Manuel sintió que el sudor le resbalaba por la espalda y por las piernas. El alivio hacía que flaquease. Se levantó despacio.
– Señor -dijo, y se le quebró la voz. Contuvo las lágrimas-. Señor, os doy las gracias. Juro que no volveré a fallaros.
– Procura que así sea -dijo severamente el sultán-. Ahora ve a ver a tu tía y dale las gracias por tu vida. Intercedió eficazmente en tu favor.
Manuel se retiró de la sala de audiencias y siguió a un esclavo que lo condujo hasta Teadora. Al entrar en la estancia, ella se levantó y se acercó a su sobrino con las manos extendidas. Lo abrazó, lo besó en la mejilla y dijo:
– Bueno, Manuel, has estado con el león en su cubil y has salido de él con vida.
– A duras penas, tía.
¡Dios mío! ¡Era más adorable que nunca! ¡Completamente distinta de su propia madre! ¿Cómo podían ser dos hermanas tan distintas?
– Siéntate, querido. Pareces agotado. Iris, ve a buscar un refrigerio. Mi sobrino parece necesitarlo. ¿Cómo está tu padre, Manuel? ¿Y, desde luego, mi querida hermana?
– Mi padre está muy bien. Mi madre, como de costumbre. -Vio un brillo malicioso en los ojos de Teadora-. Creo -siguió diciendo-que debo la vida a vuestra lengua de plata.
Ella asintió con la cabeza y sonrió.
– Tenía una antigua deuda con tu padre, Manuel. Ahora la he pagado. Traiciona otra vez a mi señor Murat y yo misma empuñaré la espada para tu ejecución.
– Lo comprendo, tía. No volveré a ser desleal.
– Ahora dime qué piensas de tu proyectado matrimonio.
– Supongo que es hora de que siente la cabeza y tenga hijos.
– ¿No sientes curiosidad por tu novia?
– ¿Acaso puedo elegir, tía?
– No -admitió riendo ella-, pero no pongas esa cara tan triste. Es una doncella encantadora. -¿La habéis visto?
– Sí, vive aquí, en el palacio de Bursa. Está como rehén para asegurar el buen comportamiento de su familia. Este matrimonio los atará más a nosotros, cuando vean lo bien que la hemos tratado. Creo que esperaban que la metiésemos en el harén de algún emir. No pensaban que un día podía convertirse en emperatriz de Bizancio.
– ¿Cómo es?
– Hermosa, con unos cabellos rubios rojizos y brillantes ojos azules. Su madre era griega. Lee, escribe y habla griego. También lee y habla turco. Tiene dulce la voz, ha aprendido todas las virtudes del ama de casa, y es fiel en sus devociones. Ha pasado parte del tiempo que lleva con nosotros aprendiendo la manera oriental de complacer al marido. Creo que la encontrarás perfecta.
Los ojos de Teadora brillaban maliciosamente.
– ¿Podré echar un vistazo a este dechado de virtudes, tía?
– Acércate a la ventana, Manuel, y mira hacia el jardín. Las dos doncellas que juegan a la pelota son tu prima, Janfeda, y tu prometida Julia.
– ¿Está Janfeda aquí? He oído decir que tenía que ir a Bagdad.
– Irá pronto.
Manuel Paleólogo estudió a la niña que jugaba con su linda prima. Julia era una criaturita muy bella. Reía fácilmente y no protestaba cuando se le escapaba la pelota. El se sintió de pronto abrumado por su buena suerte. Había llegado a Bursa esperando no salir vivo de allí. En cambio, le habían perdonado sus pecados y regalado una bella novia.
Un hombre menos inteligente habría cometido el error de considerar este trato como un signo de debilidad por parte del sultán. Manuel Paleólogo no lo cometió. Su padre tenía razón: Murat estaba jugando a avivar las rencillas entre los Paleólogos. Le convenía que Manuel tomase por esposa a la joven Julia de Nicea. Un hombre estúpido se habría considerado ofendido. Pero Manuel, como su padre, veía que el antaño poderoso Imperio de Bizancio había quedado reducido a casi nada. Sabía que, tarde o temprano, lo que quedaba de él caería en manos de los turcos otomanos. Mientras tanto Juan y él harían todo lo posible por conservar lo que quedaba de Bizancio. El era hijo de su padre, y Juan Paleólogo podía estar orgulloso. Si la paz con los turcos exigía que se casase con aquella adorable criatura que corría sobre el césped, sin duda Manuel obedecería las órdenes.
– Cuando entornas así los ojos -dijo su tía-, te pareces a tu padre, y casi adivino lo que estás pensando.
El rió de buen grado.
