Adrianópolis era una de las últimas verdaderas joyas de la corona de Bizancio. A doscientos veinte kilómetros al noroeste de Constantinopla, estaba emplazada en la orilla del río Tunia, donde confluye con el Maritsa. Situada en el centro de la llanura costera de Tracia, la rodeaban fértiles y bien regados valles y una tierra alta sorprendentemente árida. Se decía que se había levantado sobre el emplazamiento de la antigua ciudad de Uskadame. En efecto, algo había estado allí cuando Adriano reconstruyó la ciudad en el año 125 a. de C. Doscientos cincuenta y tres años más tarde fue conquistada por los godos al emperador romano Valente. Más tarde los búlgaros la tomaron a los godos y la perdieron a manos de los bizantinos, quienes la perdieron contra los cruzados, quienes a su vez volvieron a perderla contra Bizancio. Ahora Bizancio la había perdido para siempre a manos de los turcos.
Había varias razones para que la posesión de Adrianópolis fuese deseable. Era el mercado de toda la región agrícola que la rodeaba, una región que cultivaba frutas y verduras de todas clases, uvas, algodón, lino, moras y flores, en especial rosas y amapolas. El pueblo producía seda, telas de algodón, de hilo y de lana, artículos de cuero y exquisitos tapices de seda. También producía y exportaba agua de rosas, esencia de rosas, cera, opio y un tinte rojo que era conocido como «rojo turco».
Los turcos pretendían trasladar allí su capital. Adrianópolis, que pronto se llamaría Edirna, tenía que ser para los otomanos la primera capital de Europa. Los barrios de la ciudad que se habían rendido sin luchar se libraron de la venganza del conquistador.
Cuando los turcos irrumpieron en la ciudad, las zonas que habían resistido fueron sometidas a los tres días tradicionales de pillaje. Los viejos y los inútiles fueron asesinados o dejados que se muriesen de hambre, a menos de que tuviesen parientes que pudiesen pagar un rescate y llevárselos de la ciudad. Las mujeres embarazadas o lactantes fueron las primeras en ser vendidas como esclavas, pues una hembra sana y fértil era valiosa en la esclavitud. Los compradores interesados discutían concienzudamente la posición en que venía el feto, mientras las mujeres permanecían desnudas sobre la tarima. El espacio entre las caderas se consideraba como una buena indicación de la facilidad con que alumbrarían a sus hijos. Las buenas criadoras eran bien recibidas en la casa de un hombre. Sus fetos, particularmente si eran varones, se tomaban como una ganga añadida a la compra.
Las mujeres que ya habían parido y amamantaban ahora a sus bebés eran examinadas para comprobar la pesadez de sus pechos e incluso ordeñadas por los presuntos compradores, para asegurarse de la riqueza de su leche. Una mujer con más leche de la que necesitaba su propio pequeño podía amamantar a un huérfano o al hijo de una madre seca. El llanto que provocaba este particular mercado de esclavas era lastimoso. Pero las multitudes no le prestaban gran atención. Eran azares de la guerra.
Después se vendían los niños. Los más lindos, varones y hembras, se despachaban rápidamente en la animada subasta. Después les llegaba el turno a los jóvenes, juzgados principalmente por su belleza y su vigor. Muchos eran comprados por sus parientes de otras partes de la ciudad. Estos ansiaban desesperadamente conservar a los jóvenes varones de sus familias capaces de engendrar la generación siguiente y mantener vivo el nombre familiar. También se producían tragedias. Hermanos gemelos eran subastados por separado y la familia sólo podía rescatar a uno. El otro hermano era vendido a un mercader árabe que esperaba ganar una fortuna con el rubio muchacho más al sur. Los dos hermanos idénticos se veían separados entre terribles sollozos.
Las hermanas y primas de estos jóvenes eran menos afortunadas. La mayoría de ellas habían sido violadas por los soldados turcos. Colocadas las últimas entre los esclavos, como parte del legítimo botín, su juventud y su belleza valían buenos precios de todo el mundo, salvo de sus familias, que no estaban demasiado ansiosas de recobrar a sus hijas deshonradas. Muchas niñas llorosas eran llevadas de allí ante las caras avinagradas de sus propios padres.
Desde luego, los mejores cautivos fueron ofrecidos al sultán. Pero Alí Yahya escogió los artesanos y artífices, porque Murat pretendía construir un nuevo palacio.
