– Es perfecta -espetó rudamente el zar.
Murat abrió los ojos sólo lo suficiente para mostrar su interés, pero no dijo nada. Le sorprendía que el zar encomiase de aquella manera los encantos de su hija. Evidentemente, Iván ansiaba colocarla en la casa de Murat.
– Niña, levanta la cabeza y deja que el sultán te vea la cara -ordenó Iván.
Tamar obedeció y Murat quedó agradablemente impresionado. La cara de la muchacha era ovalada y blanca, sonrosada en las mejillas. Los ojos protegidos por espesas pestañas de color de oro viejo, bajo unas cejas delicadamente arqueadas y de un castaño dorado, eran grandes y también de color castaño. Pero carecían de expresión. Era como si la niña se hubiese desentendido de todo lo que le sucedía. La nariz era pequeña y recta. La barbilla tenía un delicado hoyuelo. La boca roja era grande y bien formada.
Mantenía alta la cabeza, y él resiguió con la mirada el cuello de cisne hasta los pequeños y redondos pechos, con sus pezones rosados, duros y encogidos bajo el frío de la habitación, como capullos cerrados. El ombligo era redondeado; la cintura, fina; las caderas, anchas, las piernas, esbeltas y bien formadas, con pies pequeños y arqueados. Sin que nadie se lo dijese, la niña giró ahora lentamente hasta darles la espalda. Ésta era larga, bella y suave, y terminaba en un pequeño y rollizo trasero, con hoyuelos.
La vieja arpía que cuidaba de la doncella le soltó los cabellos, que resbalaron sobre la espalda hasta el suelo. Murat se quedó realmente impresionado. Los cabellos de Tamar tenían el color del sol de abril y el sultán no había visto nunca nada parecido. Eran espesos y brillantes y caían en suaves ondas. Incapaz de contenerse, Murat se levantó y se acercó a la niña. Alargó una mano y acarició la lustrosa mata. Al tomarlos entre los dedos, sintió la increíble textura de los cabellos. Eran suaves como la flor del cardo, pero no demasiado finos. ¡Maldición! ¡El zar era un viejo zorro! Desde luego, él no amaría nunca a aquella joven, pero ahora ansiaba adueñarse de ella y de aquellos fabulosos cabellos.
– ¿Es virgen? -preguntó, sin pensarlo. El zar sonrió y asintió con un gesto. Irritado por el aire de superioridad de Iván, Murat dijo brutalmente:
– Tendré que comprobarlo. Antes de que me acueste con la muchacha, mi médico árabe dictaminará sobre la cuestión. Y estad seguro de que también yo puedo distinguir a una verdadera virgen. No me dejo engañar por el llanto y por las demostraciones falsas de dolor. Por consiguiente, Iván, debéis ser sincero conmigo. Si vos o vuestra hija me engañáis, la entregaré a mis soldados cuando haya terminado con ella.
La niña palideció, jadeó y se tambaleó. Sosteniéndola antes de que cayese al suelo, Murat fue incapaz de resistir la tentación de acariciar un pequeño seno. Tamar se estremeció primero y, después, enrojeció confusa. Esto dijo a Murat lo que quería saber. Aunque haría que el médico lo comprobase, estaba seguro de que la niña era virgen.
Ahora había llegado el día de que Tamar entrase en el harén del sultán Murat. Como venía en calidad de concubina y no de esposa, su recibimiento fue sencillo. Cuando se apeó de su litera, no la saludó el sultán, como había esperado, sino una joven hermosa y ricamente ataviada.
– Bienvenida al serrallo de la isla, Tamar de los búlgaros. Yo soy Teadora de Bizancio, la baskadin del sultán.
– Yo esperaba que me recibiese el sultán -replicó groseramente Tamar.
– Y lo habría hecho si fuese un príncipe cristiano o si vinieseis como su esposa. Pero, ¡ay!, los sultanes musulmanes tienen costumbres diferentes, y nosotras, las pobres princesas cristianas que somos enviadas a un concubinato político tenemos que aprender a soportarlas. -Rió y le rodeó la cintura con un brazo-. Venid, querida. Apuesto a que estáis cansada, hambrienta y tal vez incluso un poco asustada. Tendréis una bella y espaciosa residencia propia en el harén. Pero primero necesitáis un baño para quitaros el polvo del viaje, una buena comida caliente y una noche de descanso. Tamar se desprendió del amistoso brazo.
– ¿Dónele está el señor Murat? ¿Cuándo lo veré? ¡Exijo que me lo digáis!
