Y aunque su propia Iglesia le condenaba, sus ministros se lamentaban y su esposa le increpaba, Juan sabía que había comprado más tiempo para su ciudad. Comprendía que Murat podía tomar Constantinopla. Sometiéndose a las exigencias de su cuñado, salvó la ciudad. Los turcos se lanzaron a empresas más arduas, dando así a Juan la oportunidad de buscar en secreto ayuda en otra parte.

Pero no pareció que pudiese convencer a los gobernantes de la Europa occidental de que si caía Constantinopla ellos se encontrarían en grave peligro. La antigua y tonta rivalidad entre las Iglesias romana y griega contribuyó a la renuncia de la Europa occidental a ayudar a Bizancio. Entonces, los cristianos latinos empezaron a luchar también entre sí. Las grandes casas de banca italianas que lo habían financiado todo, desde el comercio con Oriente hasta las cruzadas religiosas, empezaron a derrumbarse. En Europa hubo recesión y crisis social. Los campesinos se rebelaron contra sus terratenientes, fuesen feudales o monásticos. Los trabajadores disputaron con sus patronos comerciales. La peste bubónica apareció en Oriente y se extendió por toda Europa. El descubrimiento del Nuevo Mundo hizo que la juventud del Viejo se volviese hacia el oeste, con lo cual dejó a Europa abierta al conquistador otomano.

Los ejércitos de Murat penetraron más profundamente en Europa, en Bulgaria, Macedonia y Serbia. Entonces, aparecieron de pronto en Hungría, un baluarte de la Iglesia romana. El papa Urbano V hizo varios desesperados intentos de unir a las diversas potencias cristianas bajo su bandera, llegando incluso a incluir a los griegos en su esfuerzo por defender la cristiandad. Una fuerza montada de serbios y húngaros cruzó imprudentemente el río Maritsa y se dirigió contra Adrianópolis. Fue aniquilada en un abrir y cerrar de ojos. Otros esfuerzos combinados se vieron entorpecidos por el conflicto entre las Iglesias griega y latina.

«Los osmanlíes son solamente enemigos -escribió Petrarca al Papa-, pero los cismáticos griegos son peores que enemigos.»

«Es mejor el sombrero de un sultán que el de un cardenal», fue la respuesta griega.

Murat se movía adelante y atrás entre los diversos frentes de batalla y su capital, Adrianópolis. Había proyectado cuidadosamente su expansión y tenía varios generales competentes que cumplían sus órdenes al pie de la letra; así, podía insistir en su objetivo de construir una fuerza de infantería cuidadosamente escogida y disciplinada, que sólo estaría al servicio del sultán. Reclutados entre sus jóvenes súbditos cristianos, habían de convertirse en el Cuerpo de Jenízaros, iniciado por su padre.

Murat desarrolló y aumentó ahora esta fuerza, que Orján había establecido como una guardia personal. Llegó a ser un pequeño ejército destinado a mantener la ley y el orden y a defender los territorios europeos recién conquistados. Sólo eran fieles a Murat.

En cada zona dominada por los otomanos, se ofrecía a lo no musulmanes la oportunidad de convertirse. Quienes lo ha cían gozaban de todos los privilegios de la ciudadanía turca, incluido el derecho de eximir a sus hijos del servicio militar, mediante el pago, por una sola vez, de un impuesto por cabeza. Los que se mantenían fieles a su fe original podían obtener la ciudadanía turca, pero sus hijos, entre los seis y los doce años, podían ser reclutados para el Cuerpo de Jenízaros. Dos veces al año, las autoridades otomanas seleccionaban muchachos cristianos entre los reclutas. Una vez elegidos, los muchachos eran apartados inmediatamente de sus familias y educados como musulmanes.

Escogidos por su inteligencia y su belleza física, eran severamente adiestrados y sometidos a una dura disciplina. Debían realizar los trabajos más duros. Su deber era servir solamente al sultán y depender personalmente de él, dedicar sus vidas al servicio militar. Como a los monjes, les estaba prohibido casarse y tener propiedades. En cambio, recibían una paga más sustanciosa que cualquier otra unidad militar en cualquier ejército.

El gran jeque religioso Haji Bektash dio a los jenízaros su bendición y les ofreció un estandarte. La media luna y la espada de doble hoja de Ormán estaban bordadas en él sobre seda escarlata. Prediciendo el futuro de los jenízaros, el viejo jeque dijo: «Vuestro rostro será brillante y resplandeciente, el brazo largo, la espada afilada, la flecha de aguda punta. Saldréis victoriosos en todas las batallas y sólo volveréis triunfantes.» Entonces ofreció a la nueva fuerza sus gorros de fieltro blanco, cada uno adornado de ellos con una cuchara de madera en vez de un pompón.