– Estaba pensando que soy muy afortunado. Estoy vivo y tengo una hermosa novia. ¿Cuándo voy a casarme con la doncella?
– Mañana. Mi señor Murat ha hecho venir al metropolitano de Nicea a Bursa y celebrará la ceremonia al mediodía.
– ¿Lo sabe ya la novia? -preguntó secamente Manuel.
– Se lo diremos esta tarde -respondió Adora con suavidad-. Y ahora, sobrino, te permitiré volver a tus habitaciones. Querrás pasar el tiempo orando y meditando antes de tu boda.
Su tono era serio, pero los ojos reían. El se levantó, la besó en la suave mejilla y salió de la habitación. Adora permaneció sentada unos minutos, satisfecha del trabajo del día. Le gustaba Manuel. Se parecía mucho a su amable padre. Cuando Juan Paleólogo prometió a su hijo que anunciaría su llegada, había escrito a Adora, no al sultán. La esposa favorita del sultán no conocía bien a Manuel, pero Juan había sido mucho menos elocuente cuando había hablado de su hijo mayor. La actuación de Manuel como gobernante era buena y su amor y fidelidad hacia su padre eran auténticos. Adora se había sentido bien dispuesta a interceder por el joven. Ahora, después de hablar con él, creía que su fe en el buen juicio de Juan estaba justificada.
– Ah, estás pensando de nuevo -bromeó Murat, entrando en la habitación-. Te saldrán arrugas. Las mujeres no deben pensar demasiado.
– Entonces no deberían existir arrugas en tu harén -replicó ella-. No hay una sola que piense.
Desternillándose de risa, él la levantó y la llevó a su cama. La lanzó sobre la colcha. Después se tumbó a su lado y la besó.
– Tu boca sabe a uvas, Adora -dijo, soltándole los cabellos de su elegante diadema. La oscura y sedosa mata le resbaló sobre los hombros. El tomó un mechón entre los dedos y olió su fragancia-. He perdonado a tu sobrino, mujer. Y le he dado una hermosa novia.
Ella apretó la mejilla contra el pecho de Murat y sintió los fuertes latidos de su corazón.
– Estoy enterada de todo esto, mi señor Murat. -¿Y no tengo derecho a una recompensa por mi generoso comportamiento?
– Sí, mi señor, lo tienes. Casi he terminado de bordar tus nuevas zapatillas con aljófar -respondió ella con seriedad. -¿Aljófar? ¿En mis zapatillas? -exclamó él, incrédulo. -Sí, mi señor -respondió recatadamente ella, pero su voz tenía un temblor gracioso y había bajado los ojos-. Me he pinchado los dedos de mala manera, pero ésta es una buena recompensa por la generosidad de mi señor.
Él la sujetó y lanzó un juramento ahogado.
– ¡Mírame, mujer!
Su orden fue correspondida con una risa cantarina, al levantar Adora los encantadores ojos hacia él.
– ¿No quieres las zapatillas, mi señor? -preguntó cándidamente.
– ¡No! ¡Te quiero a ti! -resopló Murat. Ella le rodeó el cuello con los brazos.
– Entonces, tómame, mi señor. ¡Te estoy esperando! -Y depositó un beso dulce y ardiente en su boca.
La fina túnica se abrió bajo las rápidas manos de Murat, y Adora quedó desnuda a su suave y seguro tacto.
La túnica de brocado del sultán se abrió también bajo las ágiles maniobras de ella, que le devolvió sus caricias, deslizando las manos sobre su larga espalda y apretando la dura redondez de sus nalgas.
– Mujer -murmuró él junto al cuello de ella-, si las huríes que tengo destinadas en el Paraíso tienen manos la mitad de suaves y la mitad de hábiles que las tuyas, me consideraré afortunado.
Ella rió suavemente y acarició su virilidad. Provocó delicadamente en él una pasión tan intensa que sólo la furiosa y rápida posesión de su cuerpo logró satisfacerla.
Ahora era él el dueño, incitándola, reteniéndola, haciéndola gritar de placer. La besó una y otra vez hasta que Adora estuvo a punto de desmayarse y le devolvió los besos con una intensidad y un ardor que sólo aumentó su mutua pasión. Frenéticamente, Murat murmuró su nombre al oído:
– ¡Adora! ¡Adora! ¡Adora!
Y ella le respondió dulcemente:
– ¡Murat, mi amado!
