le resbalase al suelo Y, después, la despojó a ella de la seda de color lila. Por un instante, ambos se admiraron recíprocamente. Él alargó una mano y la acarició delicadamente. Adora correspondió a la caricia. Murat dio un paso adelante, la tomó en sus brazos y, con la cabeza de ella apoyada en un hombro, la condujo despacio a su diván. La tendió suavemente sobre la sábana de seda y quedó un momento de pie delante de ella. Después se le unió ansiosamente, cuando ella abrió los brazos.

Murat arrancó los alfileres de concha de los cabellos de ella. Después extendió aquella mata espesa y perfumada de lirio alrededor de los dos. Solamente entonces buscó su boca, y Adora se estremeció, pues sus besos tenían la dulzura del recuerdo y la sal de la expectación.

– Eres perfecta, mi Adora -murmuró suavemente-. Y, para que no vuelva a haber ningún malentendido entre nosotros, deja que te diga lisa y llanamente que te amo. El sultán de los otomanos pone su corazón a tus lindos y blancos pies, amada, y te suplica humildemente que seas la madre de sus hijos. No volveré a pelearme contigo. Deja que siembre mi semilla en tu fértil jardín. Deja que te quiera, y la nueva vida crecerá en tu interior.

Ella guardó silencio durante un momento.

– Y si me negase, mi señor, ¿qué pasaría? -preguntó luego.

– Te enviaría lejos de mí, paloma, probablemente a Constantinopla. Pues no podría permanecer cerca de ti sin hacerte el amor.

– ¿Y no te enfadarás conmigo, como tu padre, porque me gusta estudiar y leer? -No.

– Entonces ven, mi amado señor. Se acerca la primavera y, si queremos tener una buena cosecha antes de que termine el año, debemos empezar en seguida.

El se quedó asombrado por su franqueza. Adora rió maliciosamente.

– ¡Oh, Murat, qué tonto eres! ¡Te quiero! Lo confieso, aunque no sé si debería hacerlo. Siempre te he querido. Tú fuiste mi primer amor y ahora parece que vas a ser el último. Mi amor de ahora y para siempre. Así estaba escrito en las estrellas antes de que cualquiera de los dos arraigase en el vientre de nuestras madres. Así me lo ha asegurado Alí Yahya.

Los ansiosos labios de Murat encontraron los igualmente ansiosos de su amante y pronto su boca abrasó la de Adora deslizándose después por su cuerpo, gustando el pecho y el vientre. Cuando por fin la penetró, ella estaba sólo consciente a medias: nunca, nunca había conocido una dulzura semejante. Gritó de alegría cuando él la poseyó y, una vez más, vertió su simiente en ella. Y en aquel instante esplendoroso, antes de que el placer la reclamase por entero, Adora supo que había concebido un hijo.

CAPÍTULO 17

Después de dos años, la ciudad de Adrianópolis había caído en poder de los turcos. Prácticamente no recibió ninguna ayuda de Constantinopla. Como el emperador era vasallo del sultán, no se atrevió a enviar sus tropas.

Los mercaderes más ricos de Constantinopla habían reclutado una tropa de caballería y dos de soldados de infantería. Después de abastecerlos y pagarles un año de sueldo por anticipado, los enviaron a proteger sus importantes inversiones en las fábricas y casas de exportación de la ciudad de Tracia. Pero, una vez dentro de la ciudad, los mercenarios se vieron atrapados con los habitantes. A éstos no les hizo ninguna gracia tener que alimentar a varios cientos de bocas adicionales.