– No, mi señor. Me criaron en un castillo, no en un corral. Aquellas groserías no estaban hechas para mis ojos. Las esposas de mis hermanos me dijeron que, aunque sólo fuese vuestra amante, tenía que someterme en todo a vos como si fueseis mi marido. Me dijeron que lo que hacían los hombres y las mujeres se llamaba «follar», pero ignoro qué querían decir y no quisieron explicármelo. Dijeron que mi marido me lo explicaría todo.

El suspiró.

– ¿Has oído hablar de la raíz del hombre?

– Sí.

– Bien. -Le tomó la mano y la introdujo entre sus piernas-. Tócala, encanto -le ordenó-. Suavemente. Esto es la raíz del hombre. De momento, está blanda y tranquila, pero crecerá al aumentar mi deseo. A través de ella fluye mi simiente.

Ella le tocó, vacilante. De momento, no hizo más, pero después, al hacerse su tacto más seguro, lo acarició resueltamente. El cálido contacto empezó a excitar el hombre y, al agrandarse y endurecerse el miembro ella lanzó una exclamación de sorpresa y se echó atrás.

Él se rió, complacido.

– No temas, virgencita, pues todavía no ha llegado el momento de que nos juntemos. La lección segunda consiste en saber dónde va la raíz a sembrar su simiente.

Deslizó la mano y tocó la zona suave y sensible entre las piernas de ella. Tamar lanzó otra exclamación y trató de apartarse. Pero el sultán la sujetó firmemente con un brazo, mientras exploraba con la otra mano sus partes más íntimas.

– Aquí es donde te penetraré -explicó suavemente y retiró la mano-. Es demasiado pronto. Primero tienes que besarme, Tamar, y después exploraré tu adorable cuerpo.

Hizo que se volviese de manera que quedase debajo de él, inclinándose, encontró la generosa boca. Desde el primer momento comprendió que no la habían besado nunca. Le recordó los labios de Adora, cuando se habían besado, hacía tanto tiempo, en el huerto de Santa Catalina. Apretó más fuerte la boca contra la niña que tenía debajo, para obligarla a abrir los labios e introducir la lengua. Para su sorpresa, la de ella se entrelazó hábilmente con la suya, con creciente ardor.

Sus manos encontraron los pequeños senos y los apretaron, disfrutando con el tacto. Después inclinó la cabeza para cubrir de besos los pequeños globos. Chupó larga y amorosamente los pezones, y Támara gimió, con una impresión de creciente placer.

¡Por Alá, qué dulce era la carne de aquella princesa virgen! Sus manos se deslizaron sobre el cuerpo sedoso y tembloroso. Así hubiese debido ser con Adora, pensó. Murat dejó que sus labios recorriesen el suave torso, sintiendo las pulsaciones debajo de la boca anhelante. Ella se retorcía y estremecía con pasión.

Murat se irguió y encontró de nuevo la boca de la joven, depositando suaves besos en las comisuras, complacido cuando ella le asió la cabeza con ambas manos y le obligó a besarla otra vez. Tamar suspiró, murmurando su nombre cuando él le mordisqueó una orejita.

– Tamar, mi pequeña virgen, no te tomaré hasta que estés dispuesta. Pero debes decirme cuándo -murmuró a sus dorados cabellos.

– ¡Oh, ahora, mi señor! ¡Ahora!

Complacido por su afán, él le separó los muslos con la rodilla y, guiando el miembro con una mano, la penetró. Tamar se puso tensa debajo de él. Aquella presión entre las piernas la estaba volviendo loca. No tenía idea de lo que buscaba, pero sabía que estaba relacionado con el hombre que era ahora su dueño y señor.

Podía sentir la penetración, algo que la llenaba. Entonces, algo le cerró el paso a él. Gimió, contrariada:

– ¡No es bastante! ¡No es bastante!

Murat se echó a reír, en el calor de su lascivia.

– Ya tendrás más, ansiosa. Primero sentirás dolor, Tamar; después, un dulce placer. Y nunca volverás a sentir dolor.

– ¡Oh, sí! -gimió ella, apretándose contra él.

Murat se movió lentamente dentro de ella, llevándola a un extremo febril. Entonces, de pronto, Tamar sintió un dolor candente, insoportable, que se extendió por todo el vientre. Asustada, gritó y trató de desprenderse de él, pero Murat la sostuvo con firmeza, ahondando en su interior. Entonces el dolor empezó a remitir y sólo quedó el placer. Era lo que él le había prometido. Olvidado su miedo, se movió con él hasta alcanzar el clímax perfecto. Contento de que ella hubiese quedado satisfecha en su primer encuentro sexual, buscó Murat la satisfacción de su propio placer.

