Observar a sus mujeres en secreto le divertía, y se preguntó qué dirían si supiesen que las estaba mirando. Nada, se respondió. No dirían absolutamente nada. Reirían tontamente, adoptarían posturas afectadas y se pavonearían, pero no dirían nada, pues eran incapaces de concebir una idea un poco inteligente. Su principal objetivo en la vida era, primero, llamarle la atención, y luego, gustarle. Y él no comprendía por qué no le encantaba esto.
Una hembra hermosa y complaciente no presentaba ningún desafío. Desde luego, Adora lo había malcriado para las otras mujeres. Se había acostumbrado, y rió para sus adentros, a que ella le pusiese resistencia, verbal, mental y físicamente, hasta el momento mismo de la rendición. Y lo encontraba mucho más excitante que la mera habilidad sexual. Las doncellas de su harén procuraban complacerle y tenían miedo de que no fuese así. Adora lo amaba, pero no lo temía en absoluto.
Sintió un hormigueo familiar y se dijo que necesitaba una mujer. ¡No, por Alá! Ninguna sencilla mujer, salvo Adora, lo satisfacía ya. Enviaría a buscar dos doncellas, la negra y la griega rubia. Tal vez las dos juntas podrían apagar su fuego interior.
Hizo una seña a un esclavo y le ordenó que fuese en busca de Alí Yahya. El jefe de los eunucos acudió rápidamente y el sultán le dio instrucciones. El eunuco, impasible el semblante, hizo una profunda reverencia.
– Vuestro deseo será cumplido, mi señor.
Mientras tanto, sonreía interiormente, consciente de que su plan para adquirir poder estaba dando resultado. Murat no era feliz, porque le era negada la princesa, y trataba de saciarse con dos mujeres. Alí Yahya entró en el harén sabiendo muy bien que el sultán lo estaba observando por la mirilla.
En efecto, Murat observaba atentamente tomando nota de las reacciones de las dos mujeres que había elegido. Sus actos le darían una indicación de sus caracteres. La rubia, como había presumido, era tímida. Se ruborizó, se llevó las manos a las mejillas y su boca hizo una pequeña «O» de sorpresa y alegría, y abrió más los ojos azules, con un poco de miedo.
La morena, por otra parte, miró con altivez a Alí Yahya y sonrió seductoramente. Dirigiendo una mirada desdeñosa a la griega, dijo algo que hizo que ésta enrojeciese todavía más. El jefe de los eunucos le dio un ligero cachete, a modo de advertencia, pero la joven negra se rió.
El sultán torció los labios en una sonrisa lobuna. Una suave gatita y una fiera tigresa, dijo para sí. Tal vez la noche no resultaría a fin de cuentas tan aburrida.
Le fueron llevadas las dos doncellas y el eunuco las desnudó para que pudiese examinarlas bien. Una al lado de otra, eran magnificas, un conjunto de ébano y marfil.
Miró a la joven negra.
– Compláceme, Leila.
Tumbándose entre los almohadones de la cama, dejó que ella le abriese la túnica y lo acariciase. La negra inclinó la cabeza y lo tomó en la boca, trazando con la lengua dibujos sensuales hasta que él empezó a excitarse.
– ¡Aisha! -La rubita se sobresaltó-. ¡Ven! Y la joven griega se tumbó junto al sultán. El habló de nuevo, y la griega, inclinándose, acercó un pecho rollizo a su boca abierta. Chupando la suave carne, consciente del placer que le estaba produciendo la negra, apartó toda idea de Teadora de su turbada mente. Era deber y privilegio de ella darle un hijo. El tenía derecho a saciar sus deseos con otras mujeres. Así era su mundo desde el principio y así seguiría siendo hasta el final de los tiempos.
CAPÍTULO 18
El Patio de los Enamorados estaba terminado, y el dormitorio de Teadora daba que hablar a todo el harén. Todas las mujeres envidiaban a la princesa sus habitaciones, su preñez y el amor del sultán.
Las paredes del dormitorio estaban cubiertas hasta la mitad de su altura con paneles de madera oscura. Por encima de éstos, estaban pintadas de intenso color amarillo dorado y rematadas por una moldura de yeso con flores pintadas de escarlata, azul y oro. El suelo, sumamente pulido, era de anchas tablas de roble oscuro. Las vigas del techo habían sido pintadas de manera que hiciesen juego con las molduras.
En el centro de una pared había una gran chimenea revestida de azulejos amarillos y azules y con una enorme campana cónica cubierta de láminas de pan de oro. El suelo de la chimenea era elevado y se extendía varios metros al interior de la habitación. De las paredes, a ambos lados del hogar, pendían bellas colgaduras de seda, una de ellas con imágenes de flores de primavera y principios de verano, y la otra, con flores de finales de verano y de otoño.
