– ¿Perdonarías el asesinato de tu propio hijo? -dijo ella, horrorizada.

– ¡Sí! -respondió enérgicamente él-. Tú eres cristiana, Tamar, y fuiste criada en un mundo donde se hablaba a diario de lanzar cruzadas contra el turco «infiel». A tus hermanos cristianos nada les gustaría más que provocar conflictos entre dos herederos de mi reino. Por consiguiente, cuando yo muera, es probable que Yakub me siga al poco tiempo. Sólo puede haber un sultán. No hablemos más de esto, ni de esposas para Yakub.

– Entonces, ¿por qué fue perdonado tu medio hermano Halil cuando llegaste a ser sultán? El hijo de Teadora con tu padre, ¿no constituía un peligro para ti? O tal vez -sugirió desagradablemente-, ¿es en realidad hijo tuyo y no de Orján?

Murat tuvo ganas de pegarle, pero no quiso estropear la fiesta. En vez de ello la miró con profundo disgusto.

– Mi hermanastro está lisiado. Ciertamente, sabes que a un sultán otomano no se le permite ninguna deformidad. Y no vuelvas nunca a insultar a Adora con torpes insinuaciones, Tamar, o te arrancaré la lengua de la boca. Su vida con mi padre fue desgraciada.

– Como la mía contigo -le echó en cara ella.

– Es tu propia amargura la que hace que seas infeliz. Te convertiste en mi segunda esposa sabiendo muy bien que Teadora se había adueñado de mi corazón.

– ¿Tenía yo alguna alternativa?

– No -reconoció él-. Tenías que obedecer a tu padre.

– Y tú habrías podido rechazar el ofrecimiento de mi padre, ¡pero me deseabas!

– Hubieses podido ser feliz, Tamar. Adora te recibió como a una hermana y trató de allanarte el camino. Pero tú rechazaste su amabilidad y te comportaste como una niña mimada.

– Y en el momento álgido de tu pasión, en nuestra noche de bodas, murmuraste su nombre una y otra vez, ¡como en una oración!

– ¿En serio?

Le impresionó el odio que vio en sus ojos, tanto como lo que acababa de decirle. Ella se volvió y salió despacio de la habitación.

Solamente Teadora había presenciado la escena. Desde luego, no había oído las palabras que habían intercambiado, pero había percibido el odio de Tamar. Ahora vio la mirada perpleja de Murat. Pero él se limitó a sonreír y se reunió con ella. Teadora olvidó muy pronto el extraño episodio.

Pero Tamar no lo olvidó. La amargura que había aumentado oculta en ella a través de los años se desvió ahora hacia la venganza. De vuelta en sus habitaciones, despidió a sus mujeres y se arrojó llorando sobre su cama. De pronto sintió que no estaba sola. Se incorporó y vio un eunuco plantado en silencio en un rincón.

– ¿Qué estás haciendo ahí? -preguntó, furiosa.

– Pensé que podría seros útil, mi señora. Se me rompe el corazón al oíros llorar así.

– ¿Por qué te importa? -murmuró Tamar.

El cruzó la estancia y cayó de rodillas.

– Porque me atrevo a amaros, mi señora -murmuró.

Tamar, sorprendida, miró fijamente al eunuco arrodillado. Era increíblemente hermoso, con unos ojos castaños húmedos orlados de espesas pestañas oscuras, y cabellos negros rizados. Era alto y, a diferencia de muchos eunucos, musculoso y fuerte.

– No te había visto hasta ahora -dijo ella.

– Sin embargo, fui puesto a vuestro servicio hace más de un año -respondió él-. He visto aumentar en vos la expresión de tristeza, mi señora, y ansío borrarla.

Tamar empezaba a sentirse mejor. El descarado y joven eunuco le hablaba como si realmente le importase.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó al fin.

– Demetrio, mi adorable señora.

Ella disimuló una sonrisa, tratando de parecer hastiada.

– Antaño fui adorable, Demetrio; pero ya no lo soy.

– Un poco de ejercicio, un lavado especial para que vuestros cabellos vuelvan a ser dorados… y desde luego, alguien que os ame.

– Las dos primeras cosas son fáciles de hacer -observó ella-, pero la tercera es imposible.

– Yo -dijo él, bajando la voz-podría amaros, mi queridísima señora.

Le resiguió con sus húmedos y hermosos ojos castaños. Tamar sintió un escalofrío desde los pies a la cabeza.

– Eres un eunuco -murmuró. Y después, temerosa-: ¿O no lo eres?

