La boda se celebraría en Bursa, y la corte otomana se trasladaría de su nueva capital en Europa a la antigua en Asia.

En un esfuerzo para calmar a su irritada favorita, Murat ordenó que le preparasen un exquisito palacete conocido como Serrallo de la Montaña; pero Adora se mostró inflexible.

– ¡La hija de un emir asiático medio salvaje, concebida por una esclava desconocida! ¿Vas a casarla con mi hijo? ¿Te atreves a encumbrar a esa mozuela por encima de mí? ¡Yo soy Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio! Por Alá que incluso Tamar de los Búlgaros es más educada que esa muchacha de Hermiyán. Y sin embargo vas a casarla con tu heredero, mientras que yo, su madre, debo continuar escondiendo mi vergüenza de no ser más que tu concubina.

Su cara era la viva imagen del furor. Pero Adora se reía por dentro. Había esperado durante años esta oportunidad, y la expresión de Murat le decía que el sultán sabía que estaba atrapado.

– Eres mi amada -respondió él. Ella lo miró con frialdad.

– No soy una simple doncella que se deje convencer por tonterías románticas, mi señor Murat.

– Nunca fuiste una «simple» doncella, paloma -rió él-. Te dije desde el primer momento que no tenía necesidad de contraer matrimonios dinásticos. Mis antepasados los necesitaron. Yo no.

– Tal vez no lo necesitaste entonces, mi señor Murat; pero lo necesitas ahora -respondió suavemente ella.

El reconoció el tono de su voz. Era su grito de guerra. Le pidió pausadamente:

– Explica tus palabras, mujer.

Ella le sonrió dulcemente.

– Es muy sencillo, mi señor. En justicia o en buena conciencia, no puedes elevar a Zubedia de Germiyán por encima de Tamar y de mí. La muchacha está ya demasiado orgullosa de su posición como heredera de las tierras de su padre. No nos respetará, aunque seamos mucho más educadas que ella. Si no te casas con Tamar y conmigo, Bajazet tampoco se casará con Zubedia. Y no pienses en amenazarnos con Yakub, pues tu hijo menor está tan resuelto como el mayor a que te cases con su madre.

– Podría hacerte azotar por esta impertinencia -la amenazó hoscamente él.

– Moriría antes que pedirte clemencia -replicó Adora, y él supo que era verdad-. Dices que me amas, Murat. Durante años, has vertido torrentes de palabras proclamando la pasión que sientes por mí. Te he dado tres hijos y una hija, a los que adoras. ¿Entregarás Janfeda a un hombre como concubina, cuando sea mayor, o cuidarás de casarla como es debido? No, mi señor Murat. No necesitas contraer matrimonios dinásticos; pero, si me amas de veras te casarás conmigo antes de que nuestro hijo tome esposa.

– ¿Y también con Tamar, Adora?

Ella suspiró.

– Sí, también con Tamar.

– ¿Por qué? -preguntó él-. No os apreciáis y, sin embargo, quieres elevarla a tu nivel.

– También ella es madre de un hijo tuyo y, aunque Bulgaria en su apogeo difícilmente puede compararse con Bizancio en decadencia, Tamar es miembro de una casa real, lo mismo que yo. -Apoyó una mano delicada sobre el nervudo brazo y miró al sultán-. No ha sido fácil para ella, Murat. Yo al menos tengo tu amor. Ni siquiera como esposas seríamos realmente iguales, pero esto apaciguaría el orgullo de Tamar. Te ha dado un hijo y se lo merece.

– Yo no os prometí matrimonio a ninguna de las dos -gruñó él.

– Pero acabarás desposándonos, mi señor, pues sabes que tengo razón.

– ¡Maldición! ¡No me importunes, mujer!

Ella se arrodilló en silencio, bajos los ojos, cruzadas las manos. La perfecta imagen de la esposa sumisa, cosa que él sabía que no era ni sería nunca. Sabía lo que se hacía. Una esposa imponía siempre más respeto que una favorita en el harén. Y cuando él hubiese fallecido, una viuda tenía más poder que una ex favorita.

– No quiero fanfarria -gruñó Murat-. Se hará sin ruido. Esta noche. -Batió palmas y dijo al esclavo que le atendía-: Di a Alí Yahya que vaya a buscar al primer mullah de Adrianópolis. -El esclavo salió y el sultán se volvió a Adora-. Mis hijos serán testigos del acto. Envíamelos y comunica a Tamar mi decisión.

Ella se levantó.

– Gracias, mi señor.

– Al menos te muestras agradecida después de la victoria, -dijo irónicamente él-. Bueno, mujer, ¿qué querrás como precio por tu boda?

