– Buena suerte, hermanas -deseó el soldado, mientras ellas se adentraban en la noche.

La puerta se cerró rápidamente a sus espaldas. Guardaron silencio durante un momento; después, Zoé levantó la linterna y dijo:

– Aquí está el camino. Vuestro padre dijo que lo siguiéramos hasta que encontrásemos a sus hombres. Vamos, hijas mías, no pueden estar lejos.

Habían andado unos minutos cuando Teadora suplicó: -Espera un momento, madre. Quisiera echar una última mirada a la ciudad. -Su joven voz tembló-. Tal vez no volveré a verla. -Se volvió, pero sólo distinguió las grandes murallas y las torres, que se recortaban oscuras sobre un cielo casi impenetrable. Suspiró decepcionada y dijo tristemente-: Sigamos adelante.

Ahora la lluvia era más intensa, sacudida por el viento. Caminaron mucho rato. La pesada ropa se hizo todavía más pesada con la lluvia, y llevaban los zapatos empapados. Cada paso era un tormento. De pronto oscilaron unas luces delante de ellas. En seguida las rodearon unos soldados y vieron la cara amiga de León.

– ¡Majestad! ¡Loado sea Dios, ya que al fin estáis a salvo con nosotros, y las princesas también! No estábamos seguros de que pudieseis venir esta noche, a causa del tiempo.

– El tiempo ha sido un don de Dios, León. No había nadie en las calles que pudiese observar nuestro paso. Sólo hemos visto tres personas desde que salimos del convento. Todas ellas soldados.

– ¿No habéis tenido obstáculos, majestad? -Ninguno, León. Pero estoy ansiosa de ver a mi marido. ¿Dónde está?

– Esperando en el campamento principal, a pocos kilómetros de aquí. Si Vuestra Majestad me lo permite, os ayudaré a subir al carro. Lamento que sea un tosco medio de transporte, pero siempre es mejor que ir andando.

Los días siguientes fueron confusos para Teadora. Habían llegado sanas y salvas al campamento de su padre, donde les esperaba un baño caliente y ropa seca. Ella durmió unas pocas horas y la despertaron para emprender el viaje a Selimbria, donde su padre había instaurado la capital temporal. Fueron dos largos días en carro, por caminos enfangados y bajo lluvias torrenciales.


Habían transcurrido casi seis años desde que ella y su padre se habían visto por última vez. Juan Cantacuceno abrazó a su hija y la echó atrás para poder mirarla a placer. Satisfecho con lo que veía, sonrió y dijo:

– Orján Gazi estará contento contigo, Tea. Te estás convirtiendo en una auténtica beldad, hija mía. ¿Has tenido ya tu primera sangre?

– No, padre -respondió tranquilamente ella, y que sea por muchos años, pensó.

– Lástima -replicó el emperador-. Tal vez debería enviarle a tu hermana en vez de a ti. A los turcos les gustan las rubias, y ella es ya una mujer.

¡Sí, sí!, pensó Teadora. ¡Envía a Elena!

– No, Juan -intervino Zoé Cantacuceno, levantando la mirada de su bordado-. Tea cumplirá gustosa su deber para con nuestra familia. ¿Verdad que sí, mi amor?

– Sí, madre -murmuró Teadora.

Zoé sonrió.

– El joven Paleólogo tiene diecisiete años, un joven en condiciones de acostarse con su esposa. Elena tiene catorce y puede recibir un marido. Deja las cosas como están, mi señor.

– Tienes razón, amor mío -dijo Juan, asintiendo con la cabeza.

Y varios días más tarde, se celebró la boda de Teadora. El novio no estuvo presente, sino que fue representado por un apoderado cristiano. Después, la novia fue llevada al campamento militar del emperador, donde ascendió a un trono enjoyado, en un pabellón alfombrado que el sultán envió para la ocasión. El trono estaba rodeado de cortinas de seda roja, azul, verde, plata, púrpura y oro. Abajo, soldados cristianos y musulmanes presentaban orgullosamente armas. Solamente Juan, como emperador, montaba a caballo. A una señal suya, se descorrieron las cortinas del pabellón y apareció la novia, rodeada de eunucos arrodillados y de antorchas nupciales.

Flautas y trompetas proclamaron que Teadora Cantacuceno era desde aquel instante esposa del sultán Orján. Mientras, el coro entonaba alegres canciones por la felicidad de la novia y encomiando su caridad y su devoción a la Iglesia. Teadora guardaba silencio a solas con sus pensamientos. En la iglesia había estado enfurruñada, pero su madre le había advertido después que, si no parecía feliz, esto molestaría a los soldados. Por consiguiente, había adoptado una sonrisa fija.