– ¡Mi dulce e ingenua señora! -murmuró él, asiéndole una mano y acariciándola-. Hay dos maneras de castrar a un varón. A los niños pequeños se les extirpa todo, pero a los chicos mayores y a los hombres jóvenes como yo, sólo se les corta la bolsa que contiene la simiente. De esta manera es menor el índice de mortalidad. -Se levantó y se bajó los pantalones. El miembro viril pendía fláccido-. Acariciadme, mi señora -suplicó.

Tamar, fascinada, accedió a hacerlo. A los pocos momentos, su erección fue la propia de un hombre normal. Empujó suavemente a Tamar sobre los almohadones de su diván.

– Por favor, dulce señora, permitid a Demetrio que os haga de nuevo feliz.

Si los sorprendían, pensó ella durante un breve instante; si…

– ¡Oh, sí! -balbució ansiosamente, y se quitó a toda prisa la túnica.

Él le asió las manos. -Despacio, mi señora. Dejadme a mí. Cuidadosamente le quitó el pantalón y la camisa de seda. La miró con anhelo y pensó que tenía muy buena figura. Un poco fofa en algunos sitios, pero él lo remediaría pronto. Alí Yahya había estado en lo cierto. Ella ansiaba un amante.

Arrodillándose junto al diván, tomó en sus manos uno de los pequeños pies y besó cariñosamente cada uno de los dedos, después la planta, el talón y el tobillo. Sus labios fueron subiendo por la pierna y bajaron por la otra. Todavía arrodillado, su boca resiguió el ombligo y los senos. Mordió delicadamente los pezones y después los excitó con su cálida lengua. Ella respiraba agitadamente, con los ojos cerrados y una expresión de dicha en el semblante. Él se dispuso a meterse en la cama y ella exclamó:

– ¡La puerta! ¡Cierra la puerta!

El eunuco lo hizo, volvió y la penetró rápidamente. Tamar terminó con demasiada rapidez, sollozando con ansiedad y maldiciendo, frustrada.

– No, no, dulce señora -la tranquilizó Demetrio-. Soy como un toro y os complaceré largamente y despacio.

No hizo esta promesa a la ligera, y fue el principio de la noche más increíble en la vida de Tamar. El eunuco sirvió a su ama una y otra vez, hasta que la joven quedó tan agotada que no pudo levantar la cabeza de las almohadas. En este punto consideró Demetrio que era prudente detenerse, a pesar de las protestas de Tamar.

– ¿Volverás mañana por la noche?

– Si mi princesa lo desea -respondió sonriendo él.

– ¡Sí! ¡Sí!

– Entonces obedeceré.

– Debes convertirte en mi jefe de eunucos.

– Ya tenéis un jefe de eunucos.

– Deshazte de él de alguna manera -murmuró Tamar e inmediatamente se quedó dormida.

Demetrio salió a hurtadillas de la habitación y fue en seguida a ver a Alí Yahya.

Al hacerse viejo, Alí Yahya había descubierto que cada vez necesitaba dormir menos; en consecuencia, salvo unas tres horas en mitad de la noche, pasaba las noches en vela.

– ¿Lo has conseguido al fin? -preguntó al entrar Demetrio, con una expresión de triunfo en la cara.

– Completamente, mi amo. La pillé en un momento de flaqueza. Volvía de la boda y estaba muy deprimida. Preocupada en despedir a sus mujeres, ni siquiera me vio. Cuando se creyó sola, se echó a llorar. Entonces me di a conocer y la consolé.

– ¿Del todo?

– Del todo, mi amo. Ahora soy su amante. Ya me ha pedido que vuelva mañana…Quiere que sea su jefe de eunucos y me ha dicho que me deshaga de Pablo.

– Ya -asintió secamente Alí Yahya-. Tienes que justificar el precio enorme que pagué por ti. Haré que Pablo sea enviado a la casa del príncipe Halil en Nicea. Lo has hecho muy bien, Demetrio. Ahora debes ganarte toda la confianza de la princesa Tamar y conservarla. A partir de ahora tu contacto conmigo debe permanecer en secreto y establecerse solamente cuando sea absolutamente necesario. Ya sabes lo que has de hacer. Ahora te doy el control de la casa de la princesa Tamar. Sólo dependerás de mí.

– Estoy a vuestras órdenes, mi amo -dijo el joven eunuco, haciendo una reverencia.

Alí Yahya asintió lentamente con la cabeza y habló de nuevo.

– Recuerda que has de ser fiel, Demetrio. Si te vuelves ambicioso y tratas de traicionarme, tu muerte será lenta y sumamente dolorosa. Sírveme bien y un día serás rico y libre.

– Estoy a vuestras órdenes, mi amo -repitió Demetrio, y salió de la habitación.

Alí Yahya se retrepó en su sillón, muy satisfecho. Confiaba en aquel joven. Lo había elegido con sumo cuidado.