– ¡Constantinopla! -respondió tranquilamente ella.

Él soltó una carcajada.

– Te pones un precio muy elevado, Adora, ¡pero lo vales! Sin embargo, por ahora, pondré una cantidad de oro en tu poder. Me lo devolverás cuando te entregue la ciudad.

– Con intereses, mi señor, pues lo invertiré con los venecianos. -Se dirigió a la puerta. Entonces dio media vuelta y dijo simplemente-: Te amo, Murat. Siempre te he querido.

Él la abrazó bruscamente y enterró la cara en sus cabellos.

Guardaron silencio durante un momento y Adora sintió los latidos regulares de su corazón.

– No soy un príncipe romántico como los que cantan los poetas persas -dijo-. Sé lo que siento, pero a veces tengo dificultad con las palabras. Soy un hombre de guerra, no de amor.

– Tú eres mi príncipe de amor -lo interrumpió ella.

Murat la echó atrás para poder mirarla a la cara.

– Mujer -dijo, con voz ronca-, eres parte de mí. Si te perdiese sería como si hubiese muerto la mitad de mi persona.

Los ojos violetas brillaron de alegría. Él se animó y añadió:

– Te amo, Adora. -Después se apartó bruscamente de ella-. Envíame a mis hijos -ordenó.

Pocas horas más tarde, Adora y Tamar estaban silenciosamente ocultas en una pequeña habitación, encima del salón privado del sultán. Observaron y escucharon en secreto, a través de una celosía, mientras el sultán dictaba sus contratos matrimoniales a los amanuenses. Esto fue seguido de la breve ceremonia nupcial musulmana, presenciada en calidad de testigos por el príncipe Bajazet y su hermanastro el príncipe Yakub. Las novias no participaban en la ceremonia. Murat se unió primero a Teadora y después a Tamar. Cuando los esponsales terminaron, las dos mujeres no se dijeron nada, sino que cada cual volvió a su propio patio.

Al día siguiente, la corte empezó su viaje a Bursa, dirigiéndose a la costa, a la vista de Constantinopla. Antes de embarcar para cruzar el mar de Mármara, Adora mandó un mensaje verbal a su hermana Elena, por medio de los guardias bizantinos enviados por el emperador para honrar a su señor supremo.

– Decid a la emperatriz que su hermana, la esposa del sultán, le transmite sus saludos.

– Se da mucho tono -bufó Elena, después de recibir el mensaje.

– Sólo dice la verdad -replicó Juan Paleólogo, riendo satisfecho. Desplegó un pergamino que tenía en la mano y lo miró de nuevo-. Se casó con él hace varios días.

La expresión del semblante de su esposa fue sumamente agradable para el emperador, que no mitigó el disgusto de Elena al decirle que Murat se había casado también con Tamar. ¡Que se cociese en su propio veneno! Y con esta alegre idea, el emperador dejó a su esposa y a Constantinopla para participar en las fiestas de Bursa.

La hija del emir de Germiyán iba a casarse con una pompa jamás vista en la corte otomana.

El sultán lucía el traje bizantino más elegante, y lo propio hacían sus hijos. Así, mientras la más joven princesa de Germiyán, Zenobia, que sólo tenía diez años, se casaba sin ceremonia con un fiel general de Murat y la enviaban a vivir con la madre de su esposo, la hermana mayor contraía matrimonio entre el regocijo general y grandes festejos.

En toda la ciudad se asaban corderos enteros en fogatas y los esclavos del sultán se movían entre la muchedumbre, ofreciendo pasteles de almendras trinchadas y miel recién cocidos. Murat brindó a sus nobles visitantes su propio palacio, con servidores bien adiestrados y un harén de media docena de hermosas vírgenes para cada uno. Los elegantes trajes de Bizancio y la afición a la pompa se estaban introduciendo en el estilo de vida otomano, y a los otomanos les gustaba.

Mientras Murat celebraba el banquete de boda con el novio y sus invitados, Adora recibía a la novia y a las otras mujeres. Los ágapes y las fiestas duraron nueve días. En la noche del noveno, Zubedia de Germiyán fue conducida en una litera cubierta a la casa de su esposo, donde se encontró por primera vez con Bajazet. Iba acompañada de Adora y Tamar.

Cuando hubieron preparado a la joven para acostarse, Adora dijo:

– Informaré a tu dueño y señor de que lo esperas para cuando a él le plazca.

– No, mi señora madre -intervino Zubedia-. La costumbre en mi tierra es que el marido de una princesa de Germiyán debe esperarla a ella en la noche de bodas. El contrato matrimonial entre mi padre, el emir, y el padre del príncipe Bajazet, el sultán, me permite seguir nuestras propias costumbres.

