Los espías de éste fueron rápidos y eficaces. El dinero procedía en principio del papado, que había diezmado a los gobernantes de la Europa occidental para que pagasen por su mediación. Después había sido transferido a los húngaros, que lo habían entregado a los dos príncipes renegados. Estos dos habían adjurado de la Iglesia griega en favor de la latina y prometido convertir a sus súbditos al catolicismo, en cuanto hubiesen vencido a sus padres.

Ni Juan ni Murat podían creer que los líderes de Occidente esperasen que dos locos tan ineptos como Andrónico y Cuntuz hiciesen honor a su promesa. La verdadera razón de que apoyasen la rebelión se bastaba probablemente en la esperanza de provocar una disensión entre Constantinopla y el sultán.

La respuesta de Murat al complot fue rápida, como era propio de él.

Puso cerco a los dos bellacos y a su desastrado ejército en la ciudad de Mótika. A los vecinos de ésta no les gustó nada verse pillados en el asedio. No les interesaba la rebelión. Enviaron un mensaje al sultán, negando toda responsabilidad en el complot y suplicándole que los liberase de Andrónico y Cuntuz.

Murat satisfizo rápidamente los deseos de sus fieles súbditos: tomó la ciudad con un mínimo de daños y derramamiento de sangre. Los rebeldes griegos que habían ayudado a Andrónico y Cuntuz fueron atados y arrojados vivos desde las murallas de la ciudad para que se ahogasen en el río Maritsa. El sultán ordenó que los jóvenes turcos comprometidos fuesen ejecutados por sus propios padres.

Ahora, los dos monarcas se volvieron a sus hijos. Mirando con desprecio a Cuntuz, dijo Murat:

– Ésta no es la primera vez que has despertado mi cólera. Antes huiste para no sufrir las consecuencias de tu terrible crimen. Ahora no te escaparás, Cuntuz. Si de mí dependiese, sé el castigo que te impondría, pero la sentencia debe ser dictada por la madre de mis hijos muertos y mi heredero vivo.

Cuntuz perdió todo su aplomo. Podía enfrentarse a una muerte rápida, pero la venganza de una madre por el asesinato de sus jóvenes hijos sería algo espantoso. Los bizantinos tenían fama de infligir torturas particularmente refinadas.

Teadora y Bajazet salieron de detrás del trono del sultán. El niño había crecido en los últimos cuatro años. Era casi un hombre, ya se había hablado de una alianza con la princesa heredera de Germiyán. De pronto, tronó la voz del sultán: -Teadora de Bizancio, ¿qué sentencia dictas contra este hombre por el asesinato de tus hijos Ormán y Orján?

– La muerte, mi señor, precedida de ceguera -fue la respuesta.

– Así se hará -asintió el sultán-. Contra ti, Cuntuz de Gallípoli, pronuncio sentencia de muerte por decapitación, por haberte rebelado contra mí. Pero primero se te cortarán las manos y serás cegado por tu crimen de fratricidio. Éste es mi juicio.

– ¡Una gracia, mi señor! -¿Qué, Teadora?

– Quisiera cegarlo yo misma. Y que mi hijo, Bajazet, le corte la cabeza.

– La ley prohíbe que un hermano le quite la vida a otro.

– ¿No dicen los profetas ojo por ojo, mi señor? Además, la madre de este hombre era una ramera conocida. Los mullahs y los ulemas prohíben su inclusión en la lista de tus herederos legítimos. No veo nada de ti en él y no lo reconozco como hijo tuyo ni como hermanastro del príncipe Bajazet. Si por casualidad fluye tu sangre por sus venas, su fratricidio y su rebelión contra ti niega toda relación entre el otomano y él. Por consiguiente, mi hijo no quebrantará la ley.

Una sonrisa muy débil se dibujó en los labios del sultán, que se inclinó hacia su cuñado.

– ¿No argumenta como un abogado griego? -preguntó en voz baja.

– Es hija de su padre -asintió Juan-. Sabe cuándo ha de aprovechar la ventaja y cuándo ha de retirarse. Murat se volvió a su favorita.

– Se hará como tú quieres, Adora. Pero ¿estás segura de que quieres cegar tú misma a este renegado?

Los ojos amatista se oscurecieron y endurecieron.

– Desde hace cuatro años, mis hijos me gritan cada día desde la tumba que los vengue. No descansarán hasta que lo haga, y yo tampoco. Que lo haga otra persona no es bastante, debemos hacerlo Bajazet y yo, o condenaríamos a Osmán y a Orján a vagar para siempre en el medio mundo entre la vida y la muerte.

– Hágase como dices -declaró Murat, y los mullahs y los ulemas sentados con las piernas cruzadas en el salón del juicio asintieron con la cabeza en prueba de conformidad.