Teadora asió firmemente a la muchacha de la mano y tiró de ella hacia la intimidad de su propio salón en el Patio de los Enamorados. Allí le soltó la mano, se enfrentó a la niña y dijo enérgicamente:
– Creo que es hora de que os enfrentéis a la realidad de vuestra situación, querida. No sois esposa del sultán. Seréis una de sus muchas concubinas. El sultán Murat no tiene esposa, y nunca se casará. Tiene un harén para satisfacer sus caprichos. Y tiene una kadin. Una kadin, Tamar, es una doncella que le ha dado hijos y a quien el sultán desea honrar.
»Yo soy la kadin de mi señor. Su única kadin. Mis hijos, Bajazet, Osmán y Orján, son los herederos de Murat. Quisiera que fuésemos amigas, pues la felicidad de mi señor es mi primer deber. Pero sabed, Tamar, que en el harén sólo la palabra del sultán vale más que la mía.
»Veréis a nuestro señor Murat cuando él lo desee, no antes. No debéis exigir nada, solamente el sultán puede exigir. Mi señor creyó que estaríais agotada y ordenó que descansarais esta noche.
Cuando la muchacha frunció el ceño, con visible irritación,
Teadora perdió la paciencia.
– Me han dicho que sois virgen, pero nunca había visto una virgen que ansiase tanto la cama de su señor -espetó agriamente.
La joven se ruborizó.
– No estoy ansiosa -murmuró-. No esperaba este recibimiento. ¿Es siempre igual aquí?
– ¿Qué os dijeron acerca del harén?
Tamar enrojeció de nuevo.
– Me dijeron que, pasara lo que pasase, debía recordar que era por mi país. Que los campesinos me venerarían como a una santa.
Adora reprimió la risa para no ofender a la muchacha.
– Estoy segura de que también harían veladas referencias a orgías y a un libertinaje desenfrenado. Temo que vamos a desilusionaros, Tamar. El sultán es un hombre cabal. El noble cristiano tiene una esposa legítima, una amante de la que hace gala y varias amigas secretas, y ejerce el derecho de pernada con todas las vírgenes que se ponen a su alcance. El sultán es mucho más honrado. Tiene un harén de mujeres. Las madres de sus hijos son reverenciadas, pues los musulmanes veneran la maternidad. Las jóvenes que no gozan de su favor son entregadas como esposas a aquellos a quienes el sultán quiere premiar. Las mujeres más viejas reciben una pensión. ¿Existe tanta honradez en el mundo cristiano?
– ¿Sois musulmana, mi señora? -preguntó, temerosa, la muchacha.
– No, Tamar; soy miembro fiel de la Iglesia oriental, lo mismo que vos. El padre Lucas dice misa todos los días en mi capilla particular. Os ofrezco de buen grado que os unáis a mí en mis devociones. Sin embargo, propongo de momento que volvamos a nuestro plan: un baño, una comida y una buena noche de descanso.
Adora acompañó a la aturdida muchacha al harén, que estaba situado en el Patio de las Fuentes Enjoyadas. Tamar intentó mostrarse altiva, pero la vista de un salón lleno de hermosas mujeres resultaba tan fascinadora como inquietante. Su padre le había dicho que se ganase el afecto del sultán, de modo que éste pudiese confiar en ella. Después debía pasar a su padre toda la información que pudiese obtener. ¿Cómo podía ganarse la confianza del sultán, pensó con tristeza, cuando incluso le costaría trabajo llamarle la atención?
No solamente esto, sino que la información que le había dado su padre con respecto a la princesa Teadora era evidentemente incorrecta. El zar Iván había asegurado a su hija que la princesa bizantina era solamente una de las mujeres del harén. No tenía autoridad ni representaba un papel especial en la vida del sultán. Además, era una mujer mayor, prácticamente una vieja. ¿No había sido esposa del sultán Orján? Tamar estaba ya componiendo en su mente una carta en duros términos a su padre. Lanzando una última mirada alrededor del salón, se dio cuenta de que nada podía ofrecer a Murat que no tuviesen las otras mujeres, salvo, posiblemente, sus adorables cabellos.
Adora instaló a la muchacha lo más cómodamente posible y, después, la dejó al cuidado de sus esclavas. Comprendía la tentación de Murat. La doncella era sin duda encantadora; lo suficiente para retenerlo si tenía un poco de sentido común. Su anterior manifestación de genio preocupaba a Adora. No estaba segura de si se debía a fortaleza del carácter o a mera obstinación. Esperó que fuese esto último.
