Varios días más tarde, Adora buscó a sus hijos a última hora de la tarde. Le dijeron que habían salido a caballo con Cuntuz. Sintió un escalofrío de aprensión y corrió al encuentro de Alí Yahya. Una compañía de jenízaros fue enviada en busca de los príncipes. Al cabo de una hora de cabalgar por los montes, encontraron a Cuntuz, quien dijo que habían sido atacados por unos bandidos. Sus tres hermanos menores habían caído prisioneros y él había logrado escapar. Dijo que la pista estaba clara y que él volvería al Serrallo de la Isla para buscar refuerzos. Como no tenían motivo para dudar de él, los jenízeros lo dejaron marchar.

La pista era reciente y, como era a finales de primavera, todavía había luz. En ninguna parte pudieron encontrar los jenízaros huellas de más de cuatro caballos. Y cuando encontraron los de los tres jóvenes príncipes, caminando sueltos, los soldados empezaron a sospechar.

– ¿Creéis que los ha matado? -preguntó el segundo en el mando.

– Probablemente -dijo el capitán, frunciendo el ceño-, debemos encontrarlos antes de volver. No podemos regresar sin los cuerpos como prueba.

Estaba oscureciendo y se detuvieron para encender antorchas y poder seguir la pista. Al final, las vacilantes luces los condujeron a un claro pedregoso, en un pequeño monte. Allí encontraron a los niños. Los habían desnudado y atado a estacas bajo el frío aire de la noche. Sus jóvenes cuerpos habían sido azotados con un látigo con la punta de metal, lo cual les produjo varias heridas sangrantes que, tarde o temprano, habrían atraído a los lobos. También los habían rociado con agua helada de un arroyo próximo.

El pequeño Osmán había muerto. Orján, su hermano gemelo, yacía inconsciente. Pero Bajazet conservaba el conocimiento, temblaba y estaba furioso consigo mismo por haberse dejado engañar por su hermanastro mayor.

Los jenízaros encendieron una hoguera, encontraron la ropa de los muchachos y los vistieron rápidamente. Después de acercarlos a las fuertes llamas, les frotaron las manos y los pies para estimular la circulación. Orján siguió inconsciente, a pesar de sus esfuerzos. Pero Bajazet no podía parar de hablar y, cuando un jenízaro observó que el príncipe muerto tenía una moradura en un lado de la cabeza, el muchacho dijo de corrido:

– Cuntuz le dio una patada cuando Osmán lo maldijo por lo que nos estaba haciendo. Mi hermano nunca volvió a hablar. Aquel maldito engendro de una ramera griega se jactó de que, muertos nosotros, envenenaría al pequeño Yacub y cuidaría de que culpasen a nuestra madre. Dijo que nuestro padre no tendría más remedio que nombrarlo su heredero. ¡Debemos volver al Serrallo de la Isla!

– ¿Podemos trasladar al príncipe Orján, Alteza? -preguntó el capitán jenízaro.

– ¡Debemos hacerlo! Aquí no se podría calentar. Necesita los cuidados de nuestra madre.

Era mucho más de medianoche cuando regresaron al Serrallo de la Isla. El príncipe Yacub, de cinco años, estaba a salvo: el príncipe Cuntuz no había vuelto al palacio para llevar adelante sus planes. Adora tendría que contener su dolor por la muerte de Osmán hasta que hubiese atendido a su gemelo. Pero, al amanecer, Orján abrió los ojos, sonrió a sus padres y a Bajazet y dijo:

– Tengo que irme, madre. Osmán me llama.

Y antes de que alguno de ellos pudiese decir una palabra, el niño murió.

Por un momento, todo quedó en silencio. Entonces, Adora empezó a gemir. Abrazando los cuerpos de sus dos hijos gemelos, lloró hasta que creyó que no le quedaban lágrimas; pero lloró de nuevo. Murat no se había sentido nunca tan impotente en su vida. También eran sus hijos, aunque no los había llevado dentro de su cuerpo ni amamantado.

– Los vengaré, lo juro -prometió.

– Sí -sollozó ella-, véngalos. Esto no me devolverá a mis hijos, ¡pero los vengará!

Y cuando él se hubo marchado, llamó a su hijo superviviente.

– Escúchame, Bajazet. Esta tragedia podría animar a Tamar a actuar contra ti, pero cuidaré de que estés protegido. Algún día serás sultán y, cuando llegue la hora, no debes permitir que la compasión te domine. Destruirás inmediatamente a tus rivales, sean quienes fueren. ¿Me entiendes, Bajazet? ¡Nunca debes volver a sentirte amenazado!

