Pero si Murat no oyó la conversación, en cambio se benefició de ella. Tamar se había tomado en serio las palabras de Adora, y la joven búlgara asumió una actitud muy diferente.
Era más brillante que las bellezas del harén, pero tenía muy poca inteligencia y era, por consiguiente, un juguete en manos del astuto Murat. A éste le encantaba gastarle bromas, sólo para ver cómo se ruborizaba Tamar de graciosa confusión. Ella empezó a tratar al sultán como a un semidiós. Esta actitud complacía a Murat, pero enfureció a Adora, sobre todo cuando Murat empezó a referirse a Tamar como su «gatita» y a ella como su «tigresa».
Además, al avanzar en su preñez, Adora adquirió forma de pera, mientras que a Tamar casi no se le notaba su estado.
– Parece como si se hubiese tragado una aceituna -dijo Adora, malhumorada, a su hijo Halil-, mientras que yo parezco haberme comido un melón gigantesco.
El se echó a reír.
– Entonces, no creo que sea el momento adecuado para anunciarte que vas a ser abuela.
– ¡Halil! ¿Cómo has podido? ¡Sólo tienes dieciséis años!
– Pero Alexis tiene casi dieciocho, madre, y está ansiosa de que fundemos nuestra familia. Es una criatura tan adorable que no podía rechazarla. Y francamente -prosiguió, haciendo un guiño-me gustó satisfacerla llenando su panza. -Se agachó para esquivar un sopapo-. Además, yo tenía la edad de Bajazet cuando tú tenías dieciocho años.
Teadora se estremeció.
– Procura -dijo, apretando los dientes-no informar a tu medio hermano del estado de tu esposa. Tu situación en la vida todavía depende en parte de mi favor con Murat. Ya es bastante difícil tener que competir con una niña tonta de dieciséis años, para que mi señor deba enterarse de que voy a ser abuela. ¡Dios mío, Halil! ¡Todavía no he cumplido treinta años! Mis hijos pequeños sólo tienen cinco y tres y medio. Gracias a Dios, tú vives en Nicea y no aquí en Adrianópolis. Al menos no tendré que recordar a diario tu perfidia. -Entonces, viendo la expresión afligida de su hijo, suavizó el tono de su voz-. ¡Oh, está bien, Halil! ¿Cuándo nacerá la criatura?
– Dentro de siete meses, madre.
– ¡Bien! Entonces yo habré dado ya otro a mi señor. Le hablaré de tu hijo cuando esté criando al mío. Entonces la cosa no parecerá tan mala.
Halil se echó a reír.
– Conque llevas otro muchacho, ¿eh?
– ¡Sí! Yo sólo doy a luz a hijos varones -declaró orgullosamente ella.
Pero en esta ocasión no había de ser así. Adora dio a luz una mañana de verano desacostumbradamente inclemente y lluviosa. Y era una niña. Peor aún, los pies de la criatura salieron primero y sólo la habilidad de Fátima la Mora salvó a la madre y a la pequeña. Como de costumbre, el nacimiento fue presenciado por las mujeres del harén. Cuando se anunció al fin el sexo de la criatura, Tamar sonrió triunfante y cruzó satisfecha las manos sobre el vientre. Débil como estaba, Adora experimentó el fuerte deseo de levantarse de la cama y arañarle la cara.
Más tarde, la arrebujaron en su cama y le llevaron a su hija. Pero ella ni siquiera quiso mirarla.
– Buscadle una nodriza -ordenó-. Yo sólo amamanto a príncipes, ¡no a mocosas!
La pequeña se estremeció como si sintiese su rechazo. Teadora suavizó la expresión de su semblante. Levantó poco a poco la manta y miró a la cara a su hija recién nacida. Era una cara suave, en forma de corazón, con dos grandes y bellos ojos azules orlados de espesas pestañas. También tenía la cabeza cubierta de espesos y brillantes rizos de un castaño oscuro, una boca como un capullo de rosa y una extraña marca de nacimiento en la parte superior del pómulo izquierdo: una pequeña media luna oscura y, encima de ella, un diminuto lunar en forma de estrella.
Iris, Fátima y las otras esclavas observaron a Adora con expectación.
– Puede haber dado un poco de trabajo en su nacimiento -dijo pausadamente la partera-, pero es la criatura más encantadora que he visto en mucho tiempo, mi señora. Vuestros tres muchachos la mimarán terriblemente.
– Y también su orgulloso padre. -Murat había entrado en la habitación sin que nadie lo observase. Se inclinó y besó a Adora-. Una vez más, has hecho lo que más me gusta. ¡Quería una hija!
– Pero yo deseaba darte un hijo -objetó suavemente ella.