Tamar estaba todavía flotando entusiasmada, mientras el sultán buscaba su propia perfección. Las hermanas no le habían dicho nunca lo delicioso que era en realidad hacer el amor. Habían tratado de asustarla, ¡las muy zorras! Tamar abrazó cariñosamente al hombre, frotándole la espalda con la punta de los dedos, con inocente habilidad, y levantando las caderas para acoplarse a sus movimientos. ¡Cielos! ¡Qué dulce era! ¡Qué dulce!

Entonces, de pronto, se sintió inundada por una cálida humedad. El hombre que estaba encima de ella se derrumbó, gimiendo:

– ¡Adora! ¡Mi dulce Adora!

Tamar se pudo rígida. No podía haber oído aquello. ¡No lo había oído! Pero, una vez más, Murat murmuró contra los cabellos de Tamar:

– ¡Adora, amor mío!

Y rodó de costado y se sumió en un profundo sueño.

Tamar yació en el lecho, rígida de cólera. Ya era bastante malo haber entrado por la fuerza en un harén, para encontrarse con que éste estaba gobernado por una mujer de una hermosura exquisita y que, evidentemente, se había adueñado del corazón del sultán. Aquí ahogó un sollozo. ¡Ni siquiera había podido librarse de aquella mujer en el momento más íntimo! ¡Era imperdonable! Él era un bruto sin sentimientos, y en cuanto a Teadora…, la peor venganza que Tamar pudiese imaginar no sería suficiente.

¡Adora! Tamar sintió un regusto amargo en el fondo de la garganta. ¡Adora! Era tan hermosa, tan serena, y estaba tan segura del amor de Murat… No quedaba nada para nadie más. La bizantina se había apoderado exclusivamente del sultán. Y a Tamar le dolía el corazón, porque también ella quería ser amada.

El sultán continuaría acostándose con ella hasta que su simiente fructificase en su matriz. Entonces volvería a su amada Adora, que, por lo visto, nunca se alejaba de su pensamiento, ni siquiera cuando hacía el amor con otras mujeres. Un odio negro y amargo contra Teadora había nacido en el alma de la joven búlgara. De momento ignoraba cómo iba a hacerlo, pero algún día se vengaría de ella.

CAPÍTULO 22

Al cabo de poco tiempo de su iniciación en la cama, Tamar estuvo segura de que se hallaba encinta. Poco después confirmó la noticia. Pero ni siquiera en esto tenía que ser el centro de la atención, pues Adora estaba también embarazada. Esto recordó a Tamar que sólo era una mujer más del harén. Estaba resentida con las otras mujeres. Al principio, éstas lo atribuyeron a su estado nervioso, pero más tarde se dieron cuenta de que era su temperamento. Las que habrían podido ser sus amigas se apartaron rápidamente de ella. Entonces Tamar se quedó sola.

Adora comprendía la visible aflicción de la muchacha, pues ella se había encontrado antaño en una situación parecida. Pidió a Murat que diese a Tamar el Patio de los Delfines Azules. Era el más pequeño de los seis patios del Serrallo de la Isla, pero sería para uso exclusivo de Tamar. Tal vez esta distinción la animaría. Adora recordaba muy bien sus primeros días en el palacio de Bursa, con la desagradable Anastasia atacándola, en su empeño por hacerle perder a Halil. Se había sentido tan asustada, desgraciada y afligida como parecía estar la joven Tamar.

El rasgo de amabilidad de Adora fue correspondido con un berrinche de Tamar.

– ¿Estáis tratando de aislarme? -gruñó. -Sólo pensé que te gustaría tener un patio privado, como yo -respondió Adora-. Pero si prefieres quedarte en tus habitaciones del harén, puedes hacerlo.

– No hacía falta que os tomaseis la molestia de hablar con mi señor Murat en mi interés; pero si ésta es realmente mi casa, salid de ella. ¡No os quiero aquí! Si es mía, ¡no os quiero en ella! ¡Marchaos!

Las esclavas estaban impresionadas. Esperaban, asustadas a ver lo que pasaría ahora. Pero Adora las despidió con un ademán. Después se volvió a su joven antagonista.

– Siéntate, Tamar -ordenó.

– Prefiero estar de pie -murmuró la muchacha.

– ¡Siéntate! -Al ver el semblante colérico de Adora, Tamar obedeció-. Ahora, Tamar, creo que es hora de que pongamos en claro la situación. Desde el momento en que entraste en la casa de nuestro señor Murat, te he tratado amablemente. Te he ofrecido mi amistad. Tal vez hay algo en mí que impide que seamos amigas, pero no hay motivo para esta hostilidad y esta descortesía. Dime qué te inquieta. Tal vez, juntas, podremos aliviar tu sufrimiento.