A la mañana siguiente, cuando estaban a punto de llevársela, sufrió un ataque de llanto y su madre la consoló por última vez.

– Todas las princesas sienten esto cuando se separan por primera vez de sus familias -dijo Zoé-. Yo lo sentí. Pero tú no debes compadecerte, hija mía. Eres Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio. Tu cuna te coloca por encima de todas las demás, y nunca debes mostrar debilidad delante de tus inferiores.

La niña se estremeció y respiró hondo. -¿Me escribirás, madre?

– Con regularidad, querida mía. Y ahora, sécate los ojos. No querrás insultar a tu señor con tus lágrimas.

Teadora hizo lo que su madre ordenaba y la condujeron a un palanquín con cortinas de oro y púrpura. Era para conducirla a un barco que habría de llevarla junto al sultán Orján, quien la esperaba en Scutari, al otro lado del mar de Mármara. El sultán había enviado una tropa de caballería y treinta barcos para escoltar a su esposa.

Teadora parecía pequeña y vulnerable con su túnica azul pálido, a pesar de los elegantes bordados de flores de oro que adornaban los puños, el dobladillo y el cuello. Zoé estuvo a punto de llorar al ver a su hija. La pequeña parecía sofisticada y, sin embargo, sorprendentemente joven.

Ni el emperador ni su esposa la acompañaron al barco. Desde el momento en que Teadora subió al palanquín real, estuvo sola. Y seguiría estándolo durante mucho tiempo.

Un año más tarde, las puertas de Constantinopla se abrieron para Juan Cantacuceno. Varias semanas después de esto, su hija Elena se casó con el joven co-emperador Juan Paleólogo. La boda se celebró con toda la pompa propia de la Iglesia ortodoxa.

PRIMERA PARTE

Teodora
1350-1351

CAPÍTULO 01

El convento de Santa Catalina, en la ciudad de Bursa, era pequeño, pero rico y distinguido. No siempre lo había sido, pero la reciente prosperidad se debía a la presencia de una de las esposas del sultán. La princesa Teadora Cantacuceno vivía entre las paredes del convento.

Teadora Cantacuceno tenía ahora trece años y era sin duda alguna núbil. Pero el sultán Orján había cumplido sesenta y dos años y tenía un harén lleno de mujeres núbiles, algunas inocentes y otras con mucha experiencia. A fin de cuentas, la pequeña virgen cristiana del convento sólo había sido una necesidad política. Y allí permaneció, olvidada por su esposo otomano.

Pero si la hubiese visto, ni siquiera el fatigado Orján habría hecho caso omiso de Teadora. Había crecido mucho y tenía largos y bien formados los brazos y las piernas, torso esbelto, firmes, altos y cónicos senos, de salientes y sonrosados pezones, y hermosa cara en forma de corazón. Su piel era de un suave color crema, pues, aunque le gustaba estar al aire libre, nunca la tostaba el sol. Los oscuros cabellos de color caoba, con destellos dorados, pendían sobre la espalda hasta el principio de las caderas, suavemente onduladas. Los ojos violeta eran sorprendentemente claros y tan cándidos como habían sido siempre. La nariz era pequeña y recta, y la boca, sensual, con un gordezuelo labio inferior.

Tenía casa propia dentro del recinto del convento, compuesta de una antecámara para recibir a los visitantes (aunque no acudía ninguno), un comedor, una cocina, dos dormitorios, un baño y las dependencias de los criados. Allí vivía en aislado semi-esplendor, sin carecer de nada. Estaba bien alimentada, bien guardada y muy aburrida. Raras veces se le permitía salir del convento y cuando lo hacía debía cubrirse con un tupido velo y soportar la escolta de al menos media docena de severas monjas.

Teadora tenía trece años, y era verano, cuando su vida cambió súbitamente. Era una tarde cálida y todos los servidores dormitaban bajo el pegajoso calor. Teadora estaba sola, pues incluso las monjas dormían mientras paseaba por el desierto y amurallado jardín del convento. De pronto, una suave brisa le trajo el aroma de los melocotones que estaban madurando en uno de los huertos del convento; pero la puerta del huerto estaba cerrada. Esto molestó a Teadora, y su deseo de comer un melocotón era tan apremiante que buscó otro medio de entrar en el huerto y lo encontró.

