Soltándole la boca, la atrajo él dulcemente hacia sí. Sus miradas se encontraron un momento, en una extraña comprensión. Entonces, súbitamente aterrorizada por su reacción, Teadora se desprendió y se alejó corriendo por el camino de grava. La siguió una risa burlona de él.

– Hasta mañana, Adora.

Refugiándose primero en su casa y después en su dormitorio, Teadora se derrumbó en la cama, temblando violentamente, olvidándose de los melocotones, que se le cayeron de los bolsillos y rebotaron en el suelo.

No sabía que un beso pudiese ser tan… buscó la palabra adecuada… ¡tan poderoso! ¡Tan íntimo! Ciertamente, era lo que había sido. ¡Intimo! Una invasión de su persona. Sin embargo, pensó, mientras una pequeña sonrisa bailaba en sus labios, le había gustado.

Murat había acertado al presumir que nunca la habían besado. En realidad, Teadora no sabía nada de lo que ocurría entre un hombre y una mujer, pues, salvo los primeros cuatro años, había pasado toda su vida joven entre las paredes de un convento. Cuando se había casado, Zoé se había abstenido prudentemente de comentar los deberes del matrimonio a una niña a quien faltaban todavía años para llegar a la pubertad. En consecuencia, la joven esposa del sultán los ignoraba por completo.

Ahora se preguntaba acerca del apuesto joven cuyos vigorosos brazos la habían salvado de una grave lesión. Alto y tostado por el sol, sabía que era tan blanco como ella, pues así aparecía la piel donde habían sido recién cortados los cabellos. Sus ojos, negros como el azabache, eran acariciadores, atrevidamente cálidos, y su sonrisa, que había revelado unos dientes blancos, sumamente descarada.

Desde luego, no volvería a verle. Era simplemente inconcebible. Sin embargo, se preguntó si él acudiría realmente a la noche siguiente. ¿Tendría la audacia de volver a subir a la pared del huerto del convento? Sólo había una manera de saberlo. Se escondería en el huerto antes del anochecer y observaría. Cuando llegase él, si venía, naturalmente no se descubriría. Permanecería oculta hasta que se marchase. Pero al menos su curiosidad quedaría satisfecha.

Rió entre dientes, imaginándose la decepción de él. Evidentemente se consideraba irresistible, si esperaba que una joven respetable saliese a escondidas para reunirse con él. ¡Pronto se desengañaría!

CAPÍTULO 02

A Murat le había divertido su encuentro con la joven Teadora. Era un hombre adulto, experto en las artes del amor. La dulzura de ella, su franca inocencia, le habían encantado.

Legalmente, era la tercera esposa de su padre. Pero tenía la impresión de que era virtualmente imposible que el sultán Orján la llevase un día a su palacio y mucho menos a su cama. La princesita no era más que un instrumento político. Murat no sentía el menor remordimiento de coquetear con ella. Era un hombre honrado y no tenía intención de seducirla.

Murat Bey era el menor de los tres hijos del sultán. Tenía un hermano, Solimán, y un medio hermano, Ibrahim. La madre de Ibrahim era hija de un noble bizantino que era pariente lejano de Teadora. Se llamaba Anastasia y miraba con altivo desdén a la madre de Murat, que era hija de un jefe de cosacos georgiano. Anastasia era la primera esposa del sultán, pero la madre de Murat, llamada Nilufer, era su favorita. Sus hijos eran los preferidos de su padre.

El medio hermano de Murat, Ibrahim, era el mayor de los hijos del sultán, pero se había caído de cabeza cuando era muy pequeño y, desde entonces, nunca se había encontrado bien. Vivía en su propio palacio, cariñosamente cuidado por sus esclavos y por sus mujeres, todas las cuales eran estériles. El príncipe Ibrahim tenía, alternativamente, períodos normales y otros de furiosa locura. Sin embargo, su madre esperaba que sucedería a su padre como sultán y se afanaba astutamente con este fin.

El príncipe Solimán tenía también su propio palacio, pero había engendrado dos hijos y varias hijas. Murat no tenía hijos. Había elegido, deliberadamente, mujeres que no pudiesen tenerlos. El hijo más joven de Orján sabía que su padre nombraría a Solimán como su sucesor.

Aunque Murat quería a su hermano mayor, pretendía disputarle el Imperio cuando muriese su padre. Pero siempre cabía la posibilidad de que perdiese, lo cual significaría no sólo su propia muerte, sino de la de toda su familia. Por esto había decidido no tener hijos hasta que fuese sultán y pudiesen nacer con relativa seguridad.

