– ¿Estáis segura -preguntó Mará, con voz temblorosa-de qué Murat nos recibirá bien en Adrianópolis?

– ¡Desde luego! -respondió vivamente Elena. Dios mío, aquella mujer la volvía loca-. ¿Cuántas veces he de decirte que estará encantado de tener a Cuntuz a su lado? Sus otros hijos son muy pequeños. Murat, como guerrero, está en constante peligro de que lo maten. ¿Crees que si esto ocurriese los otomanos recibirían de buen grado los llorones hijos de mi hermana como herederos de Murat? Preferirían con mucho a Cuntuz, que ya es casi un hombre adulto. Entonces tu hijo podría asegurar su propia sucesión a la manera otomana, estrangulando a sus hermanastros. Y tú, querida Mará, serás una mujer muy poderosa cuando tu hijo suceda a su padre en el trono.

Mará se humedeció nerviosamente los labios.

– El sultán Murat no ha visto nunca a mi hijo. Cuando le dije que estaba preñada me dio dinero, pero nunca volví a verlo. Ni siquiera reconoció al muchacho.

– Tampoco lo ha negado -adujo Elena-. Tranquilízate, mi querida Mará. Todo irá bien. Y si, Dios no lo quiera, Murat te despidiese, siempre habrá un sitio para ti entre mis damas. Tienes mi protección.

Fue una promesa fácil de hacer, pues Elena no creía que el sultán los despidiese. Y si lo hacía, sería con una renta. Y Teadora habría sufrido un daño. ¡Su hermana no se sentiría entonces tan satisfecha!

La emperatriz se levantó y sonrió a la gorda mujer.

– Ahora me despediré de ti, amiga mía, pues tendrás que partir temprano por la mañana. Príncipe Cuntuz, si quieres visitarme dentro de una hora, te daré las últimas instrucciones sobre cómo has de comportarte en la corte otomana.

Y Elena salió de la habitación.

Cuando se hubo marchado, Mará se volvió a su hijo. ^ -Desde luego, lo que quiere esa zorra es un revolcón contigo.

Él sonrió.

– Le haré pasar un rato que tardará en olvidar, querida madre. Se arrastrará pidiendo misericordia cuando haya acabado con ella. Asegúrate de ser igualmente amable con mi amigo Andrónico. Jura que eres la mejor pieza que ha tenido jamás, Jyle dice que haces con la boca cosas maravillosas que pueden enloquecer a un hombre.

– Una alabanza insignificante proviniendo de un chico de quince años -replicó agriamente Mará-. No quemes todos tus puentes con la emperatriz, Cuntuz. A pesar de lo que ella dice, es posible que tengamos que volver aquí. En realidad, no creo que el sultán nos reciba de buen grado. Pero lo intentaré por ti, pues te lo debo.

– ¿Soy realmente hijo suyo?

– Creo que sí. Cuando un hombre me trataba como él, no me iba con otro. Incluso llegué a imaginar que estaba enamorada de Murat. Ay, Cuntuz, hubieses debido verme entonces. Era una chiquilla de bellos pechos y piel como la mejor seda blanca de Bursa. ¡Un hombre podía rodearme la cintura con las manos!

Él la miró con incredulidad. No podía imaginarse que esta montaña de carne hubiese sido delgada y deseable. Pero en aquel tiempo debía de tener algo más que un sexo bien dispuesto para atraer a su padre, aunque fuese por tan poco tiempo. En todo caso, le disgustaba menos que cuando habían unido por primera vez sus fuerzas. Pensaba realmente que ella había tratado, como estaba haciendo ahora, de escoger lo mejor para él. Dio unas torpes palmadas en la enjoyada mano.

– Será mejor que salgamos ahora, madre, o llegaremos tarde a nuestras citas.

Una semana después, el sultán Murat se encontró delante de un hijo casi adulto y de la madre de este hijo. Ni siquiera recordaba su existencia. La campesina que había tenido para su placer en la península de Gallípoli había carecido de importancia para él. Le había atraído con sus ojos dorados y sus grandes senos. Conocía a otros hombres y a él le tenía sin cuidado que le fuese infiel. Sencillamente, la tenía a su disposición cuando lo deseaba. Esto había bastado, pues estaba desesperado por la terrible pérdida de Adora en brazos de su padre. Cuando Mará le anunció su maternidad inminente, no lo discutió, sino que le dio dinero para librarse de ella y buscó una compañía menos comprometedora. Ni siquiera se había enterado del sexo de la criatura, ni de si vivía o había muerto. Le importaba demasiado poco para averiguarlo.

Desde el principio, el hombre y el muchacho no se cayeron bien. Murat miró a Cuntuz. El chico era blando, inculto. Su boca mostraba ya señales de disipación. Los ojos eran crueles y huidizos. Cuntuz miró a su «padre» y vio a un hombre duro y triunfante cuyas hazañas jamás podría igualar. Odió a Murat por esto.

