No se permitían visitantes, por miedo de que empezase a conspirar de nuevo. Lo cierto es que nadie iba a verlo, pues ninguno de sus antiguos amigos deseaba relacionarse con un traidor convicto. Por consiguiente, Andrónico se sorprendió mucho cuando una tarde vio llegar a su madre, muy tapada y repartiendo espléndidas propinas a los guardias. Él la abrazó frenéticamente.
– La hora de tu libertad se acerca, querido hijo -dijo atropelladamente-. ¡Tu hermano se ha desacreditado al fin! -Y le contó rápidamente los sucesos de los últimos meses-. El tonto de tu padre ha enviado a Manuel a Bursa para que pida perdón a Murat. Desde luego, el pobre Manuel no volverá vivo. Entonces tu padre tendrá que ponerte en libertad.
– ¡Seré su co-emperador! -Entonces Andrónico entornó los ojos-. Tal vez seré el único emperador -dijo en voz baja.
– ¡Oh, sí, querido! -exclamó Elena-.Te ayudaré a conseguir todo lo que quieras. Lo tendrás. ¡Te lo juro!
Pero el príncipe Manuel volvió a Bursa. El sultán le perdonó sus pecados y le dio una esposa, que ahora estaba ya encinta. El emperador se sintió aliviado al ver a su hijo favorito, aunque al principio le molestó un poco que Murat le hubiese arrebatado sus derechos de padre. Sin embargo, al cabo de pocos días, Juan admitió que la esposa que Murat había elegido para Manuel era perfecta. Se trataba de una joven de carácter dulce, obediente y muy enamorada de su marido. Manuel correspondía a su afecto. El emperador no podía desear nada mejor para su hijo.
La emperatriz, en cambio, no estaba tan satisfecha. Julia no sólo poseía cualidades de las que Elena carecía, sino que también era muy bonita. Callada, pero de carácter firme, Julia llenaba el hueco que dejaba la emperatriz en sus constantes ausencias. El emperador y su hijo menor estaban más unidos que nunca y Juan se disponía a nombrar co-emperatriz a la joven Julia en cuanto naciese su hija.
Julia tuvo una niña. Era una contrariedad que Manuel y su padre habrían soportado de buen grado si la joven esposa no hubiese enfermado y muerto de fiebre láctea casi inmediatamente después del parto. Manuel quedó destrozado. Hizo que instalasen a su hijita en su propio dormitorio, para poder vigilarla por la noche, y juró que nunca volvería a casarse.
– El hijo de Andrónico, Juan, podrá sucederme -dijo tristemente a su padre-. Es un buen muchacho y se parece a nosotros mucho más que su padre.
Así quedó de momento la cosa. La hija de Julia fue bautizada con el nombre de Teadora, como la tía de su padre. Su abuela, la emperatriz, se enfureció.
Elena empezó a conspirar de nuevo. Aunque su belleza era ahora más basta, seguía resultando atractiva y, manifestaba una sensualidad primitiva que atraía a los hombres.
Elena decidió conseguir el apoyo de sus amigos influyentes en interés de su hijo mayor, Andrónico. Él y no Manuel debía ser co-emperador con su padre. Eligió como cómplices al general Justino Dukas, uno de los mejores soldados del Imperio; a Basilio Focas, importante banquero y mercader, y a Alejo Comneno, el primer noble del Imperio. El general daría apoyo militar a la causa de Elena, y el mercader banquero, ayuda financiera. Comneno atraería a la nobleza, siempre dispuesta a seguirlo. Con frecuencia se decía que, si Alejo Comneno se afeitase la cabeza y se la pintase de carmesí, casi todos los nobles de Constantinopla lo imitarían.
Aunque Justino Dukas pudo garantizar la ayuda de ciertos regimientos del ejército bizantino, necesitarían más fuerzas. El dinero de Basilio Focas compró tropas genovesas y otomanas que esperaron discretamente, fuera de la ciudad, a que se les uniese Andrónico.
En Bursa, Murat se echó a reír hasta que le dolieron los costados, al enterarse de las maquinaciones de Elena. Adora estaba preocupada por la seguridad de Juan y Manuel.
– No sufrirán daño, paloma -le aseguró Murat-. El banquero Focas está a mi servicio. Él cuidará de que no les pase nada a Juan ni a Manuel.
Ella empezó a comprender.
– Entonces, ¿en realidad eres tú quien finanza las tropas otomanas compradas por Elena?
– ¡Oh, no! -rió Murat-. Focas paga la cuenta, pero ninguna tropa otomana luchará sin mi permiso. Me conviene que se mantenga por ahora la agitación interna en Bizancio. De esta manera, no pueden intrigar contra mí mientras proyecto mi próxima campaña de expansión.