Junto a la pared de enfrente de la chimenea, había un tablado alfombrado que sostenía una cama grande. La cama tenía columnas talladas y doradas, y cortinas de seda de color coral, bordadas con flores, hojas y vides. Los bordados eran de hilo de oro, aljófar y jade. La colcha hacía juego con las cortinas.
A la derecha de la cabecera de la cama, la pared tenía una serie de ventanas largas altas y con parteluces. Los cristales habían sido confeccionados por seis vidrieros venecianos quienes tuvieron la desgracia de estar en un barrio de Adrianópolis que había resistido a los turcos. El sultán les había prometido el perdón y también la ambicionada ciudadanía turca si hacían los cristales de las ventanas y otras piezas decorativas para su palacio. Mientras tanto, eran sus esclavos. Las ventanas del dormitorio de Adora tenían un débil tono dorado. Daban a su jardín particular. Las cortinas eran de la misma seda de color coral que los doseles de la cama.
Las gruesas y lujosas alfombras mostraban dibujos de medallones en oro, azul y blanco. Los armarios, ingeniosamente empotrados en las paredes de la habitación, estaban forrados de cedro y contenían bandejas móviles para la ropa.
Había grandes mesas redondas de latón batido sobre pies de ébano; un sillón parecido a un trono, con los brazos, las patas y el respaldo tallados, y un cojín de brocado de oro; mesitas rinconeras de ébano con incrustaciones de nácar, y taburetes tapizados de terciopelo y brocado. Pendían lámparas de cadenas de plata, proyectando sombras de ámbar, de rubí y de zafiro, y perfumando la estancia con aceite aromático. Velas de cera inmaculadamente blancas ardían en candeleros de oro. Era una habitación bella y tranquila, perfecta para los amantes.
Sin embargo, ahora había llegado para Teadora Cantacuceno el tiempo de dar a luz el hijo del sultán Murat, y antes de que las paredes del dormitorio oyesen las dulces voces de los amantes, tendrían que oír los gritos de angustia de la parturienta, que paseaba arriba y abajo por la habitación.
– Tumbaos y descansad, mi princesa -aconsejó Iris-. Os comportáis como si fuese vuestro primer hijo.
– Halil era importante sólo para mí, Iris. Tenía hermanos mayores. Este pequeño es muy importante para todo el Imperio. Será el próximo sultán.
– Si es un varón, mi princesa.
Teadora le lanzó una mirada envenenada.
– Es un varón, vieja bruja -espetó, apretando los dientes al sentir una fuerte contracción-. ¡Ve a buscar en seguida a la partera!
Iris salió corriendo y Teadora se tendió en la cama y se frotó el vientre con los dedos, trazando rápidos y pequeños movimientos circulares. Esto, le había dicho la partera, mitigaría el dolor.
La partera era mora, y los moros eran quienes sabían más de medicina. Teadora había escogido personalmente a Fátima por su habilidad, su excelente reputación (no se sabía que hubiese perdido nunca una madre) y porque era limpia. Ahora entró Fátima en la habitación y se acercó a la cama.
– Bueno, mi señora -dijo alegremente-, ¿cómo va eso? -Después de lavarse rápidamente las manos en una jofaina sostenida por una esclava, levantó al caftán de Teadora sobre las rodillas y examinó a su paciente-. ¡Hum! Sí. Sí. Lo estáis haciendo muy bien. Cualquiera puede ver que vais a ser una buena madre. La dilatación casi es completa.
Miró y vio una expresión de firme resolución en el semblante de la princesa.
– ¡No empujéis todavía, Alteza! Jadead como un perro. ¡Esto es! ¡Ahora! ¡Empujad! ¡Sí! ¡Sí! Estáis completamente dilatada y ya veo la cabeza del bebé. ¡Iris! Que algunas esclavas traigan el sillón de dar a luz y lo coloquen delante de las ventanas, para que mi paciente pueda mirar al exterior.
A los pocos minutos, Adora sufrió otra contracción y la sentaron en el sillón de dar a luz. Estaba empapada en sudor y le temblaban las piernas.
Aquel sillón era de dura y vieja madera de roble, dorada y con incrustaciones de piedras semipreciosas. Tenía alto y recto el respaldo, con un encejado tallado en la parte superior, brazos anchos y parcialmente tapizados de cuero rojo, y patas rectas terminadas en garras talladas de león. El asiento era plano y abierto, para que la partera pudiese agarrar fácilmente al pequeño.