– Ya me has dado tres, paloma. Quería algo de ti, y ahora lo tengo. Mi hija se llamará Janfeda. Sólo el más noble príncipe musulmán será bueno para ella cuando al fin le conceda su mano, dentro de muchos años.
– Entonces, ¿no estás disgustado?
– No, paloma. Estoy encantado.
Cuando hubo salido, Adora lloró de alivio, y ya no hubo nodriza para Janfeda, hasta después de la purificación de su madre, tal como se había hecho con los hijos varones.
Casi tres meses más tarde, Tamar dio a luz un hijo sano al que se puso el nombre de Yakub. Llamada de la cama del sultán para ser testigo del nacimiento, Adora tuvo su pequeña venganza contra su rival. Su cuerpo había recobrado su forma juvenil y toda ella tenía un aire delicioso, excitado y descuidado. Sus ojos amatista eran lánguidos, y la boca estaba ligeramente irritada por los besos de Murat. Todo esto resultaba perfectamente visible para las mujeres del harén.
Tamar estaba pasando por momentos difíciles. Era menuda y su hijo era grande. No había querido que la asistiese Fátima la Mora, porque era «secuaz» de Adora. No podía sentirse segura, había dicho, en tales circunstancias. El insulto era inmerecido y Murat se enfadó. Pero Adora se encogió de hombros y suspiró.
– No sólo ella estará en peligro, sino también la criatura, mi señor. Pero si ordenas que Fátima la asista, las consecuencias del miedo pueden ser todavía peores. Tamar es joven y está sana. Saldrá con bien.
Teadora no creyó ni por un instante que Tamar tuviese miedo de ella. Esto era probablemente el principio de una campaña por parte de la búlgara.
Resultado de la actitud de Tamar fue que, en definitiva, tuvieron que llamar a Fátima para salvar a la madre y al hijo. La partera sacó la criatura del cuerpo exhausto de la joven, pero el retraso costó a Tamar el no poder concebir más hijos. Quedó gravemente desgarrada. Sólo la habilidad de Fátima impidió que la rebelde paciente se desangrase hasta la muerte. Después del nacimiento, el Patio de los Delfines Azules se convirtió en un campamento armado prácticamente inexpugnable. Tamar había tomado parte del dinero que se le había otorgado con ocasión de la boda para comprar dos docenas de belicosos eunucos, que sólo permitían el libre acceso del sultán hasta la búlgara. Las servidoras de Tamar habían venido con ella de Bulgaria o las había comprado recientemente. No se les permitía el menor contacto con el resto de los moradores del Serrallo de la Isla. La vieja arpía que había sido niñera de Tamar compraba la comida a diario.
Tres días después del parto, Adora llegó al Patio de los Delfines Verdes cargada de regalos para la nueva madre y su criatura. Los regalos fueron aceptados, pero se negó a Adora la entrada en el patio. Furiosa, fue en busca de Murat.
– Intenta que parezca que quiero hacerles daño, a ella o a su hijo -dijo Adora-. Es un terrible insulto que puede arrojar sospechas sobre mi buena fama.
El sultán estuvo de acuerdo con ella. En su casa había reinado la paz hasta la llegada de Tamar. Ahora lamentaba haberse dejado dominar por la lascivia. No permitiría que las insinuaciones perjudicasen a su amada Adora. Tomó a su favorita de la mano y se dirigió con ella al Patio de los Delfines Verdes. Los eunucos se apartaron rápidamente para franquearles la entrada.
Encontraron a Tamar sentada cómodamente en un diván en su jardín, con el hijo en la cuna a su lado. Su expresión de alegría al ver a Murat se extinguió rápidamente cuando vio a Adora.
– ¿Cómo te atreves a negar la entrada a la mujer que gobierna este harén? -gritó él.
– Yo soy también tu kadin -alegó Tamar, con voz temblorosa-y éste es mi patio.
– No, no eres una kadin. No te he otorgado este honor. Yo soy el dueño de esta casa y he hecho que Adora sea aquí la dueña. Ha sido más que amable contigo, incluso llegó a pedir que te fuese destinado este patio. En cambio, tú tratas de calumniarla injustamente.
– ¡No injustamente! Por culpa de ella, no podré tener más hijos. ¡Su maldita mora se encargó de esto! ¡Sin duda la bruja habría estrangulado a mi pequeño, de no haber estado presente todo el harén!
– ¡Dios mío! -exclamó Adora, palideciendo-. ¡Estás loca, Tamar! El parto ha alterado su cerebro, Murat.