– ¿Está la ciudad incluida en esta nueva expansión? -preguntó ella-. No te olvides de que me debes el precio de mi boda.
– Algún día -dijo pausada y seriamente Murat-gobernaremos nuestro Imperio desde allí. Pero todavía no ha llegado la hora. Primero debo conquistar toda Anatolia, para que no puedan atacarme por la espalda. Germiyán ha sido absorbida por nuestra familia, pero los emiratos de Aydín y Karamania siguen constituyendo una amenaza. Y todavía queda una ciudad bizantina cerca de nosotros. ¡Debo tomar Filadelfia!
– No olvides -le recordó ella-que, cuando hayas apartado a los Paleólogos de tu camino, quedarán aún los Comneno de Trebisonda. También ellos son herederos de los Césares.
– Si todo el resto de Anatolia es mío, ¿qué posibilidades tiene Trebisonda contra mí? Estará rodeada de un mundo musulmán por tres lados y de un mar musulmán por el cuarto.
Su estrategia era, como siempre, certera. Murat proyectaba con seguridad su próxima campaña, mientras los miembros de la familia Paleólogo luchaban entre sí por el derecho a gobernar un Imperio moribundo.
Andrónico escapó de la Torre de Mármol y se unió a sus tropas fuera de las murallas de la ciudad. La población de Constantinopla cambiaba de bando según los rumores de cada día. Se dijo que la llegada anual de la peste era la manera con que Dios mostraba al pueblo que Andrónico estaba en su derecho y que Juan y Manuel no tenían razón.
El general Dukas había conseguido rápidamente que las restantes unidades militares apoyasen a Andrónico. Marcharon por la Vía Triunfal entre las aclamaciones del populacho. El emperador Juan y su hijo menor se salvaron solamente gracias a la intervención de Basilio Focas, quien amenazó con retirar su ayuda financiera si sufrían el menor daño. Como Andrónico necesitaba aquella ayuda de la comunidad de mercaderes y banqueros para pagar a sus tropas, no tuvo más remedio que acceder.
Basilio Focas lanzó en secreto un suspiro de alivio. Su constante riqueza en aquellos tiempos difíciles obedecía al hecho de que sus caravanas viajaban seguras a través de Asia. Esto era debido a la protección otomana. En justa correspondencia, Focas espiaba para Murat y cumplía discretamente sus encargos. Había prometido al sultán que ninguno de los co-emperadores destronados sufriría daños. Pero no contó con la crueldad de la emperatriz. Elena quería la muerte de su esposo y de su hijo menor.
Por fortuna, los otros principales conspiradores estuvieron de acuerdo con Focas. Juan y Manuel fueron encarcelados en la Torre de Mármol, donde había estado Andrónico. Basilio Focas pagó personalmente a los soldados otomanos que guardaban a los prisioneros, y a los criados que los atendían. Dijo a los soldados y a los criados que el sultán Murat quería que los dos hombres conservasen la vida. Si alguien les ofrecía dinero para visitar a los prisioneros o envenenarlos, tenían que aceptarlo e informarle inmediatamente. De esta manera, los dos hombres estaban seguros.
Inspirada por el triunfo de Elena, Tamar decidió probar fortuna en la intriga. Entabló negociaciones secretas con la esposa del mortal enemigo de Murat, el emir de Aydín. Su objetivo, como siempre, era un reino para su hijo, el príncipe Yakub. Este, desde luego, ignoraba los planes de su madre.
La cuarta esposa del emir era la heredera de Tekke. Sólo tenía una hija de trece años. Era esta niña y Tekke lo que Tamar buscaba para su hijo. Incluso su amado Demetrio ignoraba sus planes, y si el eunuco se enteró de la intriga antes de que pudiese hacerse efectiva fue sólo por casualidad.
Una noche se despertó y oyó que Tamar hablaba en sueños. Pensó en despertarla. Pero se dio cuenta de que si lo hacía y sus planes fallaban después, sabría que él la había traicionado.
Habiendo oído lo suficiente para tener una idea de lo que pretendía ella, Demetrio se levantó sin hacer ruido y buscó la cajita de ébano y nácar donde Tamar guardaba la correspondencia. Allí encontró no solamente copias de sus cartas, sino las originales de la cuarta esposa de Aydín. Sacudiendo la cabeza ante la estupidez de conservar unas cartas tan comprometedoras, salió a hurtadillas de la habitación, con la caja.