Ahora que la princesa llegaba a las fases finales del parto, se permitió la entrada a las mujeres del harén, para que fuesen testigos del nacimiento. No debía existir la menor duda sobre la autenticidad y el linaje de la criatura. Se agruparon alrededor del sillón, mostrando envidia, simpatía, miedo y preocupación en sus semblantes. Teadora agarró los brazos tapizados del sillón y con un grito puso fin al nervioso parloteo. En la habitación reinaba un calor asfixiante, y los diversos aromas de los perfumes de las mujeres eran sumamente intensos y le daban náuseas.
Fijó la mirada en el jardín, más allá de las ventanas doradas y emplomadas. La tarde era brillante, con un cielo azul y sin nubes. Un claro sol reflejaba cegadoramente su luz en la blanca nieve que cubría el jardín. Por un breve instante, un pajarillo pardo y gris que luchaba con una baya roja en un arbusto de hoja perenne distrajo a Adora, que se echó a reír ante sus cómicas cabriolas.
Las mujeres que la rodeaban se asombraron. ¿Acaso no sentía la princesa dolor? ¿Qué clase de mujer era, que se reía en lo más arduo del parto? Se estremecieron al unísono, recordando los ojos de color de amatista de Adora. Se decía que las brujas tenían los ojos de extraños colores.
La sacudió otra contracción y, obedeciendo las instrucciones de Fátima, jadeó primero y apretó después con fuerza. No gritó, pero el dolor era intenso y el sudor le empapaba todo el cuerpo, le rodaba por las piernas y hacía que el asiento del sillón fuese resbaladizo. Iris le enjugó la cara con un paño fresco y perfumado. Fátima se arrodilló, con su equipo extendido junto a ella sobre una toalla limpia de hilo.
– La próxima contracción hará que asome la cabeza, princesa.
– ¡Ya viene! -exclamó Adora con los dientes apretados.
– ¡Jadead, Alteza! ¡Jadead! -Una pausa-. ¡Ahora, Alteza! ¡Ahora! ¡Empujad! ¡Empujad con fuerza! Ah, ya tengo la cabeza del pequeño. ¡Muy bien, mi princesa!
Adora se echó atrás, agotada, sonriendo agradecida a una joven esclava que le acercó una bebida fresca y dulce a los labios. La sorbió casi afanosamente y, después, echó la cabeza atrás y respiró hondo y despacio.
– Lo estáis haciendo muy, muy bien, mi señora -la animó Fátima-. Ahora los hombros, después el resto del cuerpecito y pronto habremos terminado.
– Habrás terminado tú -dijo Adora, con una risita-. Para mí, todo volverá a empezar, Fátima. La partera la miró y sonrió.
– Es cierto, Alteza -asintió-, y con vuestra radiante belleza, espero serviros a intervalos regulares, si el sultán es el semental que dicen.
Las mujeres del harén rieron disimuladamente. Adora habría reído también la gracia desenfadada de la partera, de no haber sido por el siguiente dolor. Jadea. Jadea. Jadea. Empuja. Empuja. Empuja.
– ¡Los hombros! Ya tengo los hombros, ¡y vaya si son anchos! -exclamó Fátima.
La criatura empezó ahora a gemir, un gemido que se convirtió en un aullido furioso cuando una nueva convulsión lo expulsó por completo del cuerpo de su madre. Después de tender a la dolida criatura sobre un paño de hilo, Fátima cortó el cordón umbilical y lo ató con fuerza. Después limpió rápidamente las mucosidades de la nariz, la boca y la garganta del recién nacido.
– ¡Un varón! -exclamó, entusiasmada-. ¡La princesa ha dado a luz un varón! ¡Alabado sea Alá! ¡El sultán Murat tiene un heredero sano y fuerte!
Se puso en pie y levantó a la ensangrentada y chillona criatura, para que la admirasen su madre y las otras mujeres.
El niño era hermoso, de enormes ojos de un azul oscuro y una mata de rizos negros, apretados y húmedos. Era largo, de manos y pies grandes, y pulmones poderosos. Una esclava tomó el niño de manos de Fátima y, tendiéndolo delicadamente sobre una mesa, limpió la sangre del nacimiento con un suave paño de algodón y aceite de oliva tibio. Hecho esto, el pequeño fue bien fajado y envuelto en una colcha de satén. Teadora había expulsado ya la placenta. Habiendo examinado, limpiado y envuelto la zona femenina de su paciente, Fátima permitió que Adora fuese despojada de su empapada vestidura y lavada con agua tibia y perfumada antes de que la secasen con toallas. Entonces volvieron a vestirla con una túnica granate acolchada y la metieron en la cama. Iris, muy orgullosa, cepilló los largos cabellos oscuros de su ama hasta que resplandecieron.
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