En el sitio donde se encontraba la pared del jardín con la del huerto, en el lado de la calle de la finca del convento, había una parra grande y nudosa. Arremangándose el sencillo vestido verde de algodón, Teadora se encaramó a la parra. Después, riendo para sus adentros, caminó cuidadosamente por encima de la tapia, buscando otra parra por la que poder descender al huerto. La encontró, bajó, tomó alguna de las frutas más maduras y se las guardó en los bolsillos. Entonces, volvió a subir al muro.

Pero éste era viejo y estaba desgastado en varios puntos. Los únicos que habían paseado por la tapia durante muchos años eran los gatos de la ciudad, que frecuentemente vulneraban la intimidad de los jardines del convento. Entusiasmada con su éxito, Teadora no midió bien dónde ponía el pie y sintió que se caía. Pero, para su sorpresa, no dio en el suelo, sino que cayó, chillando, en los brazos vigorosos de un joven.

Aquellos brazos la acunaron, suavemente pero con firmeza, y parecieron no tener prisa por soltarla. Unos ojos negros como el azabache la miraron de arriba abajo y con admiración.

– ¿Eres una ladrona? ¿O simplemente una monjita traviesa? -preguntó él.

– Ni una cosa ni otra. -Le sorprendió ver que podía hablar-. Suéltame, señor, te lo suplico.

– No hasta que sepa quién eres, ojos violetas. No llevas velo, luego no puedes ser turca. ¿Quién eres?

Teadora no había estado nunca tan cerca de un hombre, a excepción de su padre. No era desagradable. El pecho de aquel hombre era duro, en cierto modo tranquilizador, y él olía a luz de sol.

– ¿Se te ha comido la lengua el gato, pequeña? -preguntó suavemente.

Ella se ruborizó y se mordió el labio, con irritación. Tenía la desagradable impresión de que él sabía lo que había estado pensando.

– Estoy estudiando en el convento -respondió-. Por favor, señor, ¿quieres ayudarme a subir de nuevo a la pared? Si ven que he salido, me reñirán.

El la dejó en el suelo, se encaramó rápidamente a la tapia, le tendió los brazos y la ayudó a subir. Después saltó ligeramente al jardín del convento y levantó los brazos.

– Salta, ojos violetas. -La asió fácilmente y la puso en pie-. Ahora no te reñirán. -Rió entre dientes-. ¿Por qué diablos tenías que subir a la pared?

Sintiéndose ahora mucho más segura, lo miró maliciosamente. Se metió la mano en un bolsillo de la túnica y sacó un melocotón.

– Quería comer uno de éstos -explicó sencillamente, y lo mordió. El zumo le resbaló por la barbilla-. La puerta estaba cerrada; por esto me subí a la tapia.

– ¿Consigues siempre lo que quieres?

– Sí, pero generalmente no quiero muchas cosas -respondió ella.

El se echó a reír.

– Me llamo Murat. ¿Y tú?

– Teadora.

– Demasiado formal. Te llamaré Adora, porque eres la más adorable de las criaturas.

Ella se ruborizó; después lanzó una exclamación de sorpresa, cuando él se inclinó para besarla.

– ¡Oh! ¿Cómo te atreves, señor? ¡No debes volver a hacerlo! Soy una mujer casada.

Los ojos negros centellearon.

– Sin embargo, Adora, apostaría a que éste ha sido tu primer beso. -Ella se ruborizó de nuevo y trató de volverse, pero él le asió suavemente la barbilla entre el índice y el pulgar-. Y también apostaría a que estás casada con un viejo. Ningún joven con sangre en las venas permitiría que languidecieras en un convento. Eres terriblemente hermosa.

Ella lo miró y él vio, con asombro, que, bajo la luz del sol, los ojos adquirían un color de amatista.

– Es verdad que no he visto a mi marido durante varios años, pero no debes hablarme de esta manera. Es un buen hombre. Y ahora márchate, por favor. Si te sorprendiesen aquí, podrías pasarlo mal.

Él no hizo ademán de marcharse.

– Mañana por la noche empieza la semana de luna llena. Te esperaré en el huerto.

– Desde luego, no iré.

– ¿Te doy miedo, Adora? -la incitó él.

– No.

– Entonces, demuéstralo y ven.

Alargó los brazos, la asió y la besó suavemente, con una pasión amable y controlada. Ella cedió por un brevísimo momento, y todas las cosas que ella y sus condiscípulas habían comentado acerca de los besos pasaron por su mente, y comprendió que nada sabían aquéllas de la verdad. Esto era de una dulzura increíble, un éxtasis imposible de imaginar, un fuego embriagador que le debilitaba las piernas.