Cuando Alí Yahya hubo leído las cartas, dijo:
– Devuelve la caja a su escondite, Demetrio. Desde luego, no digas nada, pero continúa sirviendo bien a tu señora.
Entonces regaló al joven un exquisito anillo con un zafiro.
Demetrio se puso el anillo e hizo lo que le había ordenado. Se preguntó cómo frustraría Alí Yahya los planes de Tamar. Pero no tuvo que esperar mucho para saberlo. Varias semanas más tarde llegó la noticia de que la cuarta esposa del emir de Aydín y su hija se habían ahogado en un accidente cuando iban en barca.
Aunque Tamar mantuvo su reserva, el eunuco sabía la razón de su desasosiego y se esforzaba más en complacerla. Se mostró sumamente cariñoso y comprensivo un día en que, sin motivo aparente, ella rompió a llorar.
Después de despedir a las mujeres, Demetrio la tomó en brazos mientras ella seguía llorando.
– ¿Por qué lloráis, amada mía? -le preguntó.
Para su sorpresa, ella confesó:
– ¡Debo conseguir un reino para Yakub! El nunca sucederá a Murat mientras viva Bajazet. Y aunque su hermano mayor lo aprecia, lo matará antes de que se enfríe el cuerpo de su padre. Si puedo encontrar otro reino para él, no constituirá una amenaza para ellos.
Demetrio sintió que le invadía una terrible tristeza.
– Oh, querida mía -dijo afablemente-. Vos no lo entendéis, y no sé si llegaréis a entenderlo. No hay otro reino para vuestro hijo. El sultán quiere gobernar sobre toda Asia y Europa. Tal vez los otomanos no lo lograrán durante la vida del sultán Murat, pero sí durante la de sus descendientes. Vuestro hijo es demasiado bueno y demasiado buen soldado para seguir con vida cuando muera el sultán actual. Debéis aceptar esto, amada mía, aunque os destroce el corazón. Si el príncipe Bajazet no muere antes que su padre, él será el próximo sultán. Vuestro hijo morirá. Será necesario para que Bajazet pueda estar seguro. Debéis aceptarlo.
– ¡Yo no parí y crié a mi hijo para que lo maten como a un cordero en un sacrificio! -chilló ella.
– Callad, señora -la calmó él-. El mundo es así. Debéis ser fuerte. Si Dios quiere, pasarán muchos años antes de que perdáis a vuestro hijo. Incluso puede morir de muerte natural.
Ella calló, pero la expresión de sus ojos le dijo que no aceptaría el destino de su hijo sin luchar. Demetrio tendría que observarla con mucho más cuidado. ¿Qué sería capaz de hacer?, se preguntó.
Mientras tanto, Andrónico se había hecho coronar como cuarto emperador de aquel nombre. Al principio fue muy bien acogido, pues hablaba de manera convincente de levantar el yugo turco y restablecer la prosperidad de la ciudad. Desde luego, no podía hacer ninguna de ambas cosas. Pronto hubo demostraciones de descontento. Andrónico estableció nuevos impuestos para pagar sus diversiones.
También Elena estaba decepcionada de su hijo mayor. No se le otorgaba el respeto debido a su posición, como en tiempo de su esposo. Peor aún, no le habían pagado su pensión. Cuando quiso saber el motivo, el nuevo tesorero del emperador le dijo que Andrónico no había ordenado que se le entregase el dinero. Fue, irritada, en busca de su hijo. Como de costumbre, estaba rodeado de cortesanos y parásitos.
– ¿Podemos hablar en privado? -preguntó Elena.
– No hay nada que no puedas decir delante de mis amigos -respondió bruscamente Andrónico.
Elena apretó los clientes. No tenía más remedio que hablar.
– El dinero que necesito para mi casa este trimestre no me ha sido pagado y tu tesorero me dice que no tiene orden de hacerlo.
– Necesito todo el dinero para mí -respondió Andrónico.
– La emperatriz siempre ha recibido una subvención.
– Pero tú no eres mi emperatriz, madre. Consigue el dinero de tus amantes. ¿O ya no quieren pagar por lo que ha sido tan bien utilizado?
Las mujeres que rodeaban a Andrónico se rieron de la expresión ultrajada del semblante de Elena; los hombres sonrieron afectadamente. Pero ella no iba a darse tan fácilmente por vencida.
– No puedo imaginarme por qué necesitas todo el dinero, Andrónico. Las mujeres de la calle, como ésas -y señaló a todas las que se agrupaban alrededor de su hijo-, por lo general se consiguen a cambio de unas pocas monedas de cobre. O por un pedazo de pan. O por nada.
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