La venganza era algo que podían comprender. Aprobaban que Teadora y su hijo quisieran vengarse personalmente. Bajazet había demostrado ya su valor luchando con su padre contra los rebeldes. Era buena cosa saber que su madre, aunque hembra, también era valerosa.

Ahora todos los ojos se volvieron al emperador de Bizancio para ver qué sentencia dictaba contra su propio hijo. Juan no podía hacer menos que su señor supremo y, por consiguiente, Andrónico fue condenado también a mutilación, ceguera y decapitación. Pero primero tendría que presenciar la muerte de su amigo.

Un esclavo trajo un pequeño y plano brasero de latón. Estaba lleno de carbones encendidos. Al verlo, Cuntuz volvió a la realidad y trató de escapar. Dos jóvenes jenízaros saltaron y lo arrastraron hacia atrás. Se desprendió de ellos con la fuerza sobrehumana de la desesperación y se arrojó a los pies de Adora.

– ¡Piedad, señora! -farfulló-. ¡Quitadme la vida, pero no me ceguéis!

Ella se apartó como si aquel contacto pudiese infectarla. Su voz era helada, monótona.

– ¿Tuviste tú piedad de mis pequeños cuando los asesinaste? Ellos confiaban en ti. Eras un hombre a quien querían imitar y ellos no eran más que unas impresionables y pequeñas criaturas. Por mi gusto, Cuntuz de Gallípoli, ¡haría que te desollasen vivo y te arrojasen a los perros!

Colocaron un zoquete y una olla de pez hirviente junto al brasero. Los fornidos jenízaros obligaron a Cuntuz a hincarse de rodillas, mientras el joven gritaba. Le pusieron las manos sobre el bloque de madera y, antes de que pudiese volver a chillar, se las cortaron con la afilada hoja de una espada. Los muñones fueron sumergidos en la pez caliente para que no sangrasen. Enmudecido, sólo podía contemplarse los brazos con horror. Ahora fue echado hacia atrás, sujetos los brazos a los costados y un corpulento jenízaro se puso a horcajadas sobre él y le agarró la cabeza.

Un esclavo tendió a Adora unas tenazas de hierro. El sultán vio que la mano de ella temblaba ligeramente y se puso a su lado.

– No tienes que hacerlo tú misma -dijo en voz baja. Adora tenía muy pálida la cara. Lo miró, llenos de lágrimas los ojos.

– Cuando él asesinó a mis hijos, no se contentó con dejarlos morir en la montaña. Les infringió heridas sangrantes, para atraer a los animales salvajes. Si los jenízaros no hubiesen llegado a tiempo, habrían sido despedazados. Una muerte terrible para cualquiera, ¡pero peor para unos niños pequeños! No contento con esto, los roció con agua helada para que muriesen de frío. Bajazet todavía se enfría fácilmente a causa de aquello.

»Mi señor Murat, me estremezco ante la idea de causar dolor a alguien, ¡pero tengo que vengarme! ¡Mis hijos, los vivos y los muertos, me lo exigen!

Y antes de que nadie se diese cuenta de lo que estaba haciendo, Adora tomó una brasa con las tenazas y tocó con ella el ojo derecho de Cuntuz. Este no gritó, porque se había desmayado. Ella repitió la operación con el ojo izquierdo, cuando fue abierto por el jenízaro.

No se oía nada, salvo un gemido lastimero del príncipe Andrónico. Adora dejó cuidadosamente las tenazas al lado de la olla. Sin reparar en la gente que llenaba el salón, Murat la rodeó con un brazo y la condujo a un escabel.

– Eres valiente -dijo a media voz.

– He cumplido con mi deber -respondió ella. Y después en voz baja-: Suspende la pena de muerte y de mutilación a mi sobrino, mi señor. Haz que lo cieguen con vinagre hirviente. Esto hará que la ceguera sea sólo temporal.

– ¿Por qué?

– Porque entonces Andrónico será capaz de continuar la disputa y la intriga contra su padre y su hermano. Esto los mantendrá tan ocupados que Bizancio no volverá a molestarnos. Tu venganza ha sido rápida y justa. No necesitamos la muerte de un pequeño príncipe sin importancia. No serviría de nada.

El asintió con la cabeza.

– Muy bien, pero no anunciaré mi clemencia hasta después de que el príncipe Andrónico haya visto decapitar a su cómplice. Que sienta todo el miedo de esta lección. -Se levantó-. Reanimad al prisionero Cuntuz y preparadlo para su ejecución. Traed espadas escogidas y bien afiladas para el príncipe Bajazet y también una cesta forrada. No quiero que el suelo se manche de sangre.

Ahora consciente, Cuntuz lloró con sus ojos ciegos, mientras oía a su alrededor los preparativos de su muerte. El sultán se volvió al otro rebelde.