Entonces, de pronto él no pudo dominar por más tiempo sus deseos. Sintió que el cuerpo de ella alcanzaba el mismo clímax abrasador. Ella se estremeció violentamente varias veces. Su piel casi quemaba al tacto. Gruñendo, él derramó su simiente en el suave cuerpo de la mujer y, en un súbito fulgor de claridad, Adora se dio cuenta una vez más de que, en la constante batalla entre hombres y mujeres, era siempre la mujer quien al fin salía victoriosa. Le estrechó cariñosamente, murmurándole dulces palabras de amor.
Cuando Adora se despertó por la mañana, él estaba todavía durmiendo a su lado, con aire infantil a pesar de sus años. Durante un momento, permaneció inmóvil, observándolo. Después le besó en la frente. Los ojos oscuros que se abrieron y la miraron estuvieron, por un brevísimo instante, tan llenos de amor que se quedó asombrada. Sabía que él la amaba, pero no era un hombre dado a decirlo a menudo. La emoción que había percibido hizo que se sintiera humilde. Comprendía por qué lo disimulaba él. Murat consideraría siempre el amor como una debilidad. Creía que demostrar esta debilidad a una mujer lo rebajaba y daba a la mujer una ventaja injusta.
Adora sofocó una risa. ¿No confiaría él nunca en su amor?
– ¡Levántate, mi señor, mi amor! El sol ha salido ya y hoy es el día en que vamos a casar a mi sobrino con la pequeña heredera de Nicea.
¡Qué adorable es todavía!, pensó él, contemplando su piel de camelia, envuelta en los largos cabellos oscuros.
– ¿Es que no podemos tener un momento para nosotros? -gruñó, besando su hombro redondo.
– No -se chanceó ella, levantándose de la cama-. ¿Te gustaría que circulase el rumor de que el sultán Murat se ha ablandado y haraganea en brazos de una mujer después de salir el sol?
El rió, saltó de la cama y dio una certera palmada en el tentador trasero. Fue recompensado con un grito de indignación.
– Mi señora Adora, tienes una lengua muy procaz.
– Y tú, mi perezoso señor -gimió ella, frotándose la parte dolorida-, tienes una mano muy dura.
Y tomando una túnica de gasa, corrió hacia el baño, seguida de la risa divertida de él.
La hechicera debe tener siempre la última palabra, pensó Murat.
Entonces se dirigió a sus habitaciones. Quería que el joven Manuel contrajera matrimonio lo antes posible. Aunque el emperador no podía poner reparos a la muchacha, probablemente se enfadaría al descubrir que el sultán había usurpado su autoridad paterna. Murat quería que la pequeña Julia quedase rápidamente encinta, para que no hubiese posibilidad de anular el matrimonio. La madre de la joven había sido prolífica. Murat esperaba que Julia fuese tan fecunda como ella, pero la delgadez de la niña le preocupaba un poco.
Murat no intervino oficialmente en la ceremonia religiosa. Permaneció detrás de un biombo tallado mientras el patriarca de Nicea unía a la joven pareja. Al sultán le divertía ver cómo la niña de ojos grandes miraba de reojo al desconocido con quien se estaba casando.
Después se reunió con los recién casados para una pequeña celebración en las habitaciones de Adora. Tamar estaba también allí, pero más para presionar en pro de su propio hijo que para felicitar a la joven pareja. Llevándose a Murat a un rincón, se lamentó:
– Primero, tu hijo Bajazet se casa con Zubedia de Germiyán. Ahora casas a tu sobrino Manuel con Julia de Nicea. ¿Y nuestro hijo Yakub? ¿No tienes una novia noble para él? ¿Es que sólo aprecias a la familia de Teadora?
Él le dirigió una mirada de desaprobación. Ya no era la esbelta belleza de espléndidos cabellos de oro que lo había fascinado. Había engordado, tenía la piel más áspera y descolorido el cabello. Nunca se le ocurrió a Murat que su ausencia de la vida de ella y de su cama fuese la causa de estos cambios. Nunca la había apreciado mucho y ahora le resultaba irritante.
– Yakub es mi hijo menor. No lo he elegido para sucederme. El destino de Yakub dependerá de su hermano mayor, Bajazet. Mi padre eligió a mi hermano Solimán y, por consiguiente, no tuve favoritas fértiles ni hijos hasta después de su muerte. Es posible que Yakub sólo me sobreviva unas horas cuando yo muera. Si tal es su destino, tampoco sobreviviría ninguno de sus hijos.
Ella tenía los ojos desorbitados de espanto.
– ¿Qué me estás diciendo? -murmuró.
– Sólo puede haber un sultán -explicó pausadamente él.
– Pero tu propio padre nombró visir a su hermano Aladdin.
– Y yo destituí a un medio hermano que era mayor que yo, pues había quienes habrían puesto a Ibrahim por delante de mí y gobernado a través de él.
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