El sultán no quiso confirmar ni negar su paternidad. Tampoco nombró a Cuntuz su heredero legal. Esta posición correspondía al príncipe Bajazet, de cuatro años, seguido de sus hermanos gemelos. Para fortalecer su decisión, Murat llamó a los ulemas, los legisladores musulmanes, para que comentasen su juicio y lo confirmasen o rechazasen. Aceptaría su decisión. Después de una larga y cuidadosa consideración, los ulemas estuvieron de acuerdo con el sultán. No deseaban sembrar dudas sobre el nacimiento de un niño inocente, pero la reputación de Mará era muy dudosa. Nadie, ni siquiera su madre, podía estar absolutamente segura de la paternidad de Cuntuz. Y en lo concerniente a la estirpe de Osmán, no podía existir la menor duda. El príncipe Bajazet fue confirmado como heredero de su padre.

El sultán convino en conceder una pensión a Mará; pero ésta debía volver a Constantinopla. No había sitio para ella en Adrianópolis. Murat rió para sus adentros. Adora y su harén estaban sólidamente unidos por primera vez desde que él era sultán. Adora sabía muy bien quién había enviado a Mará y Cuntuz ante Murat. Y le indignó que su propia hermana tratase de sustituir al hermoso e inteligente pequeño Bajazet por aquel muchacho horrible que la había desnudado con la mirada en las dos ocasiones en que se habían visto. Adora se negaba a creer que Murat hubiese engendrado un hijo semejante.

Las otras mujeres del harén no querían, simplemente, más competencia. Adora era suficiente.

Cuntuz permanecería en Adrianópolis. Siempre existía la posibilidad de que fuese hijo de Murat, y éste creía que debía algo al muchacho si esto era verdad. Cuntuz recibiría educación académica y militar. Si tenía talento, tal vez podría ser útil al Imperio.

Cuntuz no quería quedarse. Deseaba volver a Constantinopla y reemprender su vida de borracheras y mujeres, con su amigo el príncipe Andrónico. Pero su madre lo desengañó rápidamente.

– Con el dinero que me dará tu padre podré inaugurar mi propia casa de placer -dijo Mará a su hijo-. Sé lo que gusta a los hombres y a las mujeres de Bizancio, y satisfaré sus gustos. Ya no hay sitio para ti en mi vida. Quédate con el sultán y tu fortuna está hecha. Si no te conviene mi plan, puedes volver con tus abuelos. No creo que esto te divierta.

– Puedo quedarme con Andrónico -replicó el muchacho-. Es mi amigo.

– ¡No seas tonto! -replicó su madre-. ¿Crees que la emperatriz permitirá que continúe esta relación, si no le eres de utilidad? Si has venido aquí, ha sido por ella. O te quedas o vuelves con tus abuelos.

En realidad, no podía elegir. Cuntuz se quedó. De mal grado, pues el sultán había dado órdenes de que lo trataran como a cualquier otro muchacho en la escuela del palacio. Así, lo azotaban por sus errores, que menudeaban. Y así concibió, el ya malévolo muchacho, un odio brutal contra el sultán Murat y los hijos reconocidos de éste.

Cuntuz tenía que esperar la hora propicia. Pero era joven y, en definitiva, llevaría a cabo su venganza.

CAPÍTULO 21

El zar de los búlgaros había muerto a una edad muy avanzada, y había dejado a sus tres hijos mayores peleando entre ellos por su reino. El príncipe Lazar dominaba en el norte. El príncipe Vukashin en el sur. Entre los dos encontrábase su hermano mayor, Iván, quien consideraba que todo le pertenecía a él.

Al otro lado de los Balcanes, el sultán esperaba a ver cuál de ellos le pediría ayuda. Cuando lo hicieron todos, calculó cuidadosamente las posiciones de cada cual y decidió que, cuando llegase el momento de elegir, se inclinaría por el mayor, el príncipe Iván, Vukashin era un mal general. Murat lo derrotó y anexionó rápidamente la parte sur del reino del difunto zar.

El príncipe Lazar se encontraba ahora bajo el asedio de un ejército de cruzados húngaros que, con la bendición del papa, trataban de apoderarse de su reino. Doscientos mil búlgaros fueron convertidos a la fuerza por los franciscanos del rito ortodoxo al latino. El sultán atacó y fue bien recibido por los perseguidos búlgaros, como el salvador que restablecería su libertad de culto. Y así lo hizo…, bajo sus condiciones acostumbradas. Los búlgaros estaban demasiado contentos de librarse de los secuaces de la Iglesia latina para preocuparse de que sus hijos pudiesen ser reclutados como jenízaros.