En el salón principal del harén, las otras mujeres formaron grupitos y hablaron. La nueva princesa era encantadora y tan diferente de la princesa Teadora como lo era la aurora del crepúsculo vespertino. ¿Suplantaría a la favorita? ¿Debían hacerse ahora amigas de Tamar para poder gozar de sus favores cuando sustituyese a Teadora?
Una linda joven italiana que era en ocasiones favorita de Murat se burló de las demás.
– Sois un hatajo de tontas al pensar que preferirá esta nueva jovencita a la dama Teadora. La mayoría de vosotras no habéis estado siquiera en la cama del sultán. Yo sí, y puedo deciros que nadie sustituirá jamás a la princesa Teadora en el corazón de nuestro señor Murat. Es como un gran león, que goza con la compañía de muchas leonas jóvenes, pero en realidad está emparejado con una sola.
– Pero debe hacer un hijo a Tamar o no cobrará su dote -objetó otra joven-. Y cuando un hombre tiene un hijo con una mujer, siempre se muestra más atento con ella.
– Atento, tal vez. Pero enamorado, no -replicó la italiana-. El bebé será para que se divierta la princesa Tamar. Y pidamos a Alá que conciba una niña, pues el príncipe Bajazet y sus hermanos son herederos de nuestro señor Murat. Elegid un bando, si sois tan tontas. Pero si lo hacéis, estad seguras de acertar. Al menos con nuestra princesa Adora, tenemos un factor previsible.
Las mujeres del harén guardaron un extraño silencio. No volvieron a ver a Tamar hasta el día siguiente, cuando todo el harén, precedido de Teadora, participó en el baño ritual. Tamar se acostaría esta noche con el sultán. La visión de la búlgara desnuda hizo que la joven belleza perdiese la mayor parte de sus partidarias. Las jóvenes hermosas del harén se pasaban los días tratando de atraer al sultán, y aquí venía una princesa que no tendría una posición más elevada que la de ellas y, sin embargo, era llevada a toda prisa a la cama del sultán. De no haber sido por la amabilidad de Adora, se habrían vuelto contra su nueva rival y la habrían hecho pedazos.
Pero Adora podía permitirse ser generosa. Estaba de nuevo embarazada. Cuando se había enterado de que Murat pretendía incorporar a la búlgara en su harén, había decidido olvidar sus anteriores precauciones. Como sabía que Murat continuaría acostándose con Tamar hasta dejarla preñada, Adora pensaba dar a conocer muy pronto su propia condición. A pesar de todo, sintió una punzada de celos mientras acompañaba a la niña a las habitaciones de Murat en el Patio del Sol.
Tamar estaba tan asustada que, prácticamente, hubo que empujarla al interior de la habitación. Alí Yahya apareció de las sombras, le quitó la sencilla túnica de seda blanca y se marchó. Delante de la joven se alzaba una cama grande, con doseles de terciopelo. Tamar avanzó, dando traspiés. Recordando lo que le habían dicho por la tarde, besó la orilla bordada de la concha y, después, se encaramó por los pies de la cama y yació junto al sultán.
El la observó, divertido, con los ojos entornados. Tenía un trasero deliciosamente provocativo. Él estaba sentado con las piernas cruzadas y con la parte inferior cubierta por la colcha. Como su pecho estaba desnudo, ella sospechó que también lo estaba el resto.
– Buenas noches, pequeña. ¿Has descansado bien de tu viaje? -preguntó amablemente él. -Sí, mi señor.
– Y Adora, ¿te ha recibido y acomodado bien?
– ¿Adora?
– Mi kadin Teadora -explicó él-. Siempre la he llamado Adora.
– Ah, sí -dijo Tamar.
Sintió una punzada de resentimiento. También se sentía muy cohibida en su desnudez. Se ruborizó y el sultán rió en voz baja.
Entonces él le desprendió los alfileres de los cabellos, que la cubrieron por entero.
– Exquisita -murmuró-. Absolutamente exquisita. -Levantó la colcha y la invitó-: Métete debajo y caliéntate.
Al deslizarse debajo de la rica tela, vio que, en efecto, Murat estaba desnudo. Yació quieta y rígida, lo más lejos de él que se atrevió. Él alargó un brazo y la acercó más. Estaba demasiado asustada para protestar.
– ¿Sabes lo que voy a hacerte? -le preguntó el sultán.
– Sí. Vais a follarme, porque es así como se hacen los niños -respondió ella.
– ¿Sabes lo que significa esto, Tamar? -Estaba firmemente convencido de que no lo sabía. Aquellas niñas cristianas estaban siempre mal preparadas para un hombre-. ¿Has visto alguna vez emparejarse a los animales?
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