La cuchara, junto con una olla grande, simbolizaba el alto nivel de vida de los jenízaros, en comparación con otras unidades militares. Los títulos de los oficiales eran tomados de la cocina: Primer Hacedor de Sopa, Primer Cocinero, Primer Aguador. La enorme olla negra no se empleaba solamente para cocinar. En siglos ulteriores, la volvían boca abajo y la golpeaban cuando el Cuerpo estaba disgustado con el sultán. También se empleaba para medir la parte de los jenízaros en el botín.

En la Europa occidental provocó gran indignación que los turcos impusieron a sus súbditos cristianos lo que equivalía a un impuesto de sangre. Era inmoral arrancar a muchachos de sus familias, para obligarles a profesar otra religión y a servir a un jefe bárbaro.

Murat se reía de estas protestas. Sus adversarios cristianos eran a menudo mucho más crueles para con sus cautivos musulmanes o incluso cristianos. Su nuevo contingente era de menos de quinientos hombres en servicio activo y tal vez el mismo número de jóvenes aprendices. Tenía unidades más numerosas de mercenarios cristianos contratados, que ahora luchaban contra sus hermanos en los Balcanes. Sus ejércitos no se encontraban nunca sin numerosos cristianos que luchaban por él contra otros cristianos. El Cuerpo de Jenízaros crecía, pero, en definitiva, los campesinos cristianos preferían abrazar el Islam a perder a sus robustos hijos, a quienes necesitaban en las labores del campo.

Murat y su gente se enfrentaban ahora a un enorme desafío. Los otomanos eran un pueblo nómada, salido de los albores de los tiempos para vagar por las estepas del Asia central no musulmana. Al moverse hacia el oeste, habían asimilado otras culturas, habían sido incluso esclavizados y convertidos al Islam bajo el califato Abasida. En Bagdag habían sido adiestrados como soldados y administradores, situados muy por encima del corriente esclavo doméstico. De ahí que no temiesen ni se avergonzasen de la esclavitud, como les sucedía a los cristianos. El poder de los otomanos creció hasta que derribaron a sus dueños y los sustituyeron con una dinastía esclava propia. Pero seguían siendo nómadas. Y de nuevo avanzaron hacia el oeste, conquistándolo todo a su paso.

Sin embargo, ahora habían empezado a pensar en asentarse. Debían convertirse en gobernantes de hombres en vez de pastores de corderos. Otros grupos nómadas lo habían intentado y fracasado: los avaros, los hunos, los mongoles.

Estos cometieron el error de creer que si dejaban a los vencidos en su propia tierra, para que siguiesen siendo económicamente productivos, éstos colaborarían con los conquistadores. Pero los vencidos no colaboraron, sino que se convirtieron en parásitos improductivos. Resultado de ello fue la rápida decadencia y la caída de la mayoría de los imperios nómadas.

Los otomanos no iban a dejarse engañar por unos astutos campesinos. Habían perfeccionado ya la técnica de adiestrar perros guardianes humanos para vigilar a su obediente ganado humano y mantener a raya a los enemigos. Los jenízaros esclavizados fueron el principio. Luego nació un vasto servicio civil constituido por esclavos superiores sólo fieles al sultán. Los súbditos cristianos del sultán se encontraron con que sus vidas estaban administradas por hombres que eran casi todos cristianos. Los que no producían, de campesinos para arriba, eran rápidamente sustituidos. Y Murat pudo proseguir con sus conquistas militares y disfrutar de su creciente familia.

Aunque conservaba un harén y no era contrario a valerse de otras mujeres, tendía a permanecer relativamente monógamo. Se mantenía fiel a Adora. Ésta no le censuraba que tuviese otras mujeres, con tal de que su interés hacia el harén siguiese siendo tan suave.

Cinco meses después del nacimiento de Bajazet, la simiente de Murat arraigó de nuevo en el fértil suelo del útero de Adora. Y cuando su hijo sólo tenía un año y dos meses, se unieron a él dos hermanos gemelos: Osmán y Orján. El sultán no cabía en sí de júbilo. ¡Tenía tres hijos varones sanos! Seguramente, Alá le había bendecido.

Con esta triple seguridad, Adora buscó a Alí Yahya y le pidió que la librase de la preñez durante un tiempo. El jefe de la casa del sultán convino con la princesa que, para mantener el interés de Murat debía volver a ser más amante y menos madre. Como sus hijos eran vigorosos y estaban rebosantes de salud, no veía motivo para tener más descendencia hasta que lo desease.

