Las mujeres del harén se arracimaron excitadas alrededor de los pies de la cama de Adora. ¡Iba a venir el sultán! Aquí tendrían oportunidad, pensaron tontamente las doncellas más jóvenes, de que el amo se fijase en ellas. Las mujeres más experimentadas se resignaron a pasar inadvertidas. Adora y su hijo eran unos fuertes competidores. Pero en otra ocasión, en otro lugar… él se fijaría en ellas.

Cayeron de rodillas, tocando el suelo con la cabeza, al entrar el sultán en la habitación. Tan fijos estaban sus ojos en Adora y el niño que tenía ésta en brazos, que ni siquiera las vio. Su voz grave vibró de emoción en la silenciosa estancia.

– Muéstrame el niño, Adora.

Ella desenvolvió la manta y le tendió la fajada criatura. Durante un largo momento, él miró a su hijo que, extrañamente callado, lo miró a su vez sin pestañear. Entonces, una amplia sonrisa apareció en el rostro de Murat. Rió en voz alta.

– ¡Ciertamente, éste es mi hijo! Yo, Murat, hijo de Orján, reconozco a este niño como mi hijo y heredero. ¡Aquí está vuestro próximo sultán!

– ¡Que así sea! ¡Oímos y obedecemos! -murmuraron muchas voces.

Luego, las mujeres del harén se levantaron al unísono y salieron de la estancia. Iris acercó rápidamente un sillón para el sultán. Después de tomar al niño de su madre, ella salió también.

Durante un momento, los dos se miraron intensamente. Entonces, él asió las manos de Adora, la miró a los ojos y dijo:

– Gracias, Adora. Gracias por mi primer hijo.

– No he hecho más que cumplir con mi deber, mi señor -respondió maliciosamente ella.

La risa de Murat estuvo llena de ternura.

– Acabas de dar a luz y sigues tan insolente. ¿Será siempre así entre nosotros, Adora?

– ¿Me querrías si fuese de otra manera, mi señor? -contestó ella.

– No, mi amor, no te querría -confesó él-. No seas nunca como las otras mujeres de mi harén. Me cansaría de ti. -No temas, Murat. Puedo hacer muchas cosas en mi vida, pero no tengo intención de aburrirte. -Y antes de que él pudiese asimilar por entero sus palabras, preguntó rápidamente-: ¿Te gusta tu hijo, mi señor? Es un niño guapo y fuerte.

– Me gusta hasta lo indecible, y ya he elegido un nombre para él. Espero que te guste. Pienso llamarle Bajazet, como nuestro gran general.

– ¿El que venció en combate a mis antepasados bizantinos? -Su voz tembló de risa cuando él asintió con un gesto-. Dios mío, Murat, ¡qué manera de insultar a mi familia! Juan, desde luego, verá algo gracioso en esto. Pero nadie más.

– Tú, sí -replicó suavemente el sultán.

– Sí -respondió ella-. Le veo la gracia. También comprendo la implícita amenaza. Pero sé que el futuro de mi ciudad está con los otomanos, no con los griegos. Como la ciudad debe caer en definitiva, prefiero que sea en tus manos o en las de nuestro hijo, a quien enseñaré a amar y respetar lo que hay de bueno en ambas culturas.

Él le levantó la barbilla con una mano y le rozó delicadamente los labios.

– Sabes más de lo que corresponde a tus años, paloma. ¡Qué suerte tuve al pasar junto al huerto de aquel convento hace tanto tiempo!

Adora sonrió con increíble dulzura.

– Te amo, mi señor Murat.

– Pero todavía te burlas, ¿no es verdad, mi amor?

Ella suspiró profundamente.

– No puedo evitarlo. Es mi carácter. No es sencillo para mí ser la favorita de Murat y la madre de Bajazet. Si la historia me recuerda, será así como me recordará. En cuanto a lo que quiero, todavía no lo sé.

El se irguió y se echó a reír.

– Al menos eres sincera, mi Adora. -Entonces se inclinó y la besó ligeramente-. Descansa un poco, mi amada. No debe de haber sido fácil parir a mi hijo. Tienes que estar agotada.

Ella le tiró de la manga de su túnica de brocado.

– Dame un beso como es debido antes de marcharte, mi amor. Ahora ya no me pasará nada aunque me beses.

El rió, complacido.

– Veo que estás ansiosa de mis besos, ¿eh? Pensé que nunca te oiría confesarlo.

Se sentó en el borde de la cama y la atrajo en el cálido y amante semicírculo de su brazo. Entonces su boca se cerró sobre la de Adora, y la fuerza y la pasión de su beso la dejó temblando y sin aliento. Deslizó la mano libre por la abertura de la túnica para tomar uno de los rollizos pechos. Le frotó el pezón con el índice y el pulgar. Su voz era ronca cuando dijo:

– Dentro de seis semanas estarás purificada. Cuida de que, para entonces, el niño tenga una nodriza. No quiero compartirte, ni siquiera con mi hijo.