Una mera casualidad había hecho que pasara aquella tarde por delante del convento de Santa Catalina. Había ido a visitar a una deliciosa y encantadora viuda que vivía en un barrio cercano. Y había pasado por el convento justo a tiempo de atrapar a Adora. Rió entre dientes. ¡Menuda picaruela! Había querido comer melocotones y había salido a buscarlos. Sería una buena esposa para algún hombre. Se detuvo y una sonrisa le iluminó el semblante. La ley musulmana establecía que un hombre podía tomar por esposa a cualquiera de las de su padre muerto, con tal de que no cometiese incesto. ¿Cuánto tiempo podía vivir Orján?

La muchacha estaba a salvo y no era probable que fuese llamada a servir a su real señor. Habían olvidado a Teadora Cantacuceno. Mejor así, pensó severamente Murat, pues habían circulado rumores, durante los últimos años, sobre depravaciones sexuales practicadas por su padre, en un esfuerzo por conservar su virilidad.


Murat se preguntó si ella acudiría la noche siguiente. Le había reñido por besarla, la primera vez. Pero había cedido la segunda, y él había sentido la agitación que la había conmovido antes de echar a correr.

El día siguiente pareció muy largo a Teadora. Como era pleno verano, el colegio del convento estaba cerrado y las hijas de los cristianos ricos de Bursa se habían retirado con sus familias a las villas de la orilla del mar. Nadie pensó en invitar a la hija del emperador a pasar las vacaciones con ellos. Los que simpatizaban con ella no se atrevían a hacerlo, teniendo en cuenta su elevada posición. Los otros la consideraban desprestigiada por su matrimonio, aunque nunca osarían expresarlo en público. Por consiguiente, las circunstancias obligaron a Teadora a permanecer sola en un momento de su joven vida en que necesitaba una amiga.

De mentalidad despierta, leía y estudiaba cuanto podía. Pero la inquietaba un afán que no podía definir ni comprender. Y no había nadie en quien pudiese confiar. Estaba sola, como siempre. Sus condiscípulas se mostraban amables, pero nunca estaba con ellas el tiempo suficiente para entablar una verdadera amistad. Sus criados eran esclavos del palacio y los cambiaban tres veces al año, ya que servir a la joven esposa del sultán en su convento se consideraba una tarea muy aburrida. Como consecuencia de todo ello, la esposa del sultán sabía del mundo y de los hombres menos que cualquier otra muchacha de su edad. Y estaba ansiosa de aventuras.

Cuando la cálida tarde tocaba a su fin, Teadora asistió a vísperas en la iglesia del convento. Después comió un poco de capón, una ensalada de lechugas tiernas del huerto del convento y el último de sus hurtados melocotones. Bebió un delicado vino blanco de Chipre.

Ayudada por sus esclavas, se bañó con agua tibia y ligeramente perfumada para aliviar el calor. Después se puso una corta camisa blanca de seda, pasándola por encima de sus oscuros cabellos, que fueron destrenzados y cepillados.

Esperó los breves momentos entre la puesta del sol y el anochecer, en que podría deslizarse en el huerto sin que la descubrieran. Ahora tenía una llave, pues se había atrevido a pedirla a la reverenda madre y, para su sorpresa, se la habían concedido.

– Este calor me pone nerviosa -había dicho a la monja. Si pudiese entrar en los huertos, tendría más espacio para pasear-. ¿Y podría comer algún melocotón?

– ¡Claro que sí, pequeña! Todo lo nuestro es también de vuestra alteza real.

En el convento reinaba ahora el silencio. Y el barrio residencial que lo rodeaba estaba igualmente callado. Sólo las pequeñas criaturas del crespúsculo rompían, piando y gorjeando, la quietud purpúrea. Teadora se levantó y se echó una capa ligera y de color oscuro sobre la camisa de noche. Salió de su dormitorio de la planta baja por una ventana y echó a andar apresuradamente por el camino de grava en dirección al huerto. Las blandas zapatillas de cabritilla no hacían virtualmente el menor ruido. Llevaba la pequeña llave fuertemente apretada contra la húmeda palma de la mano.

Para su alivio, la pequeña puerta del huerto se abrió sin hacer ruido. Después de cerrarla cuidadosamente, se apoyó en ella, entornando los párpados, aliviada. ¡Lo había hecho!

– ¡Has venido! -exclamó una voz grave y profunda, que rompió el silencio.

Ella abrió mucho los ojos.

– ¡Oh…! ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó, ofendida.

– ¿No convinimos ayer en que nos encontraríamos aquí esta noche? -preguntó él, y ella percibió la risa disimulada en su voz.