– Lo entiendo, madre. El día que me convierta en sultán, Yacub morirá antes de que pueda levantarse contra mí. ¡Este Imperio no será nunca dividido!

Tomando al muchacho en brazos, Teadora empezó a llorar de nuevo.

Bajazet miró tristemente por encima del hombro de su madre los cuerpos de los gemelos.

Poco a poco y en silencio, rodaron las lágrimas sobre las mejillas del muchacho. No, prometió en silencio, no lo olvidaría nunca.

CAPÍTULO 23

El príncipe Cuntuz huyó a Constantinopla, donde pidió asilo a la emperatriz. Los fríos ojos azules de ésta observaron al muchacho que, por poco tiempo, había sido su amante. En los años que había estado lejos de la corte se había convertido en un hombre y había aprendido probablemente muchos juegos interesantes. Los turcos tenían fama de licenciosos.

– ¿Por qué tendría que tomarte bajo mi protección? -preguntó ella.

– Porque he hecho algo que os complacerá en gran medida.

– ¿Qué?

No parecía muy interesada.

– He matado a los hijos de vuestra hermana.

– ¡Mientes! ¿De veras lo hiciste? ¿Cómo es posible?

Él se lo contó y Elena dijo en voz alta:

– El sultán exigirá sin duda que vuelvas allí.

– Pero vos no me entregaréis -objetó él, acariciando suavemente la cara interna de su brazo-. Me ocultaréis y me protegeréis.

– ¿Por qué diablos habría de hacerlo, Cuntuz?

– Porque puedo haceros cosas que ningún otro hombre puede hacer. Lo sabéis muy bien, mi perversa ramera bizantina. ¿No es verdad?

– Dime cuáles son -lo incitó, provocativa, y él obedeció.

Ella sonrió, asintió con la cabeza y accedió a esconderlo.

Juan Paleólogo se enfureció. Por una vez, Elena comprendió bien la situación.

– El sultán tiene cosas más importantes que hacer que sitiar esta ciudad para que le entreguemos su rebelde hijo -dijo Elena-. Cuntuz se ha portado mal. Pero su madre es mi amiga y Murat se ensañaría con el muchacho.

El emperador enrojeció de cólera.

– ¡O yo estoy loco -dijo-o lo estás tú! ¿Que Cuntuz se ha portado mal? Cuntuz es responsable del brutal y premeditado asesinato de dos niños de nueve años y del asesinato frustrado de un niño de diez. ¡Hermanastros suyos! Si Mará no se equivoca en lo de la paternidad de su hijo.

– ¿No murieron todos?

– No, querida. Bajazet, el mayor, sobrevivió. Quiere vengarse, lo mismo que su padre. Cuntuz no está seguro ni dentro de las murallas de esta ciudad. Desde luego, yo no voy a protegerlo de Murat. ¿Dónde está?

– Se encuentra bajo la protección de la Iglesia -respondió orgullosamente Elena-. Nunca renegó de su religión y sus abuelos lo educaron en la verdadera fe. No puedes violar las leyes de asilo, Juan.

Colocado por la Iglesia entre la espada y la pared, el emperador escribió al sultán una carta de disculpa, haciendo constar su condolencia personal y explicando la dificultad de su situación. Murat respondió absolviendo a su vasallo, pero le advirtió que debía tener a Cuntuz bajo constante observación y no permitirle salir de Constantinopla. Así, el príncipe renegado se creyó completamente a salvo y se dedicó a beber, jugar y putañear por la ciudad con su compañero inseparable, el príncipe Andrónico.

Al empezar Murat un nuevo avance hacia el oeste, el padre de Tamar, el zar Iván, inició una campaña contra él. Aliándose con los serbios, atacó a las fuerzas otomanas y fue rápida y completamente derrotado en Samakov. Iván huyó a las montañas, dejando abiertos a los turcos los pasos hacia la llanura de Sofía. Y dejó a su desgraciada hija, Tamar, en desgracia de su señor.

Murat no tenía prisa por tomar la ciudad de Sofía. Ya no era un hombre de tribu en busca de un rápido botín en una incursión fugaz. Era el constructor de un imperio y, como tal, se movió para asegurar el flanco izquierdo. Los valles del Struma y del Vardar tenían que ser ocupados lo más rápidamente posible.

El valle del río Struma era territorio de Serbia. El Vardar estaba en Macedonia. Ambos sectores estaban tan agitados por luchas intestinas como lo había estado Bulgaria. El ejército serbio marchó hacia el río Maritsa, para enfrentarse a las fuerzas otomanas. Fue derrotado en Cernomen, donde murieron tres de sus príncipes.