Sus ojos se encontraron brevemente y ella experimentó una punzada de deseo. Se preguntó sobre la atracción que existía entre ellos dos. Lo deseaba apasionadamente, ¡cuando aún no había pasado una hora después del parto!

Murat se levantó de pronto y salió de la habitación. Adora se reclinó sobre las almohadas. Todavía no tenía ganas de dormir. Estaba demasiado nerviosa para dormir. ¡Lo había conseguido! ¡Había dado a Murat su primer hijo! Y le daría otros, pues nadie vendría a usurparle su posición. Legalmente, era una esclava del sultán, pero esto no importaba. Ahora, su posición era firme. Y lo mejor era que él seguía deseándola.

El niño era precioso, con sus cabellos negros y sus ojos azules, aunque Adora estaba segura de que los ojos se volverían pronto negros como los de su padre. Y de pronto pensó en Alejandro y en su niño tan rubio. Rodaron lágrimas por sus mejillas. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que pensar en él después de tantos meses? Sólo podía presumir que la impresión de su muerte, seguida tan rápidamente de la traición de su hermana, había podido al fin más que ella. Siguió llorando hasta que agotó las lágrimas. Sabía que era mejor así.

Se relajó y se durmió al fin, segura en su posición con Murat, segura en su maternidad.

CAPÍTULO 19

Cuando el emperador Juan se enteró del nombre que le habían puesto a su sobrino, lo encontró gracioso, como había pronosticado Teadora. Se echó a reír. Pero a su esposa, Elena, no le pareció divertido.

– ¡Nos insulta deliberadamente, y tú te ríes! -increpó a su marido.

– Difícilmente puedes esperar que Bizancio te adore -observó secamente el emperador.

– ¡Ella nació aquí! ¡Es hija de una de las familias más antiguas de Bizancio! ¡Es mi hermana! ¡Estuvo casada con el déspota de Mesembria!

– A quien tú envenenaste, querida. Después vendiste como esclava a su reina, a tu propia hermana. La emperatriz pareció aterrorizada.

– ¿Cómo sabes esto? ¡No puedes probar una acusación tan terrible!

Juan Paleólogo rió de nuevo.

– No tengo que probarla, querida. Cuando el pobre Juliano Tzimisces se dio cuenta de a quién había matado su veneno, acudió a mí y lo confesó todo. Temía que pudieses tratar de matarme a mí también.

Elena tenía los ojos desorbitados de espanto.

– ¿Por qué no me dijiste nada? -preguntó-. ¿Por qué no me has castigado?

– ¿Y dejar que Tea supiese cómo murió Alejandro? ¿Dejar que supiese que su propia hermana había matado al hombre que ella amaba? No, Elena; ya le has hecho bastante daño Sin embargo, debes saber que, si algún día llega ella a descubrir todas las dimensiones de tu crueldad, yo te mataré. Te mataré yo mismo, y me gustará hacerlo. -Alargó una mano y le acarició el cuello delicadamente, sensualmente. Elena se estremeció-. Tea ha hecho las paces con Murat -siguió diciendo el emperador-. Es esposa del sultán y madre de su único hijo.

– No es esposa de Murat -gruñó Elena-. Es su esclava y su concubina. Ni siquiera la ha elevado a la categoría de kadin.

– Tampoco ha elevado a nadie más, querida. Sin embargo, ha reconocido públicamente al hijo de Tea como su hijo y heredero. Esta, querida, es la declaración pública más elocuente de su amor que puede hacer. Adora lo sabe y está contenta. Has perdido, Elena. Teadora ha ganado, sólo siendo ella misma. Pon fin a esta guerra contra tu hermana. Ya has hecho bastante. Trataste de asesinarlos, a ella y su hijo mayor, Halil, pero los piratas de Focea los retuvieron como rehenes. Cuando el sultán se enteró de tu actuación, el rescate me costó un dinero que no podía pagar. Peor aún, me costó nuestra amada hija, prestigio, territorio y vidas de soldados.

»Cuando Tea acudió a nosotros después de la muerte de Alejandro, mancillaste el honor de nuestra familia, traicionándola y vendiéndola como esclava. ¿Cuándo te detendrás? ¿Cuándo, Elena?

– ¡Nunca! ¿No lo comprendes, Juan? ¡Tea y sus hijos representan una terrible amenaza para nosotros! ¡Pueden incluso reclamar tu trono a través de ella!

El emperador rió de buena gana.