– ¡Príncipe Andrónico! Sostendréis la cesta para recoger la cabeza.

Y antes de que el aterrorizado joven pudiese protestar, lo empujaron hacia delante y lo obligaron a ponerse de rodillas. La cesta, forrada con grandes hojas verdes, fue colocada en sus brazos.

El ciego fue conducido ahora hacia delante y ayudado hincarse de rodillas. Las cuencas ennegrecidas de sus ojos miraron directamente a Andrónico.

– Te estaré esperando en el infierno, amigo mío -dijo venenosamente.

– ¡No me hables! -replicó Andrónico, con voz histérica-. ¡Todo ha sido por tu culpa! Ya sólo tenía que espera a que mi padre envejeciese y muriese. Pero tú querías el dinero que nos ofrecieron los malditos húngaros. ¡Y ni siquiera lo tuvimos para gastarlo! ¡Te odio!

– Cobarde -se burló Cuntuz. Después guardó un momento de silencio al oír detrás de él el silbido de una espada al s probada-. ¡Bajazet! ¿Estás ahí, muchacho?

– Sí, Cuntuz.

– Recuerda lo que te enseñé. Elige una espada que sea ligera, pero que puedas aferrar bien. Después golpea rápidamente. Bajazet rió sin ganas.

– ¡No tengas miedo, perro! Tendré buena puntería. Dobla el cuello, para que pueda ver el blanco. -Luego dijo, con altivez-: ¡Tú, mi valiente primo bizantino! Sostén la cesta más alta, si no quieres que la cabeza de tu amigo vaya a parar a tus rodillas. -Y Bajazet levantó la espada, gritando-: ¡Adiós, perro!

Descargó rápidamente el arma y la cabeza de Cuntuz cayó dentro de la cesta, mirando al techo.

El príncipe Andrónico observó la cara de su amigo y vomitó antes de dejar caer la cesta y desmayarse. Bajazet tendió su espada a un jenízaro y miró con repugnancia a su pariente.

– ¿Eso dirigió una rebelión contra ti? -preguntó desdeñosamente a su padre.

Murat asintió con la cabeza.

– No hay que menospreciar ni sobreestimar al enemigo, hijo mío. El mayor cobarde tiene momentos de valor o de desafío. -Se volvió al emperador-. No es necesario que vuestro hijo muera, Juan. Su muerte no serviría de nada. Ciégalo con vinagre hirviente, y lo que pase después será por voluntad de Alá.

Apreciando plenamente la misericordia de Murat, el emperador de Bizancio se arrodilló y le besó la mano. Después se levantó y, tomando un cuenco lleno de vinagre, se enfrentó a su hijo.

– Se te ha perdonado la vida. Tu castigo te dará tiempo para meditar sobre tus pecados y corregirte -dijo severamente, y arrojó el contenido del cuenco a los ojos de su hijo.

Andrónico chilló y trató de protegerse, pero los soldados lo sostuvieron firmemente.

– ¡Estoy ciego! -gritó frenéticamente-. ¡Padre! ¡Padre! ¿Dónde estás? ¡No me dejes! ¡No dejes a tu Androni!

– No te dejaré, hijo mío -respondió el emperador con tristeza, y los mullahs y ulemas sentados en el salón asistieron con la cabeza, maravillándose de la justicia del sultán.

CAPÍTULO 24

El emir de Hermiyán dio su hija mayor al príncipe Bajazet. Se llamaba Zubedia y era muy hermosa. Los emires de Karamina y de Aydín habían hecho ofertas por esta princesa. Sin embargo, no representaban tanta amenaza potencial contra Hermiyán como el sultán otomano. Al aceptar Zubedia para su hijo, Murat aceptaba también la responsabilidad de proteger una nueva posesión. La hermana menor de Zubedia, Zenobia, sería dada a uno de los generales de Murat, con una importante dote, lo cual pondría fin a cualquier amenaza desde aquel sector.

El sultán tuvo que hacer una concesión al emir de Hermiyán, una concesión que enfureció a Adora y a Tamar. El emir exigió una ceremonia formal de matrimonio para entregar su hija al príncipe Bajazet. Si Aydín y Karamania ofrecían el matrimonio, el otomano real no podía hacer menos. Sin boda, la princesa Zubedia y su hermana se irían a otra parte y Murat tendría que ir a la guerra no solamente contra Hermiyán, sino también contra Aydín y Karamania.

El emir de Hermiyán amaba a sus hijas. Con el tiempo, otras mujeres podrían sustituirlas en el afecto de sus maridos pero ellas serían esposas y, como tales, conservarían al menos su rango y sus privilegios. Las otras mujeres serían meras concubinas.