El zar Iván se encontró libre de rivales, pero enfrentado a un formidable adversario. Continuaría reinando, aunque bajo


las condiciones del sultán Murat. Siguiendo el ejemplo de los emperadores de Bizancio, Iván se convirtió en vasallo del otomano. Su hija, Tamar, ingresó en el harén del sultán.

Sabedor de que Murat amaba a Adora, Iván imitó a los bizantinos. La dote de Tamar sería pagada en oro, pero sólo cuando la unión diese fruto. Siempre cabía la posibilidad de que su hija suplantase a Teadora. Pero, si no ocurría así, tendría al menos un hijo para consolarla.

Teadora se enfureció cuando se enteró de que Murat había aceptado las condiciones del zar búlgaro, pero trató de disimular su cólera. La muchacha podía convertirse en una seria rival. No era una doncella corriente de harén, sino una princesa, como ella misma.

Adora se miró al espejo de cristal veneciano que le había regalado Murat al nacer los gemelos. Sus cabellos eran todavía oscuros y brillantes, con reflejos dorados rojizos; sus ojos conservaban el bello color amatista purpúreo, y su piel era blanca y tersa. Pero suspiró, había cumplido veintinueve años y la princesa Tamar tenía solamente quince. ¡Dios mío! ¡Su rival era de la misma edad que su hijo Halil!

Sólo podía esperar que la muchacha fuese mal parecida. De lo contrario, ¿cómo podría ella competir con la juventud? Adora tenía sus dudas. Murat, que estaba en la mitad de los cuarenta, se acercaba a una edad peligrosa. ¿Seguiría amándola después de las noches que pasara en la cama de la joven? Sintió que rodaban lágrimas por sus mejillas.

Entonces llegó Murat, vio las lágrimas y presumió el motivo.

– No, paloma -dijo, haciendo que se volviese para acunarla en sus brazos. Ella protestó débilmente, tratando de volver la mojada cara-. Adora -y el sonido de aquella voz grave y acariciadora le produjo un escalofrío-, es un convenio político. El zar Iván espera mantenerme a raya, valiéndose de su hija. Difícilmente podía rechazar el ofrecimiento.

– ¿Por qué? -murmuró ella, llorosa-. Tienes un harén lleno de mujeres. ¿Necesitabas realmente otra?

El se echó a reír.

– ¡Habría sido una descortesía por mi parte rechazar a la hija del zar!

– ¿Es hermosa?

– Sí -respondió sinceramente él-. Es muy joven y muy bonita. Pero no es de mi gusto, no es mi amor. Tú eres mi único amor, Adora.

»Sin embargo, cumpliré mi palabra. Llevaré esta doncella a mi cama y la tendré allí hasta que se hinche con mi simiente. Entonces cobraré la dote. Necesitamos todo el oro que podamos reunir, Adora. Construir un imperio resulta caro.

»Y tendrás que ayudarme, paloma. No te enemistes con Tamar. No es necesario que seas su amiga, si no lo deseas; pero mantente en una posición desde la que puedas vigilarla, pues no me fío del zar. Creo que envía a su hija para espiarme.

»Para que no surjan dudas sobre tu posición en mi vida y en mi casa, he preparado un decreto que se publicará el día en que acepte a Tamar en mi casa. Te eleva a la categoría de baskadin. Ya he nombrado herederos míos a tus hijos.

Ella le echó los brazos al cuello y lo besó apasionadamente.

– ¡Gracias, mi señor! ¡Oh, gracias! ¡Te amo tanto, Murat!

Él le dirigió una sonrisa infantil.

– Yo también te amo, paloma.

Y era verdad. La había esclavizado, pero ella no se había humillado. Como una flor después de una tormenta, siempre se erguía para brillar de nuevo. Era su magnífica y orgullosa princesa, y no quería más compañera que ella.

Sin embargo, era otomano y llevaría a Tamar de Bulgaria a su cama. Aunque volvería a Adora, Tamar sería una deliciosa diversión. Recordó el día en que la había visto por primera vez. Había entrado en Veliko Turnovo, la capital de Iván, al frente de un gran ejército. El mensaje para los búlgaros fue claro.

Durante aquella visita, Iván ofreció su hija a Murat. Los dos estaban sentados en un pequeño salón del castillo del zar. La habitación estaba iluminada con velas de cera pura que proyectaban una suave y agradable luz dorada. Entró una muchacha, seguida de una vieja. Al principio, Murat no le vio la cara, pues la niña mantenía modestamente inclinada la cabeza. Las dos permanecieron de pie en silencio ante los hombres, y el zar hizo una señal con la cabeza. La vieja desprendió la capa de terciopelo que cubría a la muchacha. Tamar se quedó desnuda ante su padre y su presunto señor.