– No, Elena, no pueden. Por otra parte, Murat no recurriría a una estratagema tan tonta. Mi Imperio está en decadencia. Lo sé. Pero no caerá todavía; no, mientras yo viva. Haré todo lo que tenga que hacer para ver su continuación. En cuanto a nuestros hijos, sólo el tiempo dirá su fuerza como gobernantes.

»En nuestra vida juntos, Elena, te lo he perdonado todo. He hecho la vista gorda con tus muchos amantes. Pero, ahora, ¡te lo ordeno! Pon fin a tu venganza contra tu hermana. He enviado a nuestro nuevo sobrino una copa grande de oro, con dos asas e incrustada de diamantes y turquesas, su piedra natalicia. Tuve que cargar un impuesto especial a las iglesias de la ciudad, para poder pagarla. El crédito real es tan bajo que los orfebres se negaron hacer la copa si no les pagaba por adelantado.

– Es asqueroso -dijo Elena-. Al poco tiempo de morir el pobre sultán Orján, su desconsolada viuda se casa, tiene gemelos, enviuda por segunda vez, se convierte en la concubina del sultán y tiene un bastardo con él.

– Al menos Tea se limita a un hombre cada vez, mi amor -dijo suavemente Juan Paleólogo.

Elena abrió mucho los ojos azules, impresionada, y su marido prosiguió:

– ¿No te basta un joven semental cada vez, Elena? Jugar a ser una perra en celo con toda una jauría de jóvenes oficiales, incluso en el secreto de tus habitaciones, no es prudente. Los rumores se difunden más deprisa de seis bocas que de una, y tus actuaciones deben ser magníficas. Los elogios que has recibido son realmente maravillosos.

La emperatriz tragó saliva. Juan Paleólogo se regocijó con su visible turbación.

– ¿Por qué no te divorcias? -murmuró ella.

– Porque prefiero lo conocido, querida. Como mi padre, soy perezoso por naturaleza. Tú tienes todos los atributos de una buena emperatriz, querida. Me has dado hijos que sé que son míos. Eres hermosa. Y aunque me importunas constantemente, no te entrometes en mi gobierno. Yo no soy un hombre que se adapte fácilmente al cambio y, por esto, prefiero que sigas siendo mi esposa. Pero si das pie a cualquier otro escándalo, Elena, me desharé de ti. Comprendes esto, ¿verdad, querida?

Ella asintió lentamente con la cabeza, tan sorprendida como siempre que él se mostraba dominador. Sin embargo, quería tener la última palabra.

– Sé que tienes una amante -dijo.

– Claro que sí, Elena. Difícilmente puedes negarme una pequeña diversión. Es una mujer simpática y tranquila, cuya discreción aprecio en alto grado. Podrías aprender de ella, querida. Ahora recuerda lo que te he dicho. Abandona tu batalla contra Teadora. Murat la ama, tenlo presente, y su hijo recién nacido es la alegría de su vida.

Elena no dijo nada más, pero su mente estaba atareada. Teadora era como un maldito gato, que salía entero y con otra vida cada vez que ella le descargaba un golpe. La emperatriz de Bizancio valoraba mucho su posición y, durante años, sus sueños se habían visto turbados por una vocecilla infantil que le decía: «Si me caso con el infiel, veré que trae su ejército para capturar la ciudad. Entonces yo seré su emperatriz, no tú.»

Que la amenaza de Teadora había sido pronunciada en un momento de resentimiento infantil y olvidada hacía tiempo, era algo que no se le ocurrió pensar a la emperatriz. En su mente torturada, sólo veía que, mientras se ensanchaban las fronteras del Imperio del sultán, se estrechaban las del suyo. Tea era la amada del sultán. Por consiguiente, Elena, que nunca había sido particularmente inteligente, creía que, si podía destruir a Teadora, detendría el avance otomano.

En el breve tiempo que Murat llevaba como sultán, los turcos habían logrado el control efectivo de Tracia, sus fortalezas clave y la rica llanura que se extendía al pie de la cordillera de los Balcanes. Habían sembrado el terror en toda la Europa sudoriental, con una deliberada matanza de la guarnición de Corlú, cuyo jefe había sido públicamente decapitado. Después había caído Adrianópolis, que era ahora capital de los turcos.

Entonces, los ejércitos otomanos se movieron hacia el oeste. Rebasaron Constantinopla, pero enviaron emisarios al emperador. Una vez más, Juan Paleólogo se vio obligado a firmar un tratado que le obligaba a abstenerse de recobrar sus pérdidas en Tracia. No podía ayudar a sus amigos cristianos, los serbios y los búlgaros, en su resistencia contra los invasores turcos. Y debía apoyar militarmente a Murat contra sus rivales musulmanes en Asia Menor.