– No -dijo el sultán, entornando los negros ojos-, sabe perfectamente lo que dice. Ahora escúchame, Tamar. Tu propia estupidez y terquedad te han hecho estéril. Fue un milagro que no matases al niño. Fátima te salvó la vida. Tu hijo es el cuarto que tengo reconocido. Es muy poco probable que llegue a gobernar. Adora no tiene motivos de temeros, a ti o a tu hijo, y no constituye ningún peligro para vosotros. Sugerir semejante despropósito es una calumnia imperdonable. Si insistes en este juego, quitaré a Yakub de tu cuidado. Mi kadin podrá entrar siempre que quiera en este patio. ¿Lo has entendido?
– S… sí…, mi señor.
– Bien -dijo enérgicamente Murat-. Vamos, Adora. Ahora dejaremos descansar a Tamar.
Pero las líneas de la batalla ya se habían trazado y ahora Adora se enfrentaba con dos enemigos dentro de la casa de Osmán: Tamar y el malvado príncipe Cuntuz. De momento, dejó tranquila a la búlgara. Esperaba que un tiempo de descanso mitigase el miedo de Tamar. Esta no era hipócrita; por consiguiente, su miedo era bastante real, aunque injustificado.
El príncipe Cuntuz era diferente. Aprendía a leer y a escribir en la escuela del príncipe, pero los conocimientos superiores se le escapaban. Lo único que había heredado de su padre era la habilidad con las armas. Aprendió rápidamente a esgrimir el cuchillo y la daga, la espada y la cimitarra, la lanza y el arco. Nadaba y luchaba bien y era un excelente jinete. Pero su poca inteligencia impedía que pudiese llegar a ser un jefe, pues no alcanzaba a comprender la táctica. Sin embargo, la amargura de Cuntuz tenía también otra causa y no menguó con el paso de los años.
Aunque era tratado como un príncipe, aunque era sabido de todos que era el hijo mayor de Murat, la mala fama de su madre le costaba el lugar que por derecho le correspondía en la historia. O así lo creía él. Si sus cuatro hermanos menores desapareciesen, su padre tendría que volverse a él. No tendría más remedio.
Cuntuz se propuso hacerse amigo de los hijos de Adora, que tenían ahora diez y nueve años.
Ayudó generosamente a enseñar equitación y el manejo de las armas a sus hermanos menores. Adora observaba con nerviosismo a Bajazet, Osmán y Orján, pues el instinto la prevenía contra Cuntuz. Pero como no tenía ninguna prueba que justificase sus temores desterró éstos de su mente. Altos y esbeltos, con el cabello oscuro, la piel blanca y los cabellos negros como Murat, sus hijos eran preciosos. ¡Lástima que admirasen tanto a Cuntuz! Pero no al no tener nada en qué apoyarse, le resultaba imposible destruir aquella relación. A Murat le satisfizo que Cuntuz por fin pareciese encontrarse a gusto. El sultán empezó incluso a invitarlo a veladas familiares.
Esta era una cosa en la que Adora y Tamar estaban de acuerdo: a ninguna de las dos les gustaba Cuntuz. En una ocasión en que Murat se había ausentado momentáneamente, llamado por un mensajero, Adora se había dirigido a su débilmente iluminada antecámara y encontró a Cuntuz cerrándole el paso. Al ver que no se apartaba a un lado, ella dijo pausadamente:
– Déjame pasar, Cuntuz. -Debéis pagarme un peaje -se burló él. Adora sintió que ardía la cólera en su interior. -¡Apártate! -silbó.
Él alargó una mano y le agarró el pecho derecho, apretándolo con tanta fuerza que Adora esbozó una mueca de dolor. La mujer entornó amenazadoramente los ojos.
– Quítame la mano de encima -ordenó fríamente, obligándose a permanecer inmóvil y erguida-, o contaré a tu padre este incidente.
– A vuestra hermana Elena le gustaba que le hiciese esto -murmuró él en voz baja-. En realidad le gustaba cuando yo… -Y empezó a citar perversiones tan indignas que Adora casi se desmayó. Pero en vez de esto, permaneció absolutamente inmóvil. Él terminó, preguntando brutalmente-: ¿No os gustaría probar estas delicias? -Ella le dirigió una mirada fría.
Por un instante, se observaron fijamente. Entonces Cuntuz la soltó.
– No se lo diréis a mi padre -dijo, presuntuoso-. Si lo hicieseis yo lo negaría y diría que tratáis de desacreditarme.
– Ten la seguridad, Cuntuz -dijo serenamente ella-, que, si lo digo a mi señor Murat, me creerá.
Entonces pasó por delante del joven. A su espalda, los ojos de Cuntuz brillaron de odio, pero ella no podía verlo.
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