– No lo entenderías.

– No puedes saberlo, si no me dices lo que es -y Adora sonrió, para animarla.

Tamar le dirigió una mirada iracunda y, entonces, brotaron a chorro las palabras.

– Yo fui educada para ser esposa de un noble cristiano. Para amarlo. Para ayudarlo en todo. Para darle hijos. Para ser su única castellana. En vez de esto, me han enviado al harén de un infiel. Muy bien, me dije, si es ésta la voluntad de Dios la aceptaré dócilmente, como una buena hija cristiana. Pero lo que no puedo aceptar es que, en mi noche de bodas, en el momento culminante de nuestra pasión, ¡Murat gritase tu nombre! ¡Y no sólo una vez! Esto no lo perdonaré nunca a ninguno de los dos. ¡Nunca!

¡Oh, Dios mío!, pensó Adora, con el corazón en un puño. ¡Qué innecesariamente había sido herida Tamar! Y por lo visto, Murat estaba todavía preocupado por su virginidad. El hecho de que la hubiese perdido con otro aún le dolía. Alargo una mano y tocó el brazo de la niña. Tamar, con los ojos húmedos, la miró furiosamente.

– Sé que no servirá de nada -dijo suavemente Adora-, pero lamento mucho que hayas sufrido por mi causa. Pero debes perdonar a Murat, Tamar. Parece que lo persigue el fantasma de algo que no se puede cambiar; pero es un buen hombre y sentiría mucho haberte ofendido.

– Tienes razón -dijo amargamente Tamar-, tus palabras no me ayudan. Puedo comprender que él te ame. Eres hermosa y estás segura de ti misma. Pero ¿por qué no puede amarme también un poco? -gimió-. ¡También llevo un hijo suyo en mi seno!

– Tal vez lo haría si dejases de gruñir a todo el mundo. Dale tiempo, Tamar. Yo conozco a mi señor Murat desde que era más joven que tú. Fui la última y más joven esposa de su padre. Salí de Bizancio siendo todavía una niña. Me habían casado por poderes con el sultán Orján en Constantinopla. Igual que tú, no tuve que renunciar a mi religión. Y hasta que fui lo bastante mayor y el sultán me llevó a su cama, viví en el convento de Santa Catalina, en Bursa. El hermano menor de Murat, el príncipe Halil, es hijo mío. Cuando murió el sultán Orján, me casé con el señor de Mesembria y, cuando éste murió, el sultán Murat me brindó su favor.

– Habiendo sido una esposa, ¿te convertiste en una concubina? -preguntó Tamar, incrédula.

– Sí.

– Pero ¿por qué? Seguramente, si el emperador Juan hubiese insistido, el sultán Murat se habría casado contigo. Adora rió tranquilamente.

– No, Tamar, no lo habría hecho. No tenía por qué hacerlo, ¿sabes? Al principio, los otomanos se casaban legalmente con nobles cristianas para obtener ventajas políticas. Pero, ahora, el otomano es más poderoso que los cristianos que lo rodean y, aunque puede llevarse a sus hijas a la cama como un soborno, no siente la necesidad de casarse formalmente con ellas.

»Mi cuñado, el emperador Juan, es mucho más vasallo de Murat que tu padre, el zar Iván. Tamar pareció desconcertada.

– ¿Cómo soportas esta situación? -preguntó.

– En primer lugar -respondió Adora-, amo a mi señor

Murat. En segundo lugar, practico diariamente mi fe, lo cual me da fuerza. Acepto el hecho de que no soy más que una mujer y de que son los hombres quienes gobiernan el mundo No creo que Dios nos haga responsables de la situación en que nos han colocado nuestras familias. Al obedecerlas, nos comportamos como buenas hijas cristianas. Si lo que ellos han hecho está mal, son ellos quienes deberán sufrir, no nosotras.

– Pero ¿debemos gozar en nuestra situación, Adora?

– No veo por qué no hemos de hacerlo, Tamar. Después de todo, si no nos mostramos complacientes y amantes disgustaremos al sultán, que es un hombre muy intuitivo. Esto lo indispondría con nuestras familias, que nos enviaron aquí para complacerlo. Tenemos el deber de disfrutar de nuestra vida en la casa de nuestro señor Murat.

Si el sultán hubiese oído la conversación de Adora con Tamar se habría reído al principio y después la habría acusado de ser una griega tortuosa. Si había algo que Adora no aceptaba, era la creencia de que las mujeres fuesen inferiores a los hombres.