Tamar pareció confusa, pero Adora se echó a reír.

– Creo que ni mi señor Murat ni mi hijo conocen esta costumbre. ¿Es verdad? ¿No será que tienes miedo?

– Es la verdad, señora. Lo juro.

Adora rió de nuevo.

– Una costumbre muy buena -dijo-y que tendremos que adoptar. A partir de hoy, la seguirán todas las princesas otomanas. -Miró a Zubedia-. No harás esperar mucho a Bajazet, ¿verdad, pequeña? Es orgulloso, como todos los hombres, y yo deseo que seas feliz con él. No empieces con mal pie.

La niña sacudió la cabeza. Adora la besó en la mejilla.

– Te deseo alegría -dijo.

Tamar siguió su ejemplo y, después, las dos mujeres dejaron sola a la novia.

– Si esa chiquilla se hubiese casado con mi hijo, no habría permitido semejante atrevimiento -exclamó Tamar, mientras se dirigían apresuradamente a saludar al novio y a su grupo.

– Pero no se ha casado con tu hijo, sino con el mío.

– No sé por qué no ha hecho Murat que fuese mi Yakub quien se casara con Germiyán -se lamentó Tamar-. Entonces Yakub al menos habría tenido su propio reino al morir el viejo emir.

– A Murat no le interesa que Yakub tenga un reino propio. Está construyendo un imperio para las futuras generaciones de sultanes otomanos que vendrán detrás de él. Llegará un día en que gobernaremos desde Constantinopla hasta Belgrado y hasta Bagdag.

– ¡Estás loca! -se burló Tamar.

– No; tengo visión de futuro, como mis antepasados. Ellos fueron también constructores de imperios. Pero no puedo esperar que la hija de un hombre que es poco más que un jefe de tribu comprenda una cosa así.

Y antes de que Tamar pudiese replicar, entraron en el atrio de la casa para saludar al novio y a sus acompañantes. Adora miró a sus dos hijos con asombro. Halil era el vivo retrato de su padre: un hombre alto, moreno de ojos azules, con rizados cabellos negros y barba poblada. La bota inteligentemente confeccionada hacía que la cojera apenas fuese perceptible. Era un consejero valioso de su hermanastro Murat.

A sus dieciocho años, Bajazet era hijo de su padre. Un mozo alto, de nariz larga, ojos negros, grandes y expresivos, y la boca sensual de Murat. De su madre había heredado la piel blanca, que ahora mantenía cuidadosamente afeitada. Al crecer tendría una magnífica barba negra, como su hermanastro Halil.

De ambos padres había heredado la inteligencia, y demostraba ya ser un brillante jefe militar. Los soldados les habían apodado Viderim, o sea «Rayo». Aunque inteligente, Bajazet era impulsivo. Sus padres esperaban que esta característica disminuyese con los años.

Adora besó a su hijo menor, que preguntó:

– ¿Me espera la novia?

Adora se volvió al emir de Germiyán.

– Decidme, mi señor emir, ¿es costumbre en vuestro país que el novio tenga que esperar a la novia?

Por un momento, el viejo emir de Germiyán pareció intrigado. Después, al comprender, pareció confuso.

– ¡Lo había olvidado! -exclamó-. Esa picara Zubedia tenía que recordar la antigua costumbre.

– ¿Queréis decir -preguntó Murat-que, según esta costumbre, Bajazet no puede entrar en la cámara nupcial hasta que ella le dé permiso? -Y cuando Adora asintió, el sultán rió entre dientes-. Parece, hijo mío, que te has casado con una doncella muy animosa. -La cólera se pintó en el semblante de Bajazet, pero su padre le dio unas palmadas en el hombro y dijo-: Hemos prometido que Zubedia puede conservar sus propias costumbres. Deja que la niña se dé importancia. Por la mañana sabrá perfectamente quién es el gallo y quién es la gallina en vuestra casa.

– Sí, hermanito -intervino el príncipe Halil-, asegúrate de que la muchacha se entere de quién es el verdadero dueño; en otro caso, tu vida de casado sería una larga batalla. Pégale, si es necesario.

– ¡Halil! -riñó Adora a su hijo mayor. Pero los hombres se rieron. Ella se volvió a Bajazet y lo besó-. Te deseo alegría, querido. -Una lágrima resbaló por su mejilla y él la enjugó con un beso, mientras sonreía cariñosamente-. Has crecido demasiado deprisa para mí -explicó suavemente Adora y salió rápidamente de la casa para volver a su propio serrallo.