Así, los serbios fueron conquistados tan fácilmente como lo habían sido los tracios diez años antes. Las dos importantes ciudades de Serres y Drama fueron rápidamente colonizadas, v sus iglesias convertidas en mezquitas. Las ciudades más pequeñas y los pueblos del valle de Struma reconocieron y aceptaron la soberanía del sultán. Los caciques de las montañas se convirtieron en vasallos de los otomanos.

El año siguiente, los ejércitos de Murat cruzaron el río Vardar y tomaron el extremo oriental de su valle. Ahora, Murat detuvo su campaña de expansión hacia el oeste y volvió la mirada hacia Anatolia.

En aquel entonces, Juan Paleólogo había decidido que era el momento adecuado para buscar ayuda en Europa occidental. Murat estaba demasiado ocupado para fijarse en su erudito cuñado, y Juan viajó en secreto a Italia para avisarla de la creciente amenaza otomana.

El emperador ya había buscado con anterioridad ayuda de sus vecinos occidentales. Había hecho una visita secreta a Hungría dos años antes y, jurando la sumisión de la Iglesia griega a la latina, había obtenido la promesa de ayuda contra los turcos. Sin embargo, en el viaje de regreso a casa fue capturado y retenido por los búlgaros, por lo que consideraban una traición del emperador. Esto dio un buen pretexto al primo católico de Juan, Amadeo de Saboya, para invadir Gallípoli. Después de su captura, navegó por el mar Negro para luchar contra los búlgaros y consiguió la liberación de su primo.

Una vez liberado, Juan Paleólogo se dirigió a Constantinopla. Cuando su primo insistió en que aceptase la Iglesia romana, Juan se negó. Amadeo, irritado, luchó contra los griegos.

Ahora, Juan se aventuró a ir a Roma, donde una vez más abjuró de la fe ortodoxa en favor de la Iglesia romana. A cambio de esto, tenía que recibir ayuda militar de los príncipes católicos. Al ver que no llegaba la ayuda, Juan emprendió tristemente el camino de vuelta a casa. En Venecia lo detuvieron por «deudas» y le obligaron a enviar un mensaje a su hijo mayor en petición del rescate. Andrónico había sido designado regente durante la ausencia de su padre.

Elena vio la oportunidad de librarse de su esposo, y Andrónico, la de ser emperador. Se negó a ayudar a su padre. Pero el hijo menor de Juan, Manuel, vio la ocasión de obtener el favor de su padre y suplantar así a su hermano mayor. Manuel recogió el dinero del rescate y acompañó personalmente a su padre a Constantinopla.

Juan Paleólogo se enfrentó a la triste realidad. La ciudad de sus antepasados estaba condenada a caer en poder de los turcos. Tal vez no era cuestión de días, pero en un futuro próximo la ciudad cambiaría de manos. Los que seguían el culto de la Iglesia griega estaban en minoría y no recibiría ayuda de sus hermanos católicos.

Más prudente y más cansado que nunca, el emperador de Bizancio renovó su juramento de vasallaje con su cuñado el sultán. Nunca volvería a buscar ayuda contra el otomano, en quien vio un amigo mejor que sus compañeros cristianos.

Aunque el papa y los príncipes de la cristiandad occidental no se daban cuenta de ello, el injusto trato dado al monarca bizantino tendría un día efectos importantes. Significaba que cada grupo europeo oriental, griego, serbio, eslavo o búlgaro preferiría el gobierno de los musulmanes otomanos, que les ofrecían libertad religiosa, al de los cristianos católicos europeos occidentales, quienes trataban de obligarlos a someterse a la Iglesia latina.

Juan Paleólogo empezó lo que esperaba fuese una vida tranquila. Su esposa, enredada como de costumbre en sus muchas aventuras amorosas, se mostraba discreta y no le daba motivos de preocupación. Su hijo mayor, Andrónico, caído en desgracia y resentido, pasaba todo el tiempo con el príncipe Cuntuz, dejándose guiar por su desagradable carácter. Manuel había sido elevado a la categoría de co-emperador, como recompensa por su ayuda. Juan Paleólogo conocía los motivos de Manuel, pero al menos el muchacho era inteligente, quería realmente a su padre y estaba ansioso de aprender el oficio de gobernante. A diferencia de Andrónico, Manuel comprendía que el liderazgo requería responsabilidades además de privilegios.

Durante un breve periodo, todo estuvo tranquilo en el Imperio bizantino. Y entonces, un día, el emperador y su hijo menor se encontraron con que Andrónico y Cuntuz encabezaban una rebelión contra sus respectivos padres. De dónde habían sacado el dinero para financiar semejante aventura constituía un enigma para todos, salvo para el emperador.