¡Oh, por santa Teodosia! Se imaginará que soy una cualquiera, pensó. Y haciendo acopio de toda la dignidad posible, dijo severamente:

– Sólo he venido a decirte que no debes violar el sagrado de este convento, del que los huertos forman parte.

Su corazón palpitaba furiosamente.

– Comprendo -asintió gravemente él-. Se me ocurrió que tal vez vendrías temprano para poder esconderte y ver si yo venía. -Siguió un silencio que pareció eterno-. Te has puesto colorada -añadió maliciosamente.

– ¿Có… cómo lo sabes?

Él le tocó delicadamente la cara y la joven dio un salto atrás.

– Tienes las mejillas calientes.

– Esta noche hace calor -replicó rápidamente ella. El rió de nuevo, con aquella risa suave. Le asió la mano y dijo imperiosamente:

– ¡Ven! He encontrado un lugar perfecto para nosotros, en mitad del huerto, debajo de los árboles. Allí no podrán vernos. -Tiró de ella, se agachó debajo de las ramas extendidas de un árbol frondoso y la atrajo tras de sí-. Aquí estamos seguros -dijo-, y esto es… muy íntimo. -Para su asombro, ella rompió a llorar. Murat, sorprendido, la abrazó-. Adora, ángel mío, ¿qué te pasa?

– Yo… yo… tengo miedo -balbuceó ella, sollozando.

– ¿De qué, paloma?

– De ti -gimió ella.

En aquel momento él se dio cuenta de lo muy inocente que era ella en realidad. Delicadamente, hizo que se sentara sobre su capa, extendida encima de la hierba.

– No tengas miedo, Adora. No te haré daño.

La abrazó cariñosamente, estrechándola sobre su pecho, y pronto quedó empapada la pechera de su camisa.

– Yo… yo nunca había estado con un hombre -confesó ella, y sus sollozos se mitigaron un poco-. No sé lo que debo hacer, y no quisiera que me tomaran por una ignorante.

El contuvo la risa.

– Adora -dijo gravemente-, creo que será mejor que sepas quién soy, como sé yo quién eres tú, alteza. -Percibió que ella ahogaba una exclamación-. Soy el príncipe Murat, tercer hijo del sultán Orján. Los rumores podrían hacerte creer que soy un libertino. Pero me rijo por el Corán y, ciertamente, jamás seduciría a una esposa de mi padre…, aunque sea muy tentadora. Y sólo un instrumento político.

Durante un momento, todo quedó en silencio. Entonces preguntó ella:

– ¿Has sabido quién soy desde el principio?

– Casi. Cuando nos conocimos, volvía al palacio después de visitar a una amiga que vive cerca de aquí. Forzosamente tenía que pasar por delante de Santa Catalina. Cuando me dijiste tu nombre, comprendí de pronto que debías ser la Teadora.

– ¿Y me besaste, a pesar de saber quién era? ¿Y me citaste? ¡Eres despreciable, príncipe Murat!

– Pero has venido, Adora -le recordó él, a media voz.

– ¡Sólo para decirte que no debes volver aquí!

– No. Ha sido porque sentiste curiosidad, paloma. Confiésalo.

– No confieso nada.

El adoptó ahora un tono más amable.

– La curiosidad no es un delito, amiga mía. Es natural que una joven sienta curiosidad por los hombres. Sobre todo si está recluida en un claustro. Dime, ¿cuándo fue la última vez que viste a un hombre?

– El padre Besarión me confiesa todas las semanas -contestó remilgadamente ella.

El rió en voz baja.

– He dicho un hombre, no el seco envoltorio de un viejo sacerdote.

– No he visto a ningún hombre desde que entré en Santa Catalina. Los otros alumnos no viven aquí, y ninguno viene a visitarme -explicó lisa y llanamente ella.

El alargó un brazo y cubrió la fina manita con su mano grande y cuadrada. Su tacto era cálido. El sintió que la joven se relajaba.

– ¿Estás muy sola, Adora?

– Tengo mis estudios, príncipe Murat -respondió ella. -Pero no amigos. ¡Pobre princesita! Ella retiró la mano.

– No necesito que nadie me compadezca. ¡Y menos tú!

Había salido la luna. Era llena y redonda; su luz brillante producía reflejos de plata en los gordos melocotones dorados que pendían, como globos perfectos, de las cargadas ramas. También iluminó la blanca tez de Teadora Cantacuceno, y Murat vio que su actitud era orgullosa, aunque se esforzaba en que las lágrimas no llenasen sus ojos amatista.