Había observado que, dado el olvido en que la tenía el sultán desde hacía años, el único objeto en el que Tamar podía verter su amor era su hijo. Yakub había sido apartado de su madre a la edad de seis años y criado en sus propias habitaciones, estrictamente como musulmán. Respetaba a su madre e incluso sentía afecto por ella, pero no la comprendía. Era demasiado intensa y sus intrigas para mejorar su posición a los ojos de su padre resultaban enojosas.

Tamar preocupaba a Alí Yahya. Sólo Alá sabía lo que era capaz de hacer aquella solitaria, amargada y frustrada mujer. Había decidido darle un nuevo aliciente, alguien que no sólo absorbiese la atención de la búlgara, sino que le mantuviese plenamente informado de sus intrigas.

Había estado buscando varios meses la persona adecuada. Tamar era recelosa por naturaleza. El necesitaba un hombre joven, pero no demasiado. Alguien moderadamente inteligente y digno de confianza, pero no ambicioso.

Por casualidad había oído hablar de Demetrio, esclavo de un acaudalado mercader. Como su amo había envejecido y estaba débil, Demetrio se había hecho cargo de sus negocios, dirigiéndolos en beneficio de su dueño. Por desgracia, también se había aficionado a las dos aburridas y jóvenes esposas de su señor, pues Demetrio no quería ver desgraciadas a las mujeres bonitas. Cuando una de las esposas descubrió que la otra disfrutaba también de las atenciones del eunuco, se vengó gritando que la violaban la siguiente vez que la visitó Demetrio. El irritado amo del eunuco mandó azotarlo y lo envió a un mercado de esclavos. Tenía que ser castrado de nuevo y vendido.

Afortunadamente, el vendedor de esclavos quedó impresionado por la belleza de Demetrio. La nueva castración raras veces tenía éxito. Si el joven moría, que era lo más probable, perdería un buen beneficio. El riesgo era para el vendedor, no para el dueño del esclavo. Entonces, aquél había recordado que su viejo amigo Alí Yahya estaba buscando un joven eunuco. Alí Yahya lo vio, quedó favorablemente impresionado y se cerró el trato. Demetrio quedó tan agradecido de haber salvado la vida que juró obedecer ciegamente a Alí Yahya. El jefe de eunucos del sultán supo que podía confiar en aquel nuevo miembro de su personal.

El príncipe Bajazet tenía que ser protegido a toda costa, pues era el elegido de su padre. El príncipe Yakub, aunque fiel a su padre y a su hermano mayor, podía sentirse tentado por las intrigas de su desdichada madre. Había que distraer a Tamar. Demetrio fue elegido para este trabajo.

Demetrio sustituyó a Pablo. Y un día, las pocas esclavas que tenía Tamar fueron reemplazadas por otras mujeres. Como éstas no habían conocido a nadie más, brindaron su lealtad a Demetrio.

La segunda esposa del sultán empezó a cambiar. Perdió el peso que había ganado y sus cabellos volvieron a ser suaves y brillantes. Demetrio satisfacía cada noche sus necesidades físicas.

Aunque estaba más tranquila y satisfecha, Tamar no podía dejar de intrigar. Pero Demetrio conseguía que los planes de Tamar se limitaran a expresiones verbales. Le preocupaba el terrible odio que manifestaba contra la esposa favorita del sultán. Tamar podía volverse completamente irracional cuando se pronunciaba el nombre de Teadora. Despotricaba y hablaba de sus planes para hacer que Adora sufriese como ella había sufrido. Demetrio no lo comprendía, pues Tamar confesaba francamente que nunca había amado al sultán Murat. Entonces, ¿por qué este odio absurdo contra Teadora? Esto fue lo único que Demetrio no contó a Alí Yahya.

El joven eunuco apreciaba de veras a su amante. Si un humilde ex pescador de la provincia de Morea podía atreverse a amar a una princesa, esto fue lo que hizo Demetrio. Aunque Tamar podía ser la peor enemiga de sus propios intereses, tenía ahora alguien que la protegería de sí misma.

CAPÍTULO 26

El príncipe Andrónico había estado encarcelado durante varios años en la Torre de Mármol, situada en el extremo occidental de la ciudad. Después de su ceguera temporal, lo habían enviado a languidecer allí. Su esposa había muerto y su único hijo, Juan, crecía en el palacio.

Vivía cómodamente: sus servidores eran agradables y no se le negaba nada…, salvo mujeres y libertad. Su mundo consistía en las habitaciones donde vivía, aunque las ventanas de la torre le daban una vista panorámica de la ciudad, del campo de más allá y del mar de Mármara.