Para divertir a su señor, Adora aprendió las danzas orientales sensuales que ejecutaba un grupo de bailarinas egipcias, que actuaba en la ciudad. Practicaba cada día con su maestra, Leila, una mujer de abultado pecho, anchas caderas y ojos almendrados y amarillos.

– Podríais ganaros la vida con esto, Alteza, y no tener uno, sino media docena de sultanes a vuestros pies -dijo Leila al cabo de pocas semanas.

Teadora se echó a reír.

– No deseo a ninguno, salvo a mi señor Murat, Leila. Bailaré sólo para él.

– Deberá sentirse honrado, Alteza, pues nunca vi a nadie que danzase con tanta gracia y tanta pasión. ¡Qué bien sentís la música! Bailad mañana para él como habéis bailado hoy, ¡y será vuestro esclavo! ¡Despertaréis su deseo como jamás lo despertó ninguna mujer! No puedo enseñaros más.

Teadora estaba satisfecha. Al día siguiente volvería Murat, después de estar dos meses en el frente de la batalla, y Adora había preparado su recibimiento con sumo cuidado. Cuando el sultán llegó al casi terminado Serrallo de la Isla, ella lo recibió cariñosamente, con sus tres hijos a su alrededor, como polluelos, aunque los gemelos apenas eran capaces de mantenerse en pie. Por si lo había olvidado, esto tenía que recordar a Murat la posición que ocupaba ella en su vida.

Después, las niñeras llevaron a los pequeños y Adora condujo a su señor a sus propias habitaciones y le ayudó a quitarse las prendas sucias por el viaje.

– Tu baño te espera, mi señor -dijo-. He preparado una velada que espero que te satisfaga. Tengo una sorpresa.

Y se marchó antes de que él pudiese responder. Murat se encontró en su baño, servido por seis jóvenes núbiles, las más exquisitas que jamás hubiese visto, todas completamente desnudas. Realizaron con calma la tarea de lavarlo y afeitarlo.

Lo enjugaron con suaves toallas y después le dieron masaje con aceites perfumados. Su lascivia natural empezó a manifestarse en un delicioso cosquilleo. Pero antes de que pudiese aprovecharse de los encantos que lo rodeaban, los hábiles dedos de la linda masajista le adormecieron.

Se despertó una hora más tarde, deliciosamente refrescado, y se encontró con una mujer mayor lujosamente vestida que le ofrecía una tacita de café dulce y caliente. Lo bebió de un trago. Se levantó y en seguida lo rodeó una nube de esclavas que le untaron el cuerpo con almizcle y lo envolvieron en una túnica de terciopelo azul oscuro, bordada en la orilla, los puños y el cuello con hilo de plata, turquesas y perlas. Se cerraba con unos broches en forma de ranas de plata sobre botones turquesa. Estaba forrada con tiras alternas de seda y pieles suaves. El efecto sobre su piel desnuda era sensual y delicioso. Las zapatillas eran de piel de oveja, teñidas de azul para que hiciesen juego con la túnica y forradas de lana. Le colgaron del cuello una cadena de oro con un medallón enjoyado. Luego le deslizaron varios anillos en los dedos: una perla grande, un zafiro y una turquesa.

La mujer mayor que le había ofrecido el café parecía supervisarlo todo y, cuando él estuvo vestido, dijo:

– Si mi señor quiere seguirme, la comida y la diversión le están esperando.

– ¿Dónde está la dama Teadora?

– Se reunirá con vos, mi amo. Mientras tanto, os pide que comáis y os divirtáis, mi señor.

La mujer lo dejó en el salón, donde habían instalado una mesa baja. Se sentó sobre unos almohadones de brillantes colores e inmediatamente acudieron dos hermosas muchachas. Una de ellas pinchó ostras crudas y se las metió en la boca. La otra le enjugó cuidadosamente las comisuras de los labios con una servilleta de hilo, para detener los jugos antes de que fluyesen.

Jamás había sido servido un otomano de una manera tan espléndida. Eran costumbres bizantinas, y Murat pensó que le gustaban muchísimo. Las jóvenes que le servían estaban desnudas de cintura para arriba y los pantalones de seda de color de rosa eran tan transparentes que nada dejaban a la imaginación. Ambas eran rubias y tenían los ojos azules. Los cabellos habían sido peinados en trenzas únicas, y llevaban unas finas cadenas de oro sobre la cabeza. Una perla como una lágrima pendía en el centro de la frente de cada una.