El lugar que había elegido era una isla grande en el río Maritsa. En un lado, la isla tenía vistas a la ciudad y, en el otro, hacia las lejanas y boscosas montañas. En la isla se alzaba una colonia grande, sobre cuya cresta iba a levantarse el palacio. El plano se parecía al de la Alhambra y, en efecto, su arquitecto era un joven moro. Habría patios y fuentes y todo el palacio estaría rodeado de jardines, prados y bosques escalonados y cuidadosamente cultivados. También habría facilidades para atracar en ambos lados de la isla.
Los trabajos empezaron de inmediato, pues Murat esperaba que el palacio estuviese terminado antes del nacimiento del hijo de Adora. Gigantescos bloques de mármol fueron sacados de la cantera y traídos desde las islas del Mármara. Otras piezas fueron tomadas de ruinas romanas cercanas, para ser limpiadas, pulidas y talladas de nuevo. Grandes troncos de robles y hayas fueron bajados de las montañas y varios barcos cargados de cedro del Oriente Medio atracaron en la desembocadura del Tunia para ser descargados en barcazas que llevarían la madera río arriba hasta Adrianópolis.
Los mejores artesanos, tanto libres como esclavos, fueron llevados a trabajar en el palacio. Había simples carpinteros y también maestros de obras y tallistas. Había fontaneros para instalar las tuberías de cobre de los baños, cocinas y fuentes; pintores y doradores; hombres para colocar las tejas; hombres para poner los azulejos en las paredes y en el suelo. En las ciudades de Bursa y Adrianópolis, los tejedores pasaban largas horas en sus telares, confeccionando sedas, satenes, gasas y piezas de lana. Estos tejidos eran llevados entonces a los maestros tejedores y a las costureras para que los convirtieran en tapices, alfombras, cortinas y otras colgaduras.
Murat apremiaba a su arquitecto, que a su vez apremiaba en lo posible a sus obreros y artesanos. Pero no se atrevía a decir al sultán que el palacio no estaría terminado a tiempo para el nacimiento de su hijo. Por fin, Teadora resolvió el problema sugiriendo al arquitecto que concentrase los esfuerzos de sus hombres en terminar primero la parte del palacio correspondiente a ella.
Estaba en uno de los seis patios del palacio. Se llamaría Patio de los Enamorados.
El Patio del Sol daba al sudoeste y estaba adornado con azulejos rojos, amarillos, dorados y anaranjados. Todas las flores de este patio eran de alegres colores. El Patio de las Estrellas y la Luna tenía azulejos de colores azul y crema. En él crecerían flores nocturnas muy fragantes, tales como nicotina dulce, libros y enredaderas flor de luna. Alrededor de la fuente revestida de azulejos de un azul oscuro, se habían incrustado doce placas de plata, cada una de ellas correspondiente a un signo del zodíaco. Había también el Patio de los Olivos, el Patio de los Delfines Azules y el Patio de las Fuentes Enjoyadas.
El patio particular de Adora miraba al sur y al oeste. Contenía una cocina y un comedor, un baño completo, un cuarto para el hijo que esperaba, su propio y espacioso dormitorio, una pequeña biblioteca, tres salones de recepción y aposentos para sus esclavas. El patio descubierto era grande y tenía varios pequeños estanques y una bella fuente, donde el agua brotaba de un lirio dorado. Había floridos árboles enanos: cerezos, manzanos, almendros y melocotoneros. En primavera habría flores rosas y blancas, jacintos azules y blancos, narcisos amarillos, dorados y blancos, y todas las variedades de tulipanes persas. En verano florecían en el jardín rosas multicolores, anémonas y lirios, los preferidos de Adora. En otoño, los manzanos ofrecerían sus frutos exclusivamente a los habitantes del Patio de los Enamorados.
Adora explicó a Murat que el palacio no estaría terminado cuando naciese su hijo. Pero antes de que él pudiese lamentarse, le explicó que el niño nacería en el palacio, pues su propio patio sería el primero en finalizarse. La criatura que llevaba en su seno sería el primer otomano nacido en Europa.
Adora apaciguó a Murat.
– No estás levantando una tienda, mi señor -le dijo-. Los palacios tardan tiempo en construirse, si tienen que durar. Cuando haga tiempo que tú y yo hayamos desaparecido de la memoria de los hombres, algunos que caminan por el mundo señalarán tu palacio y dirán: «Y éste es el Serrallo de la Isla, construido por el sultán Murat, hijo de Orján Gazi. Fue la primera residencia real construida por los otomanos en Europa, y en ella nació el primer sultán otomano europeo.» Si tu palacio está bien construido, mi señor, durará para siempre y será tu monumento. Pero si obligas a los trabajadores a construirlo rápidamente, no durará más que tu propia vida.
Él le sonrió cariñosamente.
– El hecho de llevar en tu seno mi simiente no ha enturbiado tus facultades griegas de razonamiento.
– No sabía que el hecho de llevar un hijo en el vientre fuese en mengua del cerebro, mi señor.
¡Maldita sea! ¿Es que él no aprende nunca?
Murat se echó a reír.
– Tu bonita lengua, paloma, es como siempre muy picante. Adora rió a su vez.
– ¿Quisieras realmente que fuese como esas estúpidas criaturas que acuden a tu cama estas noches? -Bajó los ojos y se hincó torpemente de rodillas-. Cí, mi ceñor -ceceó en una cruel y perfecta imitación de una de sus favoritas-, todo lo que diga mi ceñor. Cada palabra de zu boca ez una gota de rocío de zabiduría, mi ceñor.
Murat levantó a Adora y torció el gesto.
– ¿De qué puedo culpar a Alí Yahya? -preguntó-. Todas las jóvenes de mi harén son exquisitas. A cual más adorable. Pero, ¡por Alá!, son tan estúpidas como una manada de ovejas.
Ella lo zahirió despiadadamente:
– Pero seguramente es esto lo que tú quieres, mi señor. Siempre estás echándome en cara mi inteligencia, diciendo que no es propia de una mujer hermosa. Ahora censuras a esas adorables chiquillas por que no tienen seso. Eres voluble, mi señor. No hay manera de complacerte.
– Si no llevases a mi hijo en tu vientre, descarada esclava, te apalearía -gruñó él. Pero sus ojos eran alegres, y amable la mano que acarició el redondo vientre. Entonces endureció la voz y dijo-: El niño te deforma. Tu nariz es demasiado larga, y tu boca, pequeña en exceso. Tienes los cabellos lacios. Sin embargo, eres la mujer más hermosa y excitante que jamás he conocido. ¿Qué clase de hechicería empleas conmigo, Teadora de Bizancio?
Los ojos violetas resplandecieron y él pensó que tal vez Adora estaba conteniendo las lágrimas. Esto lo conmovió, por tratarse de una criatura tan orgullosa.
– No empleo ninguna hechicería, mi señor -respondió suavemente ella-, a menos que haya algo mágico en mi amor por ti.
– Pequeña bruja -dijo él a media voz, tomándole la mano para besarle la palma.
Los maravillosos ojos violetas se fijaron en los del sultán y, por un brevísimo instante, Murat creyó que Adora podía leer sus pensamientos. Pero entonces ella le tomó la mano y se la puso sobre su vientre.
– El niño se mueve, mi amor. ¿Lo sientes?
El sintió primero, debajo de los dedos, lo que parecía ser un suave temblor; pero, de pronto, recibió una fuerte patada en la palma de la mano. Se sobresaltó y se miró la mano con extrañeza, casi como si esperase ver la huella de un pie. Ella rió dichosa.
– Tu hijo será tan impetuoso como tú -dijo.
El la atrajo a sus brazos y le acarició los abultados senos.
– ¡No!
Murat la miró vivamente y Adora se ruborizó y confesó: -Esto hace que te desee, mi señor, y ya sabes que ahora me está prohibido.
– También yo te deseo, Adora -respondió gravemente él-. Ten paciencia, paloma, y pronto volveremos a compartir el lecho.
Y la retuvo junto a él, a salvo en el calor de sus brazos, hasta que se quedó dormida. Sólo entonces la reclinó cuidadosamente entre las almohadas, se levantó y la cubrió con la colcha.
Se la quedó mirando durante unos momentos. Después salió despacio de la habitación y observó por la mirilla del salón del harén. Era temprano y sus doncellas estaban todavía levantadas y charlando. Formaban una bonita colección, murmuró por lo bajo. Debía acordarse de felicitar a Alí Yahya por su buen gusto. Se fijó en particular en dos muchachas. Una de ellas era una rubita encantadora y de piel blanca del norte de Grecia y tenía grandes ojos azules. Sus pechos lindos y redondos tenían sonrosados los pezones. La otra era una belleza alta y de piel oscura, de